Matrimonio de Conveniencia
Javier caminaba por el andén disfrutando del suave sol primaveral. El joven había pasado siete años trabajando lejos, talando bosques en el norte. Ahora, con una buena suma de dinero ahorrada y regalos para su madre y su hermana, volvía a casa.
—¡Muchacho! ¿Adónde vas? Sube, te llevo —escuchó detrás de él una voz conocida.
—¡Abuelo Emilio! ¿No me reconoces? —dijo alegre.
El anciano se cubrió los ojos con la mano y entrecerró los párpados para mirar al desconocido.
—¡Soy yo, Javier! ¿He cambiado tanto?
—¡Javi! ¡Vaya sorpresa! Ya no esperábamos verte. Al menos podrías habernos escrito.
—Trabajaba en un lugar tan remoto que el correo casi no llegaba. ¿Qué tal están? Mamá, Lucía… ¿Todo bien? Mi sobrina ya debe ir al colegio, ¿no? —sonrió el joven.
El viejo bajó la mirada y suspiró hondo:
—Así que no sabes nada… Las cosas están mal, Javi. Muy mal. Hace casi tres años que tu madre nos dejó. Lucía se echó a perder y luego abandonó a Anastasia y desapareció.
—¿Y Ana? ¿Dónde está? —el rostro del hombre se tornó serio.
—Lucía la dejó encerrada en casa y se escapó en pleno invierno. No nos dimos cuenta hasta días después, cuando mi mujer oyó ruido y la encontró llorando en la ventana, pidiendo ayuda. La llevamos al hospital y después… al orfanato.
El resto del viaje transcurrió en silencio. Emilio dejó a Javier sumido en sus pensamientos. Media hora después, el carro se detuvo frente a una casa abandonada. El hombre contempló las malezas, sin reconocer su hogar. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No te desanimes, Javi. Eres joven y fuerte, pronto pondrás esto en orden. Ven a casa con nosotros, descansa y cenamos juntos. A mi mujer le hará ilusión —propuso el anciano.
—Gracias, pero iré a mi casa. Luego os visito.
Javier pasó el día limpiando el patio. Por la noche, los abuelos llegaron con comida.
—¡Javiercito! ¡Cómo has crecido! ¡Un hombre hecho y derecho! —la abuela Clara lo abrazó efusiva—. Hemos traído cena. Después te ayudamos a ordenar la casa. ¡Qué alegría que hayas vuelto!
—¿Sabéis algo de Lucía? No entiendo… Siempre fue una chica responsable —preguntó Javier durante la cena.
—Nada. La pobre no pudo con todo: primero su marido, luego tu madre… Demasiado para sus hombros. ¿Qué harás con Anastasia? Podrías llevártela. Al fin y al cabo, eres su tío —dijo Clara.
—No sé. Primero arreglaré la casa, luego iré a verla. Pero no me conoce…
Una semana después, Javier fue a la ciudad. Antes de ir al orfanato, entró en una juguetería. Una joven morena y agradable lo recibió con una sonrisa.
—¿Necesita ayuda? —ofreció.
—Sí. No entiendo de juguetes. Querría una muñeca para una niña de siete años y algo más, lo que usted recomiende.
La chica eligió una muñeca con vestido azul y un juego de mesa.
—Esto le encantará. Todas las niñas lo piden.
—Gracias —sonrió Javier—. Espero que a mi sobrina le guste.
***
Anastasia lo recibió con frialdad, pero al ver los regalos, se ablandó.
—No me conoces —empezó Javier.
—Sí. La abuela y mamá me enseñaron fotos tuyas —lo interrumpió la niña, bajando la voz—. Tío… ¿Cuándo nos vamos a casa?
La pregunta lo dejó helado. Entendió que la niña sufría allí.
—Ana, ¿te hacen daño? —preguntó en un susurro.
—Sí —respondió ella, llorando.
—No puedo llevarte hoy, pero prometo que pronto estarás en casa. ¿Vale?
—Vale.
Javier habló con el director del orfanato, pero las noticias no fueron buenas.
—Entiendo que sea su tío, pero para la tutela no basta con eso. ¿Tiene trabajo estable?
—No, acabo de volver. Pero tengo ahorros —intentó explicar.
—Eso no vale. Todo debe ser legal. ¿Está casado? ¿Tiene hijos?
—No.
—Malo, muy malo… Si quiere la custodia, necesita trabajo… y esposa.
—¡Eso no se hace en un día! ¡Ana quiere irse ya!
—Lo siento, no puedo ayudar.
De vuelta al pueblo, en el autobús, alguien lo llamó:
—¡Hola! ¿Recuerda?
Era la chica de la juguetería.
—¿Qué hace aquí? —se sorprendió.
—Vivo en este pueblo, con mi abuela —explicó ella—. Me llamo Marta.
—¡Somos vecinos! Yo también soy de aquí —sonrió él—. A Ana le encantaron los regalos.
Javier, desesperado, le contó todo.
—Qué injusticia —murmuró Marta—. Las normas no miran el corazón.
—Marta, eres la nieta de abuela Carmen, ¿verdad?
—Sí —asintió—. Pero no le recuerdo.
—Tú eras pequeña cuando me fui. Oye… ¿podrías ayudarme a encontrar trabajo?
—En la tienda buscan un repartidor. Te darán contrato.
—¡Genial! Solo faltaría la esposa —bromeó él, amargamente.
Al día siguiente, gracias a Marta, Javier consiguió el trabajo. Por la tarde, visitó a Ana y volvieron juntos en el autobús.
—Gracias. Me salvaste.
—Es por Ana. Pero lo de la esposa…
—Marta… ¿Tú estás soltera? —preguntó de pronto.
—Sí, pero no quiero casarme —se ruborizó, apartándose.
—No me refiero a algo real. Sería un matrimonio de conveniencia. Para los papeles. Luego nos divorciamos.
Marta lo miró como si estuviera loco.
—¡Por favor! Te pagaré —insistió él.
—Está bien. Pero no por dinero. Es por Ana.
Dos meses después, Anastasia volvió a casa. Los primeros días, Marta vivió con ellos para evitar sospechas. La niña, feliz, se encariñó de inmediato.
—Tío, ¿por qué Marta no se queda para siempre? —preguntó una noche.
—No puede, tiene su vida.
—Pero la echaremos de menos…
—Sí —suspiró él.
Pasaron semanas. Javier empezó a construir una casa nueva, pero no podía dejar de pensar en Marta. Ana, entretanto, la esperaba cada sábado en la puerta.
—¿Cuándo viene Marta? —preguntaba.
—No sé.
—Vamos a visitarla.
—No es correcto.
—Pero es tu esposa… aunque sea de mentira —rió la niña.
Finalmente, cedió. Ana se puso su mejor vestido y cogió un ramo de flores del jardín.
—Marta, ¿quieres ser mi esposa? —balbuceó Javier frente a la casa de ella.
—Ya lo somos —respondió Marta, confundida.
—De verdad.
La abuela Carmen salió entonces, sonriendo.
—¡Por fin! Esta tonta lloraba todas las noches, pero no quería dar el primer paso.
—¡Claro que la quiero! —gritó Ana—. ¡Y yo la obligué a venir!
Javier y Marta se miraron y rieron.
—¿Es verdad? ¿Te obligó? —preguntó Marta.
—Sí —Y así, entre risas y abrazos, Javier, Marta y Ana comenzaron una nueva vida juntos, llena de amor y la promesa de un futuro feliz.