—¡Quiero hacer una prueba de ADN!
Javier se plantó en el marco de la puerta con gesto severo, dejando claro que iba en serio.
Lucía fregaba los platos y creyó que el ruido del agua le había hecho malentender. Secándose las manos, repitió:
—¿Qué has dicho?
—Que hagamos un test de paternidad.
—¿Por qué? —preguntó ella, arrugando el ceño.
—Porque creo que el niño no es mío.
Noticias de última hora. Su hijo Diego tenía ya cuatro años. Javier no era el padre del año, pero siempre le había mostrado cariño: jugaban juntos, le compraba juguetes, incluso lo cuidaba algunas noches cuando Lucía salía. Nunca había insinuado dudas sobre su paternidad. Además, ¿qué motivos tenía? Se casaron hace seis años, y al año ella quedó embarazada. Aquel año fueron felices, y Lucía jamás le fue infiel. ¿De dónde salía esto?
—¿Me explicas por qué piensas así? —inquirió ella.
Javier esbozó una sonrisa burlona antes de fulminarla con la mirada.
—¡Ahí vas, intentando convencerme! Si no ocultaras nada, no te importaría.
Era absurdo. Su matrimonio no era de cuento, pero Lucía creía en el respeto y la lealtad. Nunca, en años, él la había humillado así.
—No intento convencerte —respondió serena—. Solo quiero saber por qué, tras cuatro años, dudas de Diego.
—¡No se parece en nada a mí! —espetó él—. En mi familia todos somos rubios. Él tiene pelo oscuro y ojos marrones.
—¿Y yo? ¿No tengo el pelo castaño y ojos marrones? —replicó ella—. Diego es idéntico a mi padre, ¡tú mismo lo decías!
—No —mintió Javier, olvidando sus propios comentarios meses atrás—. Pero sí se parece a tu compañero, ¡a ese Carlos!
Lucía soltó una risa incrédula. Carlos era el repartidor de la tienda de muebles donde trabajaba antes del embarazo. Diego no tenía nada que ver con él, salvo el color de pelo.
—Javi, esto es ridículo —dijo, negando—. Sabes que nunca te engañé.
—¡Mi madre y mi hermana me advirtieron que negarías! Hagamos la prueba.
Todo cobró sentido. Lucía era amable, pero firme. Su relación con la suegra, Carmen, empezó bien: comidas familiares, halagos… Hasta que descubrió que hablaba mal de ella a sus espaldas: «torpe, fea, mala esposa». Lucía la confrontó, revelando la verdadera naturaleza de Carmen: una mujer tóxica. Decidió alejarse, aunque Javier seguía visitándola con Diego.
La cuñada, Ana, era igual: chismosa y victimista. Lucía intentó llevarse bien, pero Ana solo quería quejas y adulación. Ahora, ambas habían envenenado a Javier.
Lucía optó por darle una oportunidad. Lo invitó a sentarse.
—Sabes que tu familia me desprecia. Te han llenado la cabeza de mentiras que destruirán nuestro matrimonio.
—Si no escondes nada, haremos la prueba —replicó él, impasible.
—De acuerdo —cedió ella—. Con una condición: si confirma que eres su padre, te vas con tu madre y nos divorciamos.
—¿Por qué? —frunció él el ceño.
—No viviré con alguien que desconfía sin motivo. Si prefieres creerles, vete.
Javier dudó. Lucía esperó que recapacitara, pero tras unos minutos, insistió:
—Hagámoslo.
Al día siguiente, recolectaron las muestras. Durante la semana de espera, Javier evitó a Diego. Lucía ansiaba los resultados para demostrar su inocencia. No toleraría más injurias de su familia.
Cuando llegó el informe, Lucía llamó a Javier. Giró el móvil hacia él sin mirar. Él estudió el documento y sonrió aliviado.
—¡Diego es mío! ¡Celebrémoslo!
—Sí —asintió ella—. Celebra que eres su padre… y nuestro divorcio.
—¿Divorcio? —protestó él—. ¡Solo dudé! Muchos crían hijos que no…
—No me interesa —lo interrumpió—. No viviré con quien obedece ciegamente a otros. Adiós, Javi.
Él suplicó perdón, prometiendo no volver a escuchar a su familia. Pero Lucía fue inflexible. Aquella tontería había revelado su verdadero carácter: débil, influenciable.
A veces pensaba en la próxima pareja de Javier. Carmen y Ana seguirían envenenando, pero quizá él aprendería. Aunque dudaba. La gente rara vez cambia.