Las preocupaciones del abuelo
Hace medio año que Juan Martínez enviudó. El primer dolor agudo se había esfumado, escondiéndose bajo el corazón como un trozo de hielo afilado que, de vez en cuando, se derretía en los momentos menos oportunos. Cuando algún vecino le preguntaba: «Bueno, Juan, ¿y qué tal ahora que estás solo?», los ojos del anciano se llenaban de un brillo triste.
«Me he vuelto débil, antes no era así —pensaba Juan, contestándose a sí mismo—. Pero tampoco había pasado por una desgracia así…»
Llevaba viviendo en el pueblo desde joven. Cuando se jubiló, creyó que al fin tendría tiempo libre de sobra. Pero después de perder a su esposa, el tiempo parecía haberse detenido, y Juan no sabía qué hacer con él. Nada tenía sentido… excepto, quizás, las oraciones en la iglesia.
Su hija se había casado y se mudó a la ciudad, y su nieto estaba a punto de empezar el colegio. A principios del verano, su hija, su yerno y el pequeño Luis llegaron al pueblo.
«Papá, te traemos un regalo para que lo críes —dijo Rocío, señalando al niño—. Antes era un bebé y mamá lo cuidaba, pero ahora te toca a ti. Hay que hacer de él un hombre.»
«¿Y su padre no lo cría?», preguntó Juan, curioso.
«Su padre no ha cogido un martillo en su vida. Ya lo sabes, Jaime es músico. El acordeón es lo suyo. En invierno meteremos a Luisito en la escuela de música. A lo mejor hasta cae en la clase de su padre —contestó Rocío—. Pero la educación tiene que ser equilibrada. Así que ayúdanos. Quiero que mi hijo se parezca a ti: que sea trabajador y hábil con las manos.»
Juan esbozó una sonrisa y miró a su nieto.
«Tienes razón, Rocío. Que así sea. Le enseñaré todo lo que sé. Mientras me quede vida…»
«Déjate de eso, papá —lo interrumpió su hija—. Vamos a vivir mucho y en armonía. Pero con lo de Luisito, necesitamos tu ayuda.»
Ese mismo día, el abuelo llevó al niño a su taller. Allí revisaron el banco de trabajo, las estanterías llenas de herramientas y empezaron a preparar el rincón de Luis.
Juan adaptó un viejo escritorio para su nieto, cortándole las patas y cubriendo la superficie con una lámina de zinc. También hizo herramientas a su medida: martillos pequeños, destornilladores, alicates y una sierra en miniatura. En unas latas de caramelos oxidadas, guardadas desde la juventud del abuelo, había clavos de distintos tamaños.
Luis estaba fascinado y no se separaba de su abuelo, preguntándole constantemente para qué servía cada cosa. Rocío tuvo que insistir para que vinieran a comer, pero después volvieron enseguida a sus «tareas de hombres».
«Bueno, ya está. Hemos empezado bien —dijo el abuelo al anochecer—. Por hoy, basta. Mañana vamos de pesca, así que hay que preparar los aparejos y acostarse temprano.»
Pasaron días felices de verano. Rocío y Jaime notaron que el abuelo había revivido: recuperó su postura firme y el brillo en la mirada.
«Oye, Rocío —le confesó Jaime a escondidas de Juan—, para ser profesora, la has clavado. Le has dado un buen ejemplo al niño y, de paso, le has devuelto la vida a tu padre…»
«Todo el mundo necesita atención —respondió Rocío en voz baja—, tanto los mayores como los pequeños. No podía dejar que papá se hundiera. Vendremos más a menudo. Menos mal que Luisito lo ayuda. Hay quien solo encuentra consuelo en la botella, pero él tiene a su nieto, que es como un rayo de sol. Sabía que mi padre era un hombre sabio…»
Suspiro y se fue al huerto, como solía hacer su madre. Quería que estuviera impecable, como cuando ella vivía, para que su padre no sintiera que todo se desmoronaba sin ella.
Pronto terminaron las vacaciones de Rocío, que regresó a la ciudad, mientras Jaime y Luis se quedaron ayudando al abuelo.
Pero llegó el otoño, y Luis tuvo que empezar el cole. Para la ocasión, invitaron a Juan a la ciudad. Orgulloso, llevó de la mano a su nieto, vestido con un traje y corbata que no se ponía desde hacía años. Durante el acto de bienvenida, se emocionó al escuchar el himno, apretando con fuerza la mano del pequeño.
En ese momento, Juan se prometió no rendirse. Haría todo lo posible por cuidar de su nieto y ayudar a su hija…
De vuelta a casa, esa misma noche, el abuelo se sentó a la mesa con un folio en blanco. Como un niño en su primer día de cole, escribió una lista de tareas para preparar la próxima visita de Luis.
Había mucho que hacer: construir una zona de juegos, colocar un columpio, una barra de gimnasia, mesas y bancos, y un arenero. Recordando su infancia, decidió colgar una cuerda para saltar en el álamo del camino. También había que arreglar el embarcadero del río.
La lista crecía cada día. Sobre la mesa apareció un segundo papel, la «contabilidad», donde apuntaba los gastos en madera, clavos, cuerdas y pintura. ¡Había tanto por hacer! Quería tenerlo listo antes del invierno, para poder trabajar en el taller durante los meses fríos y empezar las obras en primavera.
Ahora, Juan madrugaba y escribía sus tareas diarias en un trozo de papel, esforzándose por cumplirlas.
Su nieto venía a menudo: en fiestas, fines de semana y vacaciones. La casa de Juan volvía a la vida. Rocío limpiaba, hacía pasteles y lavaba las cortinas, mientras el abuelo, Jaime y Luis trabajaban en la casa, la zona de juegos o salían a esquiar al bosque.
Para el Día del Padre, Rocío les regaló a los tres ropa de camuflaje. ¡Fue un momento de alegría! Pronto llegaría también el Día de la Madre.
«¿Y qué te regalamos a ti, hija?», insistía Juan.
«No te cortes, lo que sea —apoyó Jaime—. Eres la única que tenemos y la más querida.»
«¿La única? —sonrió Rocío—. Pues preparaos, porque pronto habrá una sorpresa en la familia… Aún no sé si será niño o niña, pero hay muchas posibilidades de que sea una chiquilla.»
La sorpresa se convirtió en gritos de alegLa familia celebró con abrazos y risas, imaginando ya los nuevos proyectos que harían juntos cuando llegara la pequeña, mientras Juan Martínez, con lágrimas de felicidad, susurró al oído de su hija: «Gracias por llenar de vida mi corazón de nuevo».