Isabel sintió por primera vez en mucho tiempo que podía respirar. Con el aire fresco de su ciudad natal llenando sus pulmones, ajustó la bolsa al hombro y caminó hacia el cementerio. Sus hijos se habían quedado con su tía Carmen, la hermana de su difunta madre. Era época de vacaciones, y por fin podía tomarse un respiro. Había vuelto unos días para visitar las tumbas de sus padres y reencontrarse con quien había sido como una madre para ella en la infancia.
Pero al regresar a casa, todo se derrumbó en un instante.
—Dame las llaves, Isa —dijo Antonio, su marido, con frialdad, plantado en la puerta—. Esto se acabó. Lucía está embarazada. Yo empiezo una nueva vida, y tú… eres libre.
—¿Qué? —Isabel casi dejó caer la bolsa—. Antonio, ¿cómo puedes?
Ni siquiera pestañeó.
—Sabías que esto no era para siempre. Pero no te preocupes, al fin y al cabo no tienes nada. La casa es alquilada, el negocio es de mi tío, las cuentas estaban a nombre de tu madre. Así que vamos, no montes un número. Y si te pones en mi camino, me llevo a los niños.
Hubo un tiempo en que Isabel fue la estrella de la universidad: rubia natural, ojos verdes, elegante, educada, moderada. Tenía futuro, planes, un padre —Julián Fernández— respetado por todos. Soñaba con abrir algún día un negocio juntos.
Pero en un año lo perdió todo. Primero murió su padre, luego casi de inmediato, su madre. Con los ojos ennegrecidos por el dolor, entregó su tesis sin saber siquiera cómo sostenía el bolígrafo. Fue entonces cuando Antonio se acercó por primera vez y le dijo:
—Cásate conmigo. Al fin y al cabo, aquí solo te queda dolor. Empezaremos de cero.
No lo pensó. Simplemente dijo que sí. Tenían una habitación en una residencia comprada por su padre. Se mudaron, empezaron a trabajar y luego abrieron juntos una empresa de transporte. Isabel incluso vendió el piso de sus padres para invertir.
Al principio, el negocio marchaba bien, todo estaba registrado a medias. Pero luego llegó el embarazo, los niños, y poco a poco todo pasó a estar a nombre del tío de Antonio. No le dio importancia: en casa había comida, tranquilidad, los niños estaban sanos. No fue hasta después del nacimiento de su hija que Isabel comprendió que había perdido no solo sus bienes, sino también a sí misma.
Su físico cambió. Su cuerpo se agotó con las noches sin dormir, la ropa interminable por lavar, las preocupaciones del hogar. Antonio, en cambio, empezó a “florecer”: gimnasio, pelo largo, bronceado, miradas de mujeres.
—Te has descuidado —le dijo una vez con desprecio—. Da vergüenza salir contigo. Ponte al menos una mascarilla.
Y su suegra no perdía ocasión de envenenar más las cosas:
—¿Hace mucho que no te miras al espeño? Mi hijo es un caballero, y tú… ¡Pareces su madre! No estás a su altura.
Isabel lo intentó. Fue al médico. Hizo dieta. Pero el cansancio, la traición y la indiferencia la destrozaron más rápido que los kilos de más.
Y ahora la echaba sin más. Sin gritos, sin remordimientos. En su bolsa solo llevaba ropa y los álbumes de los niños. Ni casa, ni dinero, ni derechos sobre el negocio, ni siquiera estabilidad. Solo dos hijos a los que su exmarido ya planeaba quitarle.
Fue a casa de su tía Carmen, quien le propuso:
—Déjame a los niños conmigo. Tómate un tiempo para recomponerte. Yo te ayudo.
Y lo hizo. Incluso le ofreció un negocio: una empresa de mudanzas. Su tía puso sus ahorros, Isabel añadió lo que le quedaba de la venta de la antigua habitación. Empezaron con poco: dos furgonetas, un par de mozos. Pero luego despegó…
Cinco años después, Isabel tenía su propia red por toda la región, un servicio de operadores y un garaje propio. Y Antonio… Antonio lo perdió todo. Lucía dio a luz, pero se divorció rápido, quedándose con el piso. El negocio del “tío” dejó de ser rentable, y pronto echó a su sobrino.
—Ni siquiera estás registrado. Solo eras el encargado —le dijo—. Ya no confío en ti.
—¡Mamá, dime algo! —gritó Antonio.
—¿Qué quieres que te diga? —se encogió de hombros su suegra—. Lo tuviste todo a tu alcance. Lo perdiste por tu culpa.
Los restos de su “vida de ensueño” se convirtieron en una cama en un hostal y trabajos esporádicos como camionero. Pero su salud flaqueó, y Antonio decidió buscar empleo como conductor… en la mayor empresa logística de la ciudad.
Fue a la entrevista y se encontró… con Isabel.
Elegante, cuidada, segura, vestida con un traje impecable. Lo miró con calma, incluso con una leve sonrisa.
—Hola, Antonio. ¿Buscas trabajo?
—Estás espectacular… —murmuró él—. ¿Me darías una oportunidad por los viejos tiempos? Conozco el sector, la ciudad, tengo experiencia…
—No contratamos a morosos —respondió ella con serenidad—. Tienes deudas.
—¡Pero intenté pagar! —explotó—. No todo, pero lo que pude…
—Los niños ya tienen dieciocho años, y sigues “intentándolo”. No necesitamos empleados así.
Apretó los puños.
—¿Esto es venganza?
—No, Antonio. Solo aprendí a poner límites. Tú mismo te lo buscaste. Yo me levanté. Sin ti.
—¿Y un nuevo marido te ayudó?
Isabel se rio y se levantó. Su pelo caía en ondas sobre los hombros, su figura era como la de una veinteañera. Pero en sus ojos había acero.
—No. Lo hice yo sola. Después de ti, tardé en dejar que alguien se acercara. Gracias por eso. Endurece mucho.
—Bueno, quizá podrías… —farfulló él—. Yo te quise una vez…
En ese momento, entró en el despacho un joven alto y rubio, el vivo retrato de Isabel.
—Mamá, ¿vamos a comer? ¿Todo bien?
Lanzó una mirada gélida a Antonio:
—Lárguese. No moleste. Y no toque a mi madre, o hablaremos en otro tono.
Antonio se quedó petrificado. Luego giró en redondo y salió, dando un portazo.
Afuera, la llovizna otoñal empapaba las calles. Antonio bajó la cabeza. Ni siquiera supo cuándo todo empezó a torcerse. Pero en el fondo sabía: comenzó el día que traicionó a quien una vez creyó en él más que en sí misma.