**La Libertad Pesada**
—Isabel Martínez, ¿no ha visto la carpeta azul con los documentos? ¡La dejé en la mesita del salón! —La voz de Javier temblaba de angustia. Había registrado toda la casa en aquel barrio tranquilo de las afueras de Sevilla, pero la carpeta parecía haberse esfumado.
—Ah, sí, había una carpeta —dijo Isabel con indiferencia—. Estaba algo vieja, manchada… Pues la tiré.
Javier se quedó helado, como si le hubiesen dado un golpe. En esa carpeta estaba el informe en el que había trabajado dos semanas. Mañana era el último día para entregarlo a sus superiores. Podía reescribirlo, pero… ¿las firmas? ¿Dónde las conseguiría a las diez de la noche?
—¿Cómo pudo hacer eso? —susurró Javier, conteniendo la rabia—. ¡Era un informe importantísimo! La carpeta estaba casi nueva, solo tenía un par de rozaduras. ¡Podrían despedirme por esto!
—¡No dejes tus cosas por ahí! —refunfuñó su suegra, apartando la taza de té a medio tomar—. ¡Vaya hombre de negocios! Si te importaba tanto, la habrías guardado en tu habitación.
—¡Estaba en la mesa, no tirada en el suelo! —Javier sentía la sangre ardiendo en sus sienes.
No era la primera vez que Isabel Martínez se deshacía de sus cosas. Una camisa “demasiado vieja”, un cuaderno antiguo… Pero hoy había cruzado todos los límites.
—Esta es mi casa, yo mando aquí —declaró la suegra, alzando la barbilla con orgullo—. Si no te gusta, nadie te obliga a quedarte.
Javier apretó los puños, contando mentalmente hasta diez. La calma no llegaba. Sí, la casa era de Isabel. Ella había insistido en que su hija, Lucía, y Javier vivieran con ella. *”¿Para qué gastar en alquiler si aquí hay espacio de sobra?”*, repetía.
Al principio, parecía razonable. Javier ascendía rápidamente en su trabajo, pasando largas horas fuera. Lucía esperaba un hijo, y el embarazo había sido difícil, apenas podía levantarse de la cama. ¿Cocinar? ¿Limpiar? Ni pensarlo. Isabel ofreció ayuda, y ellos aceptaron agradecidos.
Pero cuando nació su hijo, Daniel, Javier sugirió mudarse. Un piso alquilado, pero suyo, con sus propias reglas. Lucía se rebeló: *”¿Para qué? Mamá lo hace todo, cuida de Daniel, y yo descanso.”* Le gustaba su vida: mañanas de compras, tardes en el spa, una hora con su hijo al anochecer. No tenía prisa por ser ama de casa.
Javier cedió, pero no para siempre. En secreto, había invertido en una casa en las afueras. Lucía no sabía nada; él preveía sus protestas, sus excusas para no abandonar el cobijo materno. Su vida era como un cuento de heredera, y mudarse significaba limpieza, cocina y crianza.
Pensando en ello, Javier se puso la chaqueta y bajó a los contenedores. Sabía que la basura no se había recogido aún. Quizás la carpeta seguía ahí.
La suerte estuvo de su lado: encontró la carpeta, los documentos intactos. Aliviado, regresó a casa, lanzando una mirada fría a su suegra. Era hora de hablar con Lucía.
—Prepara las maletas para mañana. Nos mudamos —dijo Javier, dejándose caer en el sillón—. No soporto más los caprichos de tu madre. ¿Por qué un hombre adulto ha de aguantar sus críticas? ¡Se siente poderosa humillándome!
—¿Mudarnos? ¿Adónde? —se alarmó Lucía—. ¿Qué te pasa aquí? ¡Vivimos sin preocupaciones! Y no hables así de mamá, ¡hace mucho por nosotros!
—Acepté quedarme porque necesitabas ayuda —cortó Javier—. Ahora estás bien. Es hora de que seas la dueña de tu casa.
—¡Mamá me ayuda con Daniel! ¡Es tan inquieto, lo sabes!
—¿Ayuda? —Javier alzó una ceja con sarcasmo—. ¡Ella lo cría! Y además lo aleja de mí. La he oído decirle que papá es malo.
—¡Daniel no tiene ni un año! ¿Qué va a entender? —Lucía puso los ojos en blanco—. Exageras.
—¡Todo lo contrario! —estalló Javier—. ¿Crees que una hora antes de dormir es ser madre? Isabel ni siquiera me deja jugar con él: siempre lo lleva a cambiarle o a darle de comer.
—¡Como si tú quisieras cuidarlo! —replicó Lucía—. Te vas cuando duerme y vuelves igual.
—A partir del próximo mes, todo cambiará —dijo Javier con firmeza—. Tendré un puesto con horario fijo, sin horas extra. Pero queda lejos de aquí.
—¡No es motivo para mudarse! ¡Tienes coche! —protestó Lucía—. ¿Adónde piensas ir? ¿A un piso alquilado?
—Tenemos una casa —respondió Javier con calma.
—¿Qué casa? —Lucía casi se atragantó.
—Grande, en una zona tranquila. La construcción terminó hace dos semanas; ayer compré los muebles.
—¡No quiero una casa en las afueras! —chilló Lucía—. ¡No me iré!
—O esto, o el divorcio —dijo Javier.
—¡No te daré el divorcio! Daniel es un bebé, ¡tengo derechos! —Lucía arrojó el teléfono al sofá, algo inaudito en ella.
—Como quieras —asintió Javier—. Pero no viviré aquí con tu madre. Me iré a mi casa, seré el dueño. Comeré lo que quiera, dejaré mis cosas donde quiera, sin miedo a que acaben en la basura. Tú decide cómo vivirás. La pensión de tu madre es poca, y la manutención que pagaré será menos de lo que gastas ahora.
Lucía cedió. Se mudaron, pero la nueva vida fue un martirio: limpieza, cocina, el niño día y noche. Nada de spas ni amigas. Javier ayudaba, pero no bastaba.
A los meses, Lucía huyó con Daniel a casa de su madre. Herida, quiso vengarse: pidió el divorcio y la mitad de la casa. Imaginaba vender su parte, obligando a Javier a comprarla, pero no tenía el dinero.
Su plan fracasó. La casa estaba a nombre de los padres de Javier. Lo único que obtuvo fue una modesta pensión, como él había advertido.
Isabel también estalló. Su fuente de ingresos desaparecía, y Lucía, sensible a sus reproches, lloraba por todo. Daniel era demasiado pequeño para entender.
Seis meses después, Javier propuso reconciliarse por el niño. Lucía aceptó. Se convirtió en una madre y ama de casa ejemplar. La vida sin preocupaciones bajo el ala materna quedó atrás, y aunque dura, la nueva rutina le trajo, sorprendentemente, algo de felicidad.







