Lecciones de silencio

**Lecciones de silencio**

Cuando Sergio entró en el aula, eran las ocho de la mañana y el aire olía a humedad, a desayuno del comedor escolar y a tiza vieja. La atmósfera pesaba como una niebla espesa, y las tablas del suelo crujían bajo sus pies, como refunfuñando por la hora temprana. Cerró la puerta y se detuvo un instante frente a la ventana. Afuera, una llovizna fina resbalaba por el cristal, dejando manchas grises en el alféizar, como si alguien hubiera emborronado una acuarela con descuido. Octubre era frío y húmedo, y esa tristeza se clavaba en el pecho. El frío no solo estaba fuera; se filtraba dentro, estancándose en las esquinas del aula, en las pausas entre las miradas.

Los alumnos estaban callados. Demasiado callados. No solo en silencio, sino helados, tensos, como si presentieran una desgracia o ya la conocieran.

Sergio caminó hacia la pizarra, dejó su carpeta gastada sobre la mesa, se sacudió el abrigo de los hombros, pero no se sentó. Parecía que no había entrado en su clase habitual, sino en un lugar donde algo irreparable acababa de suceder y todos temían nombrarlo. Sin volverse, dijo:

—Bueno, entonces. ¿Quién me explica por qué los libros siguen cerrados?

Silencio. Hasta los que solían moverse, empujar al compañero o cuchichear tras el cuaderno permanecían inmóviles, como si alguien les hubiera ordenado callar. La tensión en el aula era palpable, como una cuerda tensa a punto de romperse con el más mínimo roce. Sergio se giró. Todas las miradas no estaban puestas en él, sino en un rincón, junto a la ventana, donde en la última fila se sentaba Lucía Mendoza.

No lloraba. Solo miraba por la ventana, donde la lluvia resbalaba perezosamente, dejando marcas opacas en el cristal. Su rostro estaba petrificado, como tallado en cera. Sobre el pupitre había un cuaderno de notas abierto en una página en blanco, como si quisiera escribir algo pero la mano se hubiera negado. Al lado, un bolígrafo sin tapón, el mismo con el que hacía *clic* nerviosamente durante los exámenes. Nada más. Ni libros, ni estuche. Solo una mochila en el suelo, medio abierta, con la esquina de un papel asomando, como un pensamiento a medias, atrapado en el pasado.

Sergio esperó. Luego se acercó lentamente a ella. Por encima del hombro, ordenó:

—El resto, abrid el libro de física. Problema tres, leed con atención.

Se sentó junto a Lucía. Ella no se inmutó. Permaneció quieta, como si él fuera un fantasma.

—¿Qué pasa?

—Nada —respondió en un susurro. Su voz era frágil, como cristal fino a punto de quebrarse. Cada palabra sonaba como si pudiera ser la última.

No insistió. Se quedó a su lado, en silencio. Después se inclinó, sacó con cuidado un cuaderno de su mochila y lo puso frente a ella. Sin preguntar, sin mirarla a los ojos. Ella no se resistió. Solo tenía las manos quietas sobre las rodillas, como una estatua.

—Mendoza —dijo él en voz baja—, si es algo grave, puedes decirlo. No lo guardes dentro. No desaparece. Se acumula, como un peso.

Frunció el ceño. Sus labios temblaron levemente. Se volvió hacia él, apenas, casi imperceptiblemente.

—¿Y qué me dirá usted? ¿Lo de siempre? *”Eres fuerte, aguanta”*? ¿O empezará a preguntar qué pasa en casa, por qué mi madre no se levanta de la cama? Y luego añadirá: *”La infancia es la mejor época, disfrútala”*? ¿Es gracioso, no? Disfrutar. Acostarte y pensar cómo no oírla llorar en la habitación de al lado. O cómo el vecino grita y tira los platos. O cómo el frigorífico zumba, vacío. ¿Eso es la mejor época?

Su voz era tranquila pero agotada. Como si repitiera palabras que había pronunciado mil veces: en sus pensamientos, en sueños, en soledad.

Sergio calló. Observó su cuaderno, donde en los márgenes había dibujado casas solitarias, sin luz en las ventanas. Una de ellas estaba tachada, como derrumbada.

—A veces el silencio es una salida. Pero no un refugio.

Lucía alzó la mirada. No había lágrimas. Solo terquedad y cansancio, el que no viene de una sola noche en vela, sino de una vida demasiado adulta para un corazón de niña.

—¿Sabe lo que es llegar a casa y fingir que todo está bien? ¿Que cuando mi padre se fue, mi madre se apagó, y tú tienes que hacer una sopa con lo que queda porque no hay ni para pan? ¿Y sonreír en clase porque toca, porque si no lo haces tú, quién lo hará? ¿Y escuchar gritos tras la pared, esperando que venga la ambulancia, porque sabes que tarde o temprano vendrá? ¿Sabe lo que es eso?

Hablaba bajo, pero su voz vibraba como una cuerda tensa, no de rabia, sino del peso de todo lo que había retenido demasiado tiempo.

Sergio la miró y calló. Ella no esperaba respuesta.

—Tengo trece años. Y ya sé que nadie vendrá a ayudar. Todos dicen palabras bonitas, asienten, prometen. Luego desaparecen. No quiero que usted también desaparezca. Y no quiero lástima. La lástima es mirar desde arriba. Yo no estoy abajo.

Asintió. Luego se levantó.

—No miro desde arriba. Y no desapareceré. Estaré aquí. Cada día a las ocho. Es todo lo que puedo dar. Y… puchero. No de mentira.

Bajó la vista de golpe, como si tuviera miedo de creer.

—¿Qué puchero?

—Con carne, garbanzos, verdura. El auténtico. Lo haré en casa. Lo traeré. Si no te importa.

—Si lo trae… —dijo en un susurro—, lavo los platos. En serio.

Quiso decir algo más. Algo importante. Pero se calló. A veces el silencio también es una promesa, si lleva calor dentro.

En la pizarra chirrió la tiza. Alguien empezó a copiar el problema. La vida continuaba, ni más fuerte ni más débil, como sabía hacerlo.

Sergio volvió a su mesa. Alzó la vista y vio que Lucía había abierto el cuaderno. Despacio, como temiendo que alguien se lo impidiera. Como si fuera el primer gesto tras un largo letargo.

Hizo como que no lo notaba. A veces, una lección en silencio habla más alto que mil palabras.

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