Lección para siempre

Lección para toda la vida

Pascualina miraba a su nieto con ganas de darle unos azotes que recordara por siempre la fuerza de su abuela. Quería golpearle las nalgas hasta que le ardieran como lumbre, para que el niño sintiera el impulso de meterse en agua helada a calmarlas.

Por la ventana, vio cómo Pedrito y Juanito, el orejudo, jugaban al fútbol con una barra de pan. Uno la llevaba en una bolsa que se rompió, y el pan cayó al suelo. El otro le dio una patada, y así comenzaron los dos a patearlo como si fuera un balón.

Cuando Pascualina comprendió qué estaban pateando, no daba crédito a sus ojos. Con un grito desgarrado, intentó salir corriendo de la casa, pero las piernas le fallaron. Primero le salió un quejido del pecho; luego, un nudo en la garganta le ahogó las palabras. Alcanzó al niño jadeando, con la boca abierta como un pez fuera del agua.

—¡Pero si es pan, santísimo sea! ¿Cómo se os ocurre? —silbó con voz temblorosa.

Los niños se quedaron paralizados al ver a la abuela arrodillarse en el suelo, recoger el pan con cuidado y romper a llorar.

Pascualina regresó a casa con paso lento, tropezando, abrazando el pan contra su pecho. Al verla en ese estado, su hijo Fernando preguntó qué había pasado, y al distinguir la barra de pan sucia y maltratada, lo entendió todo sin palabras. En silencio, se quitó el cinturón y salió al patio. Pascualina oyó los alaridos de Pedrito, pero esta vez no se movió para defenderlo, como solía hacer.

Pedrito volvió a casa con la cara enrojecida y los ojos llorosos, refugiándose en el rincón de la cocina. Fernando, aún agitando el cinturón, anunció que desde ese día el niño comería sin pan: ya fuera sopa, estofado, tortilla o leche con chocolate, nada de pan, nada de rosquillas, nada de bollos. Y por la noche, iría a casa de los padres de Juanito, el orejudo, para contarles qué “gran futbolista” habían criado.

El padre de Juanito era tractorista, y sin duda le daría una zurra que lo dejaría sentado. Y el abuelo, que en tiempos difíciles había pasado hambre por un trozo de pan, le sacudiría sin compasión.

Pascualina solía santiguar el pan recién horneado, besarlo y, con una sonrisa en los ojos, cortarlo en gruesas rebanadas. Rara vez lo compraba en la tienda; prefería amasarlo en el horno de leña, junto con su nuera. El aroma del pan caliente llenaba cada rincón de la casa, despertando el hambre a todos.

Fernando fue a casa de los padres de Juanito, llevando consigo la barra de pan maltratada. Los vecinos, justo al sentarse a cenar, se sorprendieron al ver aquel pan sobre la mesa.

Juanito, al verlos, se removió en la silla como si estuviera sobre brasas. Pero su abuelo, agarrándole por la oreja, lo obligó a callarse.

Fernando les contó lo sucedido. Sin pensarlo dos veces, el abuelo Demetrio cortó un trozo grande del pan manchado y dijo:

—Este pan se lo comerá Juanito hasta que no quede ni miga. No digo que sea hoy. Solo cuando lo termine, podrá probar otro pan.

Y apartó el pan limpio, colocando el embadurnado de tierra justo delante de su nieto.

A la mañana siguiente, Pedrito no tocó el pan. Recordaba la advertencia de su padre y, sobre todo, la imagen de su abuela llorando, recogiendo el pan del suelo. La vergüenza le quemaba. No sabía cómo acercarse a ella ni cómo disculparse.

Pascualina empezó a ignorarlo. Antes le insistía en que desayunara bien, pero ahora solo le ponía un tazón de leche y gachas, sin su trozo de pan dorado.

Juanito, por su parte, iba a la escuela mascando arena, casi llorando. Le pidió a Pedrito que lo ayudara a comerse el pan sucio, pero este le respondió:

—Ni loco; ya tengo bastantes marcas del cinturón.

Por la noche, Pedrito se acercó a su abuela y la abrazó.

Pascualina permaneció inmóvil, con los brazos caídos. El niño intentó sacarle palabras, hablándole de sus notas y deberes, pero ella seguía muda. Finalmente, Pedrito no pudo más y lloró, apoyando la cabeza en sus rodillas.

La abuela le levantó la cara con sus manos callosas y lo miró fijamente.

Pedrito jamás olvidaría esa mirada: dolor, decepción, pena, todo escrito en sus ojos.

—Escucha bien, nieto mío —dijo Pascualina con voz suave—. Hay cosas en esta vida que jamás deben profanarse: faltar el respeto a los mayores, maltratar a los indefensos, traicionar a la patria, blasfemar… y menos aún, menospreciar el pan.

Le contó cómo, en tiempos de escasez, soñaba con comer pan sin mezcla de patatas o hierbas, cómo la gente suplicaba por un mendrugo y besaba las manos de quien se lo daba.

—Patear el pan es como escupirle a tu madre en la cara.

Pedrito sintió ganas de sollozar, pero se contuvo.

En ese momento llegó Juanito, quien, entre lágrimas, confesó que su abuelo casi lo desnucó y luego le explicó lo sagrado que era el pan.

—Perdón, abuela —lloriqueó.

El corazón de Pascualina no pudo seguir enfadado. Los abrazó y los llevó a la mesa.

—Todavía me cruje la arena entre los dientes —se quejó Juanito.

—A mí ni siquiera me dejan comer pan —susurró Pedrito.

Pero la abuela cortó dos rebanadas de una hogaza fresca y dijo:

—Dios y yo somos los únicos que lo verán. Comed, disfrutadlo… y recordad: el pan es vida, es bendición, es prosperidad. ¡El pan es lo primero!

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