Lo miraron directamente a los ojos: ¡No queremos nuera de mala fama!
Tengo 57 años, no tengo familia ni hijos, pero quiero dar un consejo a todos los padres: no se metan en la vida de sus hijas e hijos, no los obliguen a vivir según sus reglas, porque lo que les hace felices a ustedes no necesariamente los hará felices a ellos.
Soy el vivo ejemplo de cómo en su intento por darme lo mejor, mi madre y mi padre me separaron de la mujer a la que amaba más que a mí mismo.
María provenía de una familia humilde, mientras que mis padres tenían tierras y propiedades heredadas y se jactaban de ello.
Cuando la llevé a presentársela, la echaron diciendo que no querían ver una “nuera de mala reputación”. Y se marchó, ofendida pero con la cabeza en alto.
Rechazó la idea de mudarnos lejos, solo nosotros dos. Decía que tarde o temprano mis padres harían lo posible por separarnos.
Se casó con un vecino suyo, quien al igual que ella, no tenía muchas posesiones. Sin embargo, ambos trabajaron duro y construyeron una casa en las afueras de la ciudad.
Tuvieron tres hijos y siempre que la encontraba en la calle, estaba sonriendo y parecía feliz.
Una vez le pregunté si amaba a su esposo. Contestó que había comprendido que para una familia, la estabilidad y el entendimiento entre los esposos eran lo más importante. Sin ellas, no se podía vivir solo de amor.
No estaba de acuerdo con ella, pero no podía discutir, no tenía derecho, porque me sentía un traidor.
Nunca pude superar a María y, a diferencia de ella, no me casé. No concebía la idea de vivir con una mujer y tener hijos sin amarla.
Mis padres intentaron emparejarme con chicas que ellos consideraban adecuadas para mí, pero me negué rotundamente.
Finalmente, se resignaron y empezaron a pedirme que eligiera la mujer que yo quisiera para continuar nuestro linaje. No obstante, yo no quería a nadie más que a María. Pero ella ya había ordenado su vida y yo no tenía lugar en ella.
Mis padres envejecieron, enfermaron y uno a uno se fueron. Me quedé solo en nuestra enorme casa de tres pisos.
Cada vez me encuentro menos con amigos, porque ellos ya cuidan de sus nietos y no tienen tiempo para mí. Yo también los evito.
Me alegro por su felicidad, pero también me duele.
Los sábados y domingos, lleno mi tiempo pintando y reparando los columpios y toboganes de los parques infantiles de nuestra ciudad. A veces también ayudo en los jardines de las guarderías.
Lo hago completamente de forma voluntaria y gratuita, porque no necesito el dinero. Así hago felices a los hijos y nietos de otros.
Vendí todas las tierras y propiedades de mis padres. Con lo que obtuve, hice donaciones a varias escuelas y hogares de niños abandonados.
Un amigo me preguntó por qué no donaba también a algún hogar de ancianos, pero no quiero hacerlo.
Por distante que parezca, así me desquito con mis padres, por quienes me quedé solo.
Además, el futuro está en los niños, ¿verdad? Los pequeños necesitan más cuidado y un buen comienzo en la vida.
Y cuando muera, mi casa se convertirá en propiedad de la escuela donde estudié. Si quieren, que la usen para algo, si no, que la vendan.
Lo importante es que sea para una buena causa.