Desde el principio de mi matrimonio, intenté llevarme bien con mi suegra. Durante ocho años aguanté y puse buena cara, tratando de suavizar los conflictos. Cuando mi marido y yo nos mudamos del pueblo a la ciudad, su madre —Carmen López— nos llamaba cada fin de semana. Siempre decía lo mismo: «Venid este sábado, ¡necesito ayuda!». Ya fuera para plantar tomates, limpiar el trastero o pintar la casa de su hija pequeña. Y cada vez, allá íbamos. Y ayudábamos.
Pero yo no tengo dieciocho años ni una vida sin responsabilidades. Trabajo cinco días a la semana, crío a dos niños, mantengo mi propia casa. También tengo una familia que atender, y al menos una vez por semana, necesito… respirar.
Carmen, sin embargo, nos veía como mano de obra gratis. Si alguna vez insinuaba que estaba agotada, enseguida recibía un reproche: «¿Y quién si no vosotros?». Y no era que necesitara ayuda urgente, ¡para nada! A veces me pedía que no fuera a su casa, y luego me llamaba con otro «encargo importante»: ayudar a su hija Sofía a pintar las paredes. Yo, como una tonta, iba. Y ¿sabéis qué pasaba? Mientras yo maldecía con la brocha y el rodillo, la «trabajadora» Sofía se probaba ropa nueva frente al espejo y recalentaba el café por décima vez.
Mi marido lo veía todo. No era tonto, sabía perfectamente cómo nos usaban. Pero no decía nada —al fin y al cabo, era su madre. Yo callaba, aguantaba. Hasta que un día, dejé de hacerlo.
Dejé de acompañarle a casa de su madre. Sin dramas. Sin explicaciones. Me quedé en casa y dije que tenía otros planes.
A Carmen, claro, no le hizo gracia. Empezó a acosar a su hijo: «¿Qué le pasa a tu mujer? ¿Ahora se cree demasiado buena para nosotros?». Mi marido me rogó que fuera —«solo para que mi madre no se preocupe»—. Pero yo ya no quería seguir con esa farsa.
Estoy harta. Con treinta y cinco años, tengo derecho a descansar el fin de semana, no a servir a quienes ni siquiera se molestan en disimular su comodidad. Nunca vi gratitud ni respeto en ellos. Solo exigencias.
Aquel sábado, por fin puse mi casa en orden. Lavé la ropa acumulada, cociné una comida decente, y el domingo —por primera vez en años— me tumbé en el sofá con un libro. Fue maravilloso. Hasta que llamaron a la puerta.
Era Sofía.
Sin saludar, sin educación, empezó a soltar improperios: que si era una egoísta, una malcriada, que abandonaba a la familia, que ignoraba a mi suegra. Que debía ayudar —«eres parte de esta familia».
La escuché en silencio, le deseé un buen día y cerré la puerta.
Pero no terminó ahí. Esa misma noche, apareció Carmen. Entró con el ceño fruncido, escupiendo veneno: que si era una desagradecida, que ella lo daba todo por nosotros y yo ahora «me creía demasiado». La miraba fijamente, recordando todas las horas, fines de semana enteros, en los que fregué, cociné, planté, pinté… por ella.
Y ahora tenía el descaro de venir a darme lecciones en mi propia casa.
Ahí lo entendí: basta.
Sin decir nada, me acerqué a la puerta, la abrí y señalé la salida. Carmen, atónita, masculló algo, pero se marchó. Yo volví al sofá, retomé mi libro y respiré aliviada.
No era rabia. Era límites. Era saber que mi tiempo y mi energía no le pertenecen a nadie. Y si debo algo, es solo a mí misma y a los míos.
Esa noche me dormí con el corazón ligero. Y por primera vez en años, me sentí libre.







