La Voz Interior

La Voz Bajo el Corazón

Cuando Álvaro regresó a su pueblo en las montañas de León después de dieciséis años de ausencia, no lo anunció. Ni a su madre, ni a su hermana, ni al amigo de la infancia con quien compartía cigarrillos escondidos tras las tuberías del portal. Ninguna llamada, ningún mensaje, ni el más leve indicio de su vuelta. Simplemente tomó un billete, bajó del tren en la estación azotada por el viento, respiró el aire frío que olía a carbón, asfalto mojado y recuerdos lejanos, y supo que había llegado el momento. Algo se apretó en su pecho, como si alguien susurrara desde dentro: «Estás aquí».

No se dirigía a casa. Su camino lo llevaba a la escuela abandonada en las afueras, donde ahora las ventanas rotas parecían ojos vacíos y las paredes agrietadas guardaban ecos del pasado. El edificio estaba medio derruido, pero el ala derecha seguía en pie: yeso descascarillado, cristales rotos y las mismas grietas donde antes ocultaban sus secretos infantiles. Esas paredes recordaban timbres, pasos apresurados, primeras confesiones y el miedo que helaba las palabras. En el antiguo salón de actos quedaba algo, no tangible pero pesado, una sombra adherida a los huesos.

Dieciséis años atrás, en un día gris de octubre, Álvaro enmudeció. Primero, sus respuestas se acortaron, su voz se volvió un hilo. Desaparecieron los «hola» y los «adiós». Llegó el día en que entró en casa y no pronunció ni una palabra. Su madre lo llamó a cenar, su padre gruñó por las notas, y él solo miró al suelo. «Es la edad», decían. Los médicos diagnosticaron psicomatización. Los psicólogos aconsejaron paciencia. Pero el tiempo pasaba y las palabras no regresaban. Solo un tatuaje —el primero, doloroso como un golpe— habló por él.

Tenía veinte años. Se fue de casa, trabajó en lo que pudo: repartió paquetes, limpió calderas, durmió en sótanos húmedos y pensiones baratas. Las ciudades se sucedían como páginas de un libro sin terminar: calles ajenas, vientos cortantes, zapatos rotos y voces que ignoraba. Hasta que, en un estudio de tatuajes mal iluminado, se miró al espejo —un rostro cansado pero vivo— y dijo con voz áspera: «Aquí, bajo las costillas. Escribe: “No he olvidado”». Fueron sus primeras palabras en cinco años, rotas, casi muertas, pero suyas.

Se hizo ocho tatuajes más. Cada uno por un silencio, una cicatriz, una verdad no dicha. Por el miedo a abrir la boca. Por la noche en que no marcó ese número. Por el nombre que nunca pronunció. La gente preguntaba por qué hablaba tan poco. Él respondía que lo importante estaba bajo su piel. Y sonreía, desviando la mirada, como si supiera que las palabras nunca bastarían.

Ahora volvía al origen. En los vestuarios abandonados olía a humedad y óxido. Las taquillas crujían quejumbrosas. El suelo, cubierto de cristales rotos; el aire, cargado de cemento y resentimiento. Álvaro avanzó hasta la puerta del aula: 2º de Bachillerato B. El último año. Allí, aquel día, el profesor de literatura, mirando por encima de sus gafas, soltó: «Álvaro, ¿por qué siempre callas? ¿No tienes nada que decir?». Y alguien, desde el fondo, añadió: «Gente como él no tiene nada que contar».

El rostro del que lo dijo desapareció de su memoria como una foto desvaída. Pero la voz —aguda, burlona— se clavó en su mente como un clavo. Resonó durante años, apretándole la garganta, prohibiéndole hablar. ¿Para qué, si cada palabra era un blanco? Si todo lo dicho se volvería en su contra? Aquella voz susurraba, llamaba, ahogaba. Y Álvaro calló.

Ahora el aula estaba vacía. El silencio vibraba como una cuerda tensa. Polvo, yeso desmoronado, una pizarra con restos de tiza. Tomó un trozo, trazó una línea recta. Sin hablar. Solo para sentir el roce contra la pizarra, para recordar que estaba vivo. Después, con el dedo, escribió en el polvo: «Estoy aquí». Era más que palabras: una marca, una confesión por fin liberada.

Al salir, el silencio era distinto. Ya no pesaba. El edificio parecía escuchar, respirar entre sus grietas. El aire, frío pero no hostil, aceptaba su regreso. Álvaro sacó una foto antigua: él, su hermana, sus padres. Tenía siete años. Todos sonreían. Sostenía un avión de papel que lanzaron en el campo tras la casa. Entonces todo era simple, inocente, antes de que las palabras se convirtieran en una trampa.

No volvió por venganza. Ni por respuestas. Ni por una verdad ya perdida. Sino para acallar aquella voz. Para oír la suya propia. Ahora sonaba más fuerte. No gritaba, pero existía. Y eso bastaba.

Al caer la noche, entró en el piso de su madre. Ella dio un grito ahogado —envejecida, encorvada, arrugas profundas pero ojos que aún brillaban. Él se acercó. La abrazó. Sintió sus hombros frágiles como ramas secas, sus palmas cálidas e inmutables.

—Mamá —dijo, suavemente.

Ella se qued—Mamá —dijo, suavemente, y en aquella palabra cabían todos los silencios rotos y todas las promesas que, por fin, encontraban su camino.

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