“Yo sé la verdad sobre ti”: cómo las mentiras destruyen la infancia y se curan con amor
Isabel ya estaba a punto de acostarse cuando, desde el cuarto de su hijo, escuchó unos sollozos ahogados. Se levantó de un salto y corrió hacia la habitación.
—Cariño, ¿qué te pasa? —Se sentó al borde de la cama y le acarició el hombro.
Diego se apartó bruscamente, hundió la cara en la almohada y murmuró entre dientes:
—Vete. No quiero verte.
A Isabel le dio un vuelco el corazón.
—¿Qué dices, Diego? ¿Por qué?
—Porque tú… ¡Tú eres mala! —El niño se incorporó, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Papá me lo ha contado todo! ¡Yo sé la verdad sobre ti!
Entonces recordó cómo empezó todo, con esa frase que Javier repetía en cada pelea:
—Si eres tan lista, ¡pídele el divorcio!
Y cada vez, ella bajaba la mirada, tragaba saliva y se quedaba. Porque así se lo habían enseñado: la mujer debe aguantar, mantener la familia, cargar con todo, aunque ya no viva, sino que solo sobreviva.
Pero esa vez algo se rompió dentro de ella. Miró a su marido a los ojos y, por primera vez, no cedió.
—Vale —dijo Isabel con calma.
Él se quedó helado. Luego, como siempre, sonrió con desdén:
—Cuando se te pase el enfado, cambiarás de opinión.
Pero no lo hizo. Pasó toda la noche en vela, recordando cada año a su lado. Las discusiones. El desprecio. La sombra de su suegra en casa. Ninguna decisión, ningún asunto se resolvía sin la aprobación de la madre de Javier. Y cuando entendió que incluso su hijo veía a su abuela y a su padre como las figuras principales de la familia, supo que allí ya no existía.
Por la mañana, recogió sus documentos en silencio. Javier gritaba, arrancaba las cortinas, se llevaba la plancha, los cacharros de cocina, los cojines. Hasta el estor de la ducha. Todo lo comprado durante el matrimonio, lo arrancaban de la casa.
—¡A ver cómo vives ahora sin nosotros y sin lo que es nuestro! —le espetó su suegra al irse, con un bolso lleno hasta los topes.
Isabel se quedó en el piso vacío, sin derramar ni una lágrima.
El juicio transcurrió sin ellos: ni Javier ni su madre aparecieron. Y, para su sorpresa, en dos años ni siquiera intentaron quitarle a Diego. Ella trabajó, crió a su hijo, no buscó amor… pero el amor llamó a su puerta.
Daniel llegó sin presiones. No se declaró a lo grande, no prometió mundos, solo estuvo ahí. Ayudaba. Escuchaba.
—Lo entiendo —decía—. Tienes un hijo, y él es lo primero. Y está bien. Nos haremos amigos.
Isabel no sabía entonces cómo esas palabras sencillas y amables podrían volverse en su contra.
Al principio, todo fue tranquilo. Diego y Dani jugaban, hablaban de coches, construían garajes con piezas. Pero últimamente, el niño se había vuelto distante. Evitaba mirarla a los ojos, respondía con sequedad. Y esa noche, incluso le ordenó que se fuera.
—¡Quieres librarte de mí! —gritó, saltando de la cama—. ¡Vas a tener otro bebé y ya no me querréis! ¡Me vais a mandar a un orfanato!
Isabel sintió un frío en el pecho.
—¿Quién te ha dicho eso, Diego?
—¡Papá! Dice que ya has hablado con él para que me lleve, porque molesto.
Contuvo las lágrimas mientras lo abrazaba y le susurraba:
—Nunca, ¿me oyes? Nunca te dejaré. Eres mío. Lo más importante.
Al principio él se resistió, pero al final le devolvió el abrazo. Solo que en sus ojos quedaba inquietud. Duda. Y eso era lo peor.
Pasaron unos días. Diego volvió de casa de su padre radiante: contó que habían ido en barca, que había pescado un pez. Pero a las pocas horas, estaba callado, cabizbajo.
—Estabas tan contento… ¿Qué ha pasado?
—Nada —masculló él, apartándose.
—Diego… —se acercó—. Por favor, dime…
—¿Fuiste tú quien le pidió que me llevara, verdad? —estalló—. ¡Porque molesto a los dos!
Ya no era solo dolor. Era un puñal en el corazón.
Isabel cogió el teléfono. La voz de Javier en el auricular era arrogante, indolente.
—¿Qué quieres? Si está contigo, todo en orden.
—Quiero que dejes de mentir. Si vuelves a poner a mi hijo en mi contra, no lo verás nunca más. ¿Entendido?
—¿Me amenazas? —resopló él—. ¡Te lo estás inventando!
—¿Ah, sí? ¿Y Diego también se inventa que lo mandaré a un orfanato cuando tenga otro hijo?
Silencio.
—En dos años has pagado la pensión tres veces. ¿Quieres que lo lleve a juicio? Al juez le encantarán tus “cuentos”.
De nuevo, silencio.
—Vigila lo que dices, Javier. No te atrevas.
Colgó y respiró hondo. Temblaba, pero ahí estaba Daniel. Se acercó en silencio y le posó una mano en el hombro.
—¿Todo bien? —preguntó en voz baja.
—Ahora sí —asintió ella—. Ahora no voy a retroceder.
Esa noche, se sentó junto a Diego, acariciándole el pelo mientras dormía. Aún había recelo en él, pero algo de su luz había vuelto. Y ella sabía que esto era solo el principio. Su ex no se rendiría; volvería a sembrar miedo, rabia, desconfianza.
Pero ahora no estaba sola.
Era fuerte. Y tenía a alguien que no le pedía dividir su amor… sino compartirlo.