La venganza del marido resultó estar equivocada… 😒🌿
Con los años, los sentimientos no se debilitaron, sino que se fortalecieron, para envidia de los demás. Durante siete años, jamás se interpuso un gato negro entre ellos. Lo único era que Esteban, al mirar alrededor, empezó poco a poco a sufrir en silencio el eterno compañero de la felicidad conyugal: los celos.
Siendo por naturaleza un hombre paciente, Esteban no permitía que ese vicio saliera a la luz, ahogando todas sus dudas en su interior. Aunque, quién sabe qué tormentas rugían en el alma de este marino al ver las miradas de admiración de otros hombres hacia su esposa, y al escuchar los halagos y piropos de sus compañeros en las reuniones sociales.
Sin embargo, exteriormente no se notaba, y ni siquiera Laura sospechaba de la ansiedad de su marido, aunque quizá no quiso. Pero Esteban, sin que nadie lo notara, estaba madurando, como un grano a punto de reventar.
El barco zarpó para una salida de rutina. Un plan repetido y familiar. Diez días de estrés y preocupación, más diez noches en vela. Temprano por la mañana, Esteban se despidió de su esposa, besó a su hijo dormido y, prometiendo volver en diez días, partió para cumplir con su deber. El mar no fue clemente, y una y otra vez fallaban las máquinas. Esteban servía en el departamento de ingeniería y pasó días y noches arreglando los caprichos de la tecnología.
Por eso fue aún más frustrante cuando, al séptimo día, el comandante de la división ordenó regresar a puerto debido a las múltiples averías. La rabia y la irritación de Esteban solo se aliviaban con una idea: el cálido cuerpo de su esposa estaba ahora tres días más cerca. Y, como a su hombría no le faltaban fuerzas, todo el camino a casa lo pasó imaginando escena tras escena.
Por tradición, regresaron al puerto tarde en la noche. Cuando acabó el protocolo de apagado de motores, Esteban, sin siquiera tomar el trago habitual por el regreso, salió disparado hacia casa como un potro.
Saboreando mentalmente el momento de recostar su cabeza en el generoso pecho de su legítima esposa, llegó hasta su portal, subió de un salto al tercer piso y se detuvo frente a su puerta. Eran las dos de la madrugada. “Duermen”, pensó Esteban, imaginando cómo se deslizaría en silencio a la cama, el sobresalto de Laura y todo lo que seguiría. Con mucho cuidado, introdujo la llave, tembloroso por la impaciencia, y la giró suavemente para entrar en el recibidor.
Era un excelente mecánico, mantenía la cerradura bien engrasada, y esta no le falló. Para su gran decepción, su esposa parecía estar despierta. Por la puerta entreabierta del dormitorio se colaba un haz de luz y se escuchaban ruidos.
Esteban no distinguió bien qué era, y sin desvestirse, ni siquiera quitándose la gorra, se acercó de puntillas. El estómago se le encogió. A través de la puerta, sus ojos contemplaron una escena que ni en sus peores pesadillas habría imaginado. La lamparilla estaba encendida.
En su lecho matrimonial, con las piernas abiertas y el pelo rubio desparramado sobre la almohada, yacía una mujer. Lo demás lo tapaba la figura de un hombre desnudo, moviéndose rítmicamente hacia el techo. La mujer gemía a pleno pulmón, como nunca lo había hecho con él. Esteban quedó fulminado en el acto. Toda su vida se derrumbó en un instante.
No se sabe cuánto tiempo permaneció paralizado. Pero cuando reaccionó, ya no era dueño de sus actos. En los protocolos policiales, eso se llama: “en estado de grave conmoción emocional”.
Cegado por las llamas de la venganza por el honor mancillado, buscó a tientas la funda de su pistola en el cinturón. No estaba, por supuesto. El puñal tampoco. Corrió a la cocina.
Lo primero que encontró fue un tenedor. Un hermoso tenedor de alpaca, parte del juego que les habían regalado en su boda. Apretando con fuerza en su mano de oficial aquel arma improvisada, volvió al dormitorio. Entró como un tornado, sujetando el tenedor con ambas manos para mayor precisión, y con toda su rabia acumulada, descargó el golpe: La mano del militar humillado no tembló.
El tenedor trazó un amplio arco y se hundió casi por completo justo entre los muslos en movimiento del adúltero. No me atrevo a describir el grito que siguió al impacto. Un veterano de guerra, vecino del piso de arriba, que vivió el sitio de Leningrado y la toma de Berlín, contó después que despertó gritando “¡Bombas!” y alertó a toda su familia.
Pasaron cuarenta minutos convenciéndolo de que no había ningún ataque. Aunque luego volvió a dormir, hasta el día de su partida siguió dudando de que no hubiera habido víctimas. Los niños de los vecinos de arriba se hicieron pis en la cama, y los padres casi lo mismo por el insoportable impacto del sonido. El pastor alemán de otra familia aulló hasta el amanecer, como si llorara la muerte de algún can.
Dejando el instrumento de venganza clavado en el trasero del profanador, Esteban giró bruscamente y salió del dormitorio casi marchando. Solo quería una cosa: huir de esa casa que ya no era suya, emborracharse a conciencia y recoger sus cosas por la mañana.
Ni siquiera pensó en lo que acababa de hacer. Para su sorpresa, en el recibidor ya había luz. Y allí, en persona, estaba Laura, con una bata y una toalla en la cabeza.
Hermosa y sensual.
Para Esteban, que ya había perdido todo sentido de la realidad, esto fue el colmo. La escena parecía sacada del juego infantil de “estatuas”. No se quedó mudo, pero las palabras le costaron sangre.
Una mano temblorosa señaló hacia atrás.
— ¡Ah, es tu hermano Sergio con su mujer! Lo han destinado aquí. Les dejé nuestro dormitorio mientras no estabas. Yo duermo con el niño… Oye, ¿qué son esos gritos?
— Yo… es que… el tenedor…
— Fui a darme una ducha. De día no hay presión, pero de noche va bien. Oye, Esteban, parece que les ha pasado algo…
— Ajá — fue todo lo que dijo Esteban antes de desplomarse desmayado.
Claro que recordaba que su hermano iba a mudarse, que su mujer también era rubia y que debían llegar justo ahora… Pero la ira le nubló la vista. ¿Quién iba a imaginarlo?
Al final, todo terminó mejor de lo esperado. A Sergio le cosieron el trasero. El médico del hospital, tras sacar el tenedor con dificultad, no paraba de elogiar la fuerza del golpe. Al terminar la operación, le dio una palmadita y lo consoló:
— ¡Nunca tendrás hemorroides! Te quedó como una tubería, lisa y sin imperfecciones. ¡Un oleoducto!
Tras un silencio, anotó en el informe que el paciente “se había sentado sobre un clavo”.
Sergio tardó mucho en volver a sentarse como una persona normal. Al principio, lloraba cada— Y hoy, cuando se cruzan en las reuniones familiares, Sergio aún se ajusta discretamente el cojín antes de sentarse, mientras Esteban y Laura siguen riendo como si nada hubiera pasado.