La última carta

La Última Carta

Nunca conoció a su padre. Cuando creció y le preguntó a su madre, esta solo respondió:

—¿Acaso te falta algo conmigo?

Raquel amaba a su hija, aunque sin mimarla demasiado. ¿Y cómo no querer a esa niña de ojos grandes y carácter tranquilo? No daba problemas, estudiaba bien, obedecía.

Era una chica corriente, sin nada llamativo. No todas pueden ser guapas. Jamás escuchó a ningún adulto decir que era encantadora. “¡Qué parecida es a su madre!”, comentaban.

Su madre no usaba perfumes caros, ni pintalabios, ni tacones. “¿Tacones? Con lo que se corre entre las máquinas, acabas con los pies hechos polvo”, decía. Trabajaba en una fábrica textil. El ruido en los talleres era ensordecedor, así que hablaba fuerte, casi a gritos.

Tras terminar noveno, la mandó al pueblo con su amiga Manuela. Parecía que por fin iba a tener vida propia. Aunque era mejor que la niña no supiera demasiado.

—¿Cómo se conocieron con mamá? —preguntó Nina a tía Manuela—. Ella es de ciudad, y tú del pueblo.

—Pues tu madre también es de aquí. Amigas desde la cuna. Luego se fue a la ciudad, a la fábrica. ¿No te lo contó? Siempre le dio vergüenza sus raíces —suspiró la mujer—. Yo me quedé, me casé pronto. Dios no me dio hijos, mi marido se fue a trabajar y desapareció. Así que aquí sigo. Tu madre al menos tuvo a alguien, pero en el pueblo… los hombres decentes escasean.

—¿Y mi padre? ¿Sabes algo de él?

—¿Cómo no? En la fábrica solo hay mujeres. Tras el turno, nadie piensa en amor. A tu madre le dieron un piso por ser trabajadora ejemplar. No todas tuvieron esa suerte. Y los años pasan.

Llegó un técnico a arreglar las máquinas. No era un Adonis, pero a los hombres eso no les hace falta. Entre tantas mujeres, cualquiera vale. No sé cómo, pero acabó embarazada de él. Y casi se le pasó el arroz.

Raquel nunca fue una belleza. Los pretendientes no hacían cola. Cuando supo que sería niña, se alegró más. “Más fácil criarla sola. La tuve para mí”. Así se dice.

Con tía Manuela hablaba sin filtros, no como con su madre. Y aprendió mucho ayudando en las tareas. ¿Qué más se hace en un pueblo? Había niños, pero todos pequeños, nada para su edad.

Hasta que a finales de julio llegó el nieto del vecino. Al verlo, el corazón le bailó en el pecho. Él ayudaba en la huerta, traía agua del río, y Nina lo espiaba desde la ventana.

Un día, al verlo ir al río, agarró una toalla y lo siguió. A medio camino recordó que no llevaba bañador, pero no iba a volver. Se sentó en la orilla, observándolo mientras nadaba. Él también la vio.

—¿Qué haces ahí? ¡El agua está buena! —gritó.

Ella, turbada, quiso irse. Pero de pronto él salió y le extendió un nenúfar, que olía a río y a lodo.

Nina le dio su toalla a cambio. Hablaron. A Javier lo enviaron al pueblo mientras sus padres se divorciaban y repartían bienes.

—¿Qué haces mañana? —preguntó él.

—Nada, ayudar a tía Manuela. ¿Por? —El corazón le galopaba. Nunca había hablado así con un chico.

—Vente al bosque conmigo. Han salido setas, y a mi abuelo le duele la rodilla.

—Vale —respondió, ruborizada.

—Temprano, con el rocío. Te aviso con un silbido —dijo Javier.

Volvieron juntos. Él golpeaba ortigas con un palo; ella llevaba la toalla húmeda al hombro, imaginando que su brazo la rodeaba.

Al día siguiente, Nina se despertó al amanecer, mirando el reloj cada dos minutos.

—¿Qué te pasa? —bostezó tía Manuela—. Duerme, es pronto.

—Voy a buscar setas con Javier, no quiero llegar tarde —confesó.

La tía, rezongando, le trajo botas de agua y ropa vieja.

—No me lo pondré. Pareceré un espantapájaros —protestó Nina.

—Póntelo, tonta. Hay serpientes y mosquitos. Y recógete el pelo.

A regañadientes, se vistió. Al mirarse al espejo, se horrorizó. Pero un silbido sonó fuera. No había tiempo. Agarró la cesta y salió. Javier la miró, satisfecho. Él iba igual.

En el bosque, él recogía setas; ella no veía ninguna.

—¿Nunca has cogido setas? —preguntó él.

Nina negó, avergonzada.

—Ya veo —suspiró Javier, enseñándole a distinguirlas.

Pronto ella también aprendió.

—¡Buena cosecha! —celebró tía Manuela—. Haré sopa y secaré algunas para el invierno.

Otro silbido.

—Anda, tu novio te llama.

Nina se sonrojó y buscó el bañador.

Así pasaron el mes: bosque, río, tienda. Nina se enamoró al instante. El corazón le latía fuerte al verlo; temblaba si lo rozaba. Soñaba con él, deseando que amaneciera.

Agosto voló. Llegó su madre.

—¿Qué le has dado de comer, Manuela? ¡Está hecha un toro! —observó, crítica.

—Aire puro y buen humor —sonrió la tía—. Mira las setas que recolectó. Con un amigo —agregó.

—¿Ya anda con chicos? No te esperaba esto —refunfuñó su madre—. Prepara las maletas, nos vamos mañana.

—¡Es pronto! —protestó Nina, al borde del llanto.

—Hay que comprar ropa y libros. Organízate.

Nina corrió al huerto, encontró a Javier y se abrazó a él.

—¿Tu madre ha venido? ¿Te vas? —adivinó él.

Ella no podía hablar, ahogada en lágrimas.

—Dame tu dirección. Te escribiré —pidió Javier.

Nina entró corriendo, arrancó una hoja de su cuaderno y volvió. Recordó que no había escrito la dirección, regresó por un bolígrafo y oyó a su madre y a tía Manuela cuchicheando:

—Ya es mayor… ¿Y si él se fija en ella? No es su padre. Por eso le dije que no…

Nina no escuchó más. Salió, le dio el papel a Javier.

—¡Nina! ¡Temprano a la cama! —rugió su madre.

—Sal cuando oscurezca —dijo Javier, yéndose.

Esa noche, Nina estaba nerviosa, esperando el silbido. Cuando tía Manuela arregló la cama, Nina se dirigió a la puerta.

—¿Adónde? —preguntó su madre, recelosa.

—Que se despida de su amigo —intercedió la tía.

—Demasiado blanda eres… —refunfuñó su madre, pero no la detuvo.

Nina salió. Javier la esperaba. La llevó tras unos arbustos y la besó.

—¡Nina! ¡A casa!

—Vete. Si no me duermo, saldré a despedirte. Te escribiré —prometió Javier.

Apenas cerró los ojos cuando su madre la despertó. Salieron con las maletas. Niebla sobre el río, rocío en la hierba, sol asomando. Nina miraba atrás. Javier no apareció.

En la ciudad, revisaba el buzón diario. Hasta queY años después, al encontrarse de nuevo, comprendió que el amor verdadero nunca se olvida, solo espera el momento adecuado para florecer.

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MagistrUm
La última carta