La traición de la hija

**Traición de una hija**

—Nunca pensé que a los 52 años me convertiría en el hazmerreír de todos, y todo por culpa de mi propia hija—, se quejaba Amalia con amargura a su amiga. —Toda la vida trabajando sin descanso, ahorrando para que a Lucía no le faltara de nada, y ahora me acusa de robarle. Ahora todo Villanueva del Campo habla del asunto y, para colmo, ha encontrado a su padre, con quien no hablábamos desde hacía quince años, y le ha ido con el cuento.

Amalia suplicó a Lucía y a su exmarido que dejaran de esparcir rumores, pues era una vergüenza para todo el pueblo. Pero todo fue inútil. No paraban de repetir lo mismo: que había robado a su propia hija. Su amiga, confundida, le preguntó:
—Amalia, no entiendo nada. ¿Cómo pudiste robarle? Cuéntame desde el principio.

—Sabes que crié a Lucía sola. ¿Recuerdas cuando mi marido me dejó con una niña de dos años por otra mujer? Imagínate lo difícil que fue para mí.

—Claro que lo recuerdo. Aún no sé cómo lo lograste.

Amalia respiró hondo, recordando aquellos días oscuros. Tras el divorcio, supo que no podía quedarse en su ciudad natal, donde todo le recordaba la traición. Vendió el piso de sus padres y se mudó con Lucía a Villanueva del Campo. El dinero apenas le alcanzó para un pequeño apartamento en un buen barrio. Amalia matriculó a Lucía en la guardería y tomó dos trabajos. Fue entonces cuando conoció a su amiga. La vida fue dura: jornadas interminables, cansancio, pero el cambio le dio esperanzas de un nuevo comienzo.

Trabajó sin descanso para que Lucía tuviera todo. Ropa bonita, móvil nuevo, clases de baile, profesor de inglés… Todo lo que su hija deseaba. Sin apoyo familiar, Amalia cargó sola con la responsabilidad. Renunció a vestidos nuevos y a vacaciones para que Lucía nunca sintiera carencias.

—¿Tú sola pagaste todo eso? —preguntó su amiga, sorprendida—. Pensaba que tu ex te ayudaba económicamente.

—Pagaba la manutención —reconoció Amalia—, pero durante cinco años no toqué ese dinero. No quería nada de un traidor. Después, revisé la cuenta y vi que había una suma considerable, pero no la necesité: yo podía con todo. Decidí guardarla para el futuro. También comencé a ahorrar parte de mi sueldo.

Lucía nunca careció de nada, así que los ahorros quedaron intactos. Amalia soñaba con su vejez: comprar una casita en el campo, plantar un huerto, criar gallinas y conejos. Su hija se casaría algún día, y ella le dejaría el piso mientras le enviaba conservas caseras. Claro, la mayor parte de los ahorros venían de la pensión, no de su propio bolsillo.

—¡Qué buena idea! —exclamó su amiga—. Yo también sueño con una casita rural. ¡Enhorabuena!

—No me felicites aún —respondió Amalia con amargura—. En cuanto compré la casa, emocionada, se lo conté a Lucía. Y me arrepentí al instante. Me acusó de robarle y dejó de hablarme.

—¿Todo por dinero? —su amiga no podía creerlo—. Lucía siempre fue una chica inteligente y bondadosa.

—Y lo sigue siendo —suspiró Amalia—, pero algo la convenció de que le había robado. Discutimos mucho. Luego encontró el número de su padre y se quejó con él. Ahora exigen que devuelvan todo. Mi ex me llamó egoísta, diciendo que gasté en mí el dinero que él dio para la educación de Lucía. Pero olvidan que yo trabajé el doble para darle todo. ¿Acaso soy tan mala madre como para robarle a mi propia hija?

Amalia calló, conveys lágrimas en los ojos. Recordó cada sacrificio: renunciar a pequeños placeres para que Lucía no pasara necesidad. Cada gadget, cada viaje a la playa, lo pagó con su sudor. Ahora su hija, a quien había criado con tanto amor, volvía contra ella. Villanueva del Campo murmuraba: «¡Amalia robó la pensión de su hija!». Los vecinos cuchicheaban, y Lucía, lejos de defenderla, avivaba el conflicto al contactar a su padre, quien las había abandonado hacía quince años.

Su exmarido, Javier, no se moderó al acusarla. La llamó a gritos:
—¡Gastaste el dinero que mandé para Lucía! ¿Cómo pudiste? ¡Era su futuro!

Amalia intentó explicar que ella misma había cubierto todas las necesidades de su hija, que la pensión estuvo intacta hasta que decidió cumplir su sueño. Pero Javier no escuchó. Tampoco Lucía. Su resentimiento era profund—Pero al final, Lucía comprendió que el verdadero tesoro no era el dinero, sino el amor inquebrantable de su madre.

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