María Dolores Sánchez miraba por la ventana del autobús mientras recorría las calles familiares de Madrid. Cada mañana, el mismo trayecto al trabajo, las mismas paradas, los mismos rostros. Solo que hoy era distinto. Hoy viajaba por última vez.
En su bolso llevaba la carta de dimisión. El formulario era estándar, nada especial. Pero tras esas palabras se escondía una historia que aún le costaba creer.
El autobús se detuvo frente al centro comercial donde estaba la oficina de su hijo. Aquella misma empresa donde había trabajado como contable durante cuatro años. La misma compañía que Javier había fundado recién salido de la universidad, con su ayuda y apoyo.
«Mamá, ¿estás segura?», preguntó Javier la noche anterior cuando le entregó la carta. «¿No quieres pensarlo mejor?»
«Estoy segura, hijo», respondió ella. «Será lo mejor para todos.»
Pero ahora, subiendo las escaleras hacia la oficina, sentía un nudo en el pecho. Cuatro años de vida, de esfuerzo, de orgullo por los logros de su hijo, quedaban atrás.
Todo empezó el día que Javier llevó a casa a Lucía. Una chica guapa, inteligente, con título en economía. María Dolores la quiso desde el primer momento, feliz de que su hijo hubiera encontrado una buena compañera.
«Mamá, te presento a Lucía», dijo Javier, radiante de felicidad. «Mi prometida.»
«Encantada, María Dolores», Lucía le tendió la mano con una sonrisa. «Javier me ha hablado mucho de ti.»
Se casaron al año siguiente. Una boda sencilla pero cálida. María Dolores preparó la comida, decoró el salón, trabajó como una hormiga. Quería que fuera inolvidable para los jóvenes.
Lucía se mudó con ellos después de la boda. El piso era pequeño, de dos habitaciones, pero había espacio suficiente. María Dolores siempre soñó con una familia grande, con risas de niños en casa.
«Mamá, ¿qué te parece si Lucía trabaja con nosotros?», propuso Javier una noche durante la cena. «Tiene formación en economía, podría ayudar con el crecimiento de la empresa.»
«Claro, hijo», asintió María Dolores. «Cuantas más cabezas pensantes, mejor.»
Lucía empezó como gerente de ventas. Dinámica y ambiciosa, se adaptó rápido y los resultados no tardaron en llegar. La empresa creció, sumó clientes, aumentaron los beneficios.
«María Dolores, ¿podemos hablar?», le dijo Lucía un día al entrar en contabilidad.
«Por supuesto, cariño. ¿Qué ocurre?»
«Estaba pensando… quizá deberíamos modernizar este departamento. Implementar software nuevo, automatizar procesos.»
María Dolores asintió. Sabía que sus métodos antiguos estaban quedando obsoletos.
«Tienes razón, Lucita. Pero a mi edad me cuesta aprender esos programas. Las manos ya no son lo que eran, la memoria falla.»
«No te preocupes», sonrió Lucía. «Yo te ayudo. Lo resolveremos juntas.»
Y así fue. Lucía le explicaba con paciencia, repetía las veces necesarias. María Dolores se esforzaba al máximo, pero la tecnología le resultaba ajena.
Javier también apoyaba a su madre, la animaba. Mientras, la empresa seguía creciendo. Más empleados, más espacio, más papeleo.
«Mamá, ¿cómo llevas el trabajo?», preguntaba su hijo. «¿No es demasiado?»
«Voy tirando, hijo. Aunque reconozco que se me hace cuesta arriba.»
La verdad es que se cansaba. Antes llevaba sola la contabilidad de una empresa pequeña; ahora el volumen se había multiplicado. Se quedaba hasta tarde, se llevaba trabajo a casa.
«¿Contratamos a otro contable?», sugería Javier.
«¿Para qué gastar más?», objetaba Lucía. «María Dolores tiene experiencia, puede con ello. Solo necesita tiempo.»
Pero Lucía empezó a señalar errores con frecuencia. Informes tarde, cálculos mal hechos, documentos fuera de plazo.
«María Dolores, debes ser más cuidadosa», le decía. «De nuestro trabajo depende la reputación de la empresa.»
«Disculpa, Lucita. Intentaré mejorar.»
Y lo intentaba. Revisaba cada cifra, trabajaba hasta altas horas. Pero los fallos seguían apareciendo. La edad pesaba.
«Javier, necesitamos hablar en serio», dijo Lucía una noche, creyendo que María Dolores no escuchaba. «Es por tu madre. No puede con la carga de trabajo. Errores constantes, retrasos… afecta a todo.»
«No exageres, Lucía. Mamá es meticulosa.»
«Meticulosa, pero lenta. Esto es un negocio, Javier. No podemos permitir empleados ineficientes, aunque sean familia.»
María Dolores escuchaba y sentía cómo se le helaba el pecho. “Empleada ineficiente”. Así la definía ahora su nuera, a quien había querido como a una hija.
Al día siguiente, Javier fue a verla.
«Mamá, ¿qué tal en el trabajo?»
«Bien, hijo. ¿Por?»
«Nada, solo preguntaba. Si necesitas ayuda, dilo.»
María Dolores asintió, pero no pidió ayuda. Sabía que Lucía tenía razón. El trabajo era demasiado.
Llegaron críticas de Hacienda. Lucía enfatizaba que eran por errores en los documentos.
«María Dolores, nos multaron otra vez», le dijo una mañana. «Impuestos mal calculados.»
«Pero si lo revisé varias veces…»
«No lo suficiente. Es la tercera multa este mes.»
Javier fruncía el ceño al ver los informes. Lucía ya no ocultaba su descontento.
«Javier, estamos perdiendo dinero», insistía. «Multas, intereses, clientes molestos… Esto no puede seguir.»
«¿Qué propones?»
«Contratar un contable profesional. Joven, dinámico, actualizado.»
«¿Y mamá?»
«Mamá puede ocuparse de la casa. A su edad es normal.»
María Dolores se sentó en su despacho y reflexionó sobre lo cambiante que era la vida. Antes se sentía útil, importante. La empresa era su orgullo tanto como el de su hijo. Ahora era un estorbo.
«Mamá, ¿puedo pasar?», Javier apareció en la puerta, con gesto culpable.
«Claro, hijo. Siéntate.»
Se acomodó frente a ella y guardó silencio.
«Mamá, debo hablar contigo.»
«Dime.»
«La situación es complicada. La empresa crece, los requisitos son más estrictos. Quizá deberías considerar… tomarte un descanso.»
María Dolores sonrió con tristeza.
«¿Quieres decir que me vaya?»
«No es eso, solo… una pausa. Llevas tantos años trabajando, te lo mereces.»
«Dímelo claro, Javier. Lucía cree que no doy la talla.»
Su hijo bajó la mirada.
«Mamá, no es cosa de Lucía. La contabilidad exige un nivel alto. Y tú… bueno, ya sabes…»
«Ya sé. Estoy vieja y tonta.»
«¡No digas eso! No es eso. Es que todo avanza muy rápido, hasta los jóvenes tienen dificultades.»
María Dolores se acercó a la ventana. Abajo, la vida seguía su curso. Todos tenían un propósito, un lugar.
«Está bien, Javier. Redactaré mi dimisión.»
«Mamá, no creas que te echamos…»
«Lo entiendo, hijo. Haces lo correcto para el negocio.»
«Te ayudaremos económicamente, ya lo sabes.»
«Lo sé. Gracias.»
Al marcharse Javier, María Dolores escribió la carta. Las letras le bailaban ante los ojos, las manos le temblaban. Cuatro años resumidos en unas líneas.
Esa noche, Lucía fue especialmente cariñosa.
«María Dolores, hice tu cocido favorito», dijo al poner la mesa.
«Gracias, cariño.»
«Javier me contó que dejarás el trabajo. Es sabio. Ahora tendrás tiempo para ti, para tus hobbies.»
«Sí, supongo.»
«Y quizá puedas cuidar de los nietos. Javier y yo queremos tener un bebé pronto.»
María Dolores alzó la vista. Nietos. Los había deseado siempre. Pero ahora sonaba a otro trabajo no remunerado.
«Al día siguiente, mientras el tren la llevaba lejos de la ciudad, María Dolores cerró los ojos y respiró hondo, decidida a escribir un nuevo capítulo en su vida.







