La nuera la despidió del trabajo
Nina Martínez iba sentada en el autobús mirando por la ventana las calles que tantas veces había recorrido. Cada mañana, el mismo trayecto al trabajo, las mismas paradas, las mismas caras de siempre. Solo que hoy era distinto. Hoy viajaba por última vez.
En el bolso llevaba la carta de dimisión. Una fórmula estándar, nada especial. Pero detrás de esas palabras se escondía una historia que aún ahora le costaba creer.
El autobús se detuvo frente al centro comercial donde estaba la oficina de la empresa de su hijo. La misma empresa en la que había trabajado como contable durante cuatro años. La misma empresa que Álvaro había fundado nada más terminar la universidad, con su ayuda y apoyo.
—Mamá, ¿estás segura? —le había preguntado Álvaro la noche anterior, cuando le enseñó la carta—. ¿No quieres pensártelo un poco más?
—Sí, hijo, estoy segura —respondió ella—. Será lo mejor para todos.
Pero ahora, subiendo las escaleras hacia la oficina, sentía cómo se le encogía el corazón. Cuatro años de vida, cuatro años de esfuerzo, cuatro años de orgullo por los éxitos de su hijo quedaban atrás.
Todo empezó el día que Álvaro llevó a casa a Lucía. Una chica guapa, inteligente, con un título en economía. A Nina le cayó bien desde el principio, contenta de que su hijo hubiera encontrado una buena compañera.
—Mamá, te presento a Lucía —dijo Álvaro, radiante de felicidad—. Mi prometida.
—Encantada, Nina —Lucía le tendió la mano con una sonrisa—. Álvaro me ha hablado mucho de ti.
Se casaron un año después. Una boda sencilla pero llena de cariño. Nina había preparado la comida, decorado el salón, trabajando sin parar. Quería que fuera un día inolvidable para ellos.
Después de la boda, Lucía se mudó con ellos. El piso era pequeño, de dos habitaciones, pero cabían todos. Nina siempre había soñado con una familia grande, con risas de niños corriendo por casa.
—Mamá, ¿qué te parece si Lucía trabaja con nosotros? —propuso Álvaro una noche en la cena—. Tiene estudios de economía, podría ayudarnos a hacer crecer la empresa.
—Claro —asintió Nina—. Cuantas más mentes brillantes, mejor.
Lucía empezó como responsable de ventas. Dinámica y ambiciosa, pronto destacó y los resultados mejoraron. La empresa crecía, llegaban nuevos clientes, los beneficios aumentaban.
—Nina, ¿podemos hablar? —le dijo Lucía un día, entrando en el despacho de contabilidad.
—Por supuesto, cariño. ¿Qué ocurre?
—He estado pensando que podríamos modernizar la contabilidad. Pasar todo a programas nuevos, automatizar procesos.
Nina asintió. Ella misma sabía que los métodos antiguos quedaban obsoletos.
—Tienes razón, Lucía. Pero a mi edad me cuesta aprender esos programas. Las manos ya no son lo mismo, la memoria falla.
—No te preocupes —sonrió Lucía—. Yo te ayudo. Lo resolveremos juntas.
Y así fue. Lucía le enseñaba, le explicaba, con paciencia. Nina se esforzaba al máximo, pero la informática se le resistía.
Álvaro también la animaba, elogiando su dedicación. Mientras, la empresa seguía creciendo. Más empleados, más espacio en la oficina, más papeleo.
—Mamá, ¿cómo lo llevas? —preguntaba su hijo—. ¿No es demasiado trabajo?
—Voy tirando, hijo. Aunque no voy a negar que cuesta.
Nina estaba agotada. Antes llevaba sola la contabilidad de una empresa pequeña, pero ahora los documentos se habían multiplicado. Se quedaba hasta tarde, se llevaba trabajo a casa.
—¿Y si contratamos a otro contable? —sugirió Álvaro.
—¿Para qué gastar más? —objetó Lucía—. Nina tiene experiencia, puede con ello. Solo necesita tiempo para adaptarse.
Pero Lucía empezó a hacer cada vez más correcciones. Un informe entregado tarde, un error en los cálculos, documentos mal tramitados.
—Nina, tienes que ser más cuidadosa —le decía—. De nuestro trabajo depende la imagen de la empresa.
—Lo siento, Lucía. Intentaré estar más pendiente.
Y lo intentaba. Revisaba cada cifra, trabajaba hasta altas horas. Pero los fallos seguían apareciendo. La edad pesaba.
—Álvaro, tenemos que hablar en serio —le dijo Lucía a su marido un día, sin saber que Nina escuchaba—.
—¿De qué?
—De tu madre. No puede con el volumen de trabajo. Errores constantes, retrasos. Está afectando a toda la empresa.
—No exageres, Lucía. Mamá se esfuerza mucho.
—Sí, pero no es eficiente. Álvaro, esto es un negocio. No podemos permitirnos empleados que no rinden, aunque sean familia.
Nina escuchó esas palabras y sintió un vacío en el pecho. “No rinde”. Así la describía ahora su nuera, a la que había querido como a una hija.
—Mamá, ¿cómo va el trabajo? —preguntó Álvaro al día siguiente.
—Bien, hijo. ¿Por?
—Nada, solo pregunto. Si necesitas ayuda, dímelo.
Nina asintió, pero no pidió ayuda. Sabía que Lucía tenía razón. El trabajo era demasiado para ella.
Llegaron inspecciones de Hacienda con observaciones graves. Lucía no dejaba pasar ninguna oportunidad para señalar los errores.
—Nina, nos han multado —le dijo una mañana—. Otra vez los impuestos mal calculados.
—Pero si lo revisé varias veces…
—Pues no lo suficiente. Esta es la tercera multa este mes.
Álvaro fruncía el ceño cada vez que veía los informes. Y Lucía ya no disimulaba su descontento.
—Álvaro, estamos perdiendo dinero —decía—. Multas, recargos, clientes molestos por los retrasos. Esto no puede seguir así.
—¿Qué propones?
—Contratar a un contable profesional. Joven, con energía, que conozca las normativas actuales.
—¿Y mamá?
—Mamá puede encargarse de la casa. A su edad es lo normal.
Nina, sentada en su despacho, pensaba en lo mucho que había cambiado todo. Antes se sentía útil, importante. La empresa era su logro tanto como el de su hijo. Ahora era una carga.
—Mamá, ¿puedo pasar? —Álvaro apareció en la puerta con cara de culpabilidad.
—Claro, hijo. Siéntate.
Se acomodó frente a ella y calló un buen rato.
—Mamá, necesito hablar contigo.
—Dime.
—La cosa está complicada. La empresa crece, los requisitos son más exigentes. Tal vez deberías… descansar un poco del trabajo.
Nina sonrió con tristeza.
—¿Quieres decir que me vaya?
—No es eso, solo… una pausa. Llevas tantos años trabajando, te mereces un respiro.
—Álvaro, dilo claro. Lucía cree que no doy la talla.
Su hijo bajó la mirada.
—No es por Lucía. La contabilidad exige un nivel alto. Y tú… bueno, tú misma lo ves.
—Ya. Estoy vieja y torpe.
—¡No es eso! Solo que los tiempos cambian muy rápido.
Nina se levantó y se acercó a la ventana. Ahí abajo, la vida seguía. Gente con prisas, con propósitos.
—Vale, Álvaro. Escribiré mi dimisión.
—Mamá, no pienses que te echamos…
—Lo entiendo, hijo. Haces lo que crees mejor para el negocio.
—Te ayudaremos económicamente.
—Lo sé. Gracias.
Álvaro se fue, y Nina se sentó a redactar la carta. Las letras se le borraban, las manos le temblaban. Cuatro años de trabajo resEl autobús se alejó mientras Nina cerraba los ojos, decidida a encontrar una nueva paz en el campo, lejos de una ciudad que ahora solo le recordaba lo que ya no era.