La madre llamó a otro hijo

—¡Pero qué dices, madre! —exclamó Elena, agarrando el respaldo de la silla—. ¿Cómo que no soy tu hija? ¡Si soy tu propia sangre!

—¡No me grites! —Ana María agitó la mano sin levantar la vista del periódico—. He dicho lo que he dicho. ¿Y tú quién eres para darme órdenes?

—Mamá, ¿qué estás haciendo? —Sergio, el marido de Elena, entró corriendo en la sala—. ¡Los vecinos ya están dando golpes en la pared!

—Que sigan golpeando —refunfuñó la anciana—. En mi casa digo lo que me da la gana.

Elena se dejó caer en el sofá, sintiendo que las piernas le flaqueaban. Todo había empezado por algo insignificante: le había pedido a su madre que no tirara los restos de la sopa para calentarlos al día siguiente. Pero la respuesta fue tan cruel que aún no podía creerlo.

—Mamá, ¿seguro que no es la tensión? —preguntó Elena con cuidado—. ¿Te has tomado las pastillas?

—¿Qué tiene que ver la tensión? —Ana María alzó la vista del periódico y la miró con ojos fríos—. Te lo he dicho claro: no eres mía. Nunca lo has sido.

Sergio intercambió una mirada con su mujer. En los treinta años que llevaba conociendo a su suegra, la había visto de muchos humores, pero nunca así.

—Ana María, ¿qué tal si llamamos al médico? —sugirió—. No pareces ser tú hoy.

—¡Estoy en mi sano juicio! —replicó la anciana—. ¡Estoy harta de fingir! ¡Ya basta de hacer como si fuéramos una familia feliz!

A Elena se le cortó la respiración. Un nudo le apretaba la garganta mientras una sola idea daba vueltas en su cabeza: ¿en serio su madre pensaba eso? ¿Habrá ocultado siempre que no la quería?

—Mamá, ¿pero qué estás diciendo? —su voz temblaba—. Yo siempre he estado aquí. Te cuidé cuando estabas enferma. Te ayudé con dinero, te traje la compra…

—¡Eso es! —Ana María se levantó de golpe y el periódico cayó al suelo—. Todo por pena. ¡Por obligación! ¿Para qué quiero yo esa caridad?

—¿Por pena? —Elena no daba crédito—. ¿Pero qué dices, madre? ¡Yo te quiero!

—¡No mientas! —la anciana se acercó a la ventana y miró al patio—. Nadie me quiere. Ni tú tampoco.

Sergio le cogió la mano a su mujer en silencio. Elena estaba pálida como la cera, temblando.

—Vamos a la cocina —susurró—. Déjala que se calme.

—No —Elena se levantó—. Madre, explícame qué pasa. ¿Por qué dices eso?

Ana María se giró lentamente. Una sonrisa extraña le cruzó el rostro.

—¿Qué hay que explicar? ¿Crees que no sé lo que dices de mí? Vieja, enferma, una carga para todos…

—¡Jamás he dicho eso!

—¡Venga ya! —la anciana agitó la mano—. Os he oído a ti y a tu marido. Cuchicheando en la cocina, pensando que no os escuchaba. Pero oigo muy bien, por cierto.

Sergio frunció el ceño. Intentaba recordar de qué habían hablado para alterarla tanto.

—¿De qué hablamos? —preguntó.

—¿No te acuerdas? —Ana María entrecerró los ojos—. De que había que meterme en una residencia. De que os estorbaba.

Elena dio un respingo. Era verdad: hacía un mes lo habían comentado, pero no para deshacerse de ella, sino por miedo. Ana María empezaba a olvidar la cocina encendida, a veces ni reconocía a la vecina de toda la vida.

—Madre, no queríamos mandarte a ningún sitio —intentó explicar Elena—. Solo nos preocupábamos…

—¡No me engañes! —la cortó la anciana—. ¡Lo he entendido todo! ¡Estoy harta de vuestra falsa preocupación!

—Ana María, sabe que la queremos —intervino Sergio—. Elena no se separó de usted cuando estuvo enferma. Se quedaba noches enteras.

—¡Por deber! —cortó la anciana—. ¡Porque es lo que toca! ¡Pero amor de verdad nunca he visto!

A Elena se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Cómo podía hablar así? Toda su vida había intentado ser una buena hija. Incluso cuando era difícil, incluso cuando sus propios hijos reclamaban atención, siempre encontraba tiempo para su madre.

—Madre, ¿por qué me haces esto? —su voz quebró—. ¿Qué mal te he hecho?

—¿Y qué bien? —la anciana volvió a sentarse—. Vives tu vida, vienes cuando hace falta, preguntas qué tal estoy por compromiso. ¿Y crees que eso basta?

—¡Pero si te llamo cada día! ¡Te compro la comida, llamo a los médicos!

—¡Todo por cumplir! —Ana María negó con la cabeza—. ¿Y tu corazón dónde está? ¿Cuándo viniste la última vez solo a tomar un café y hablar de verdad?

Elena lo pensó. Últimamente sus visitas eran trámites: comprar medicinas, recoger papeles, arreglar algo en casa.

—Madre, tengo mi familia, el trabajo…

—¡Exacto! —la interrumpió—. Tienes de todo, ¿y yo? ¡No tengo a nadie! Me paso los días encerrada, esperando que mi hija se digne a venir.

—¡Pues vente a casa! ¡Te lo hemos dicho mil veces!

—¿Para qué? ¿Para ser una carga? ¿Para que mis nietos me miren raro y mi yerno suspire?

Sergio intentó protestar, pero Ana María no le dejó.

—¿Te crees que no lo veo? Cuando vienes, corres para terminar y marcharte. ¡Como si cumplieras un castigo!

Elena se sentó en el sofá y se tapó la cara. En las palabras de su madre había verdad, y eso dolía más. Era cierto que a menudo iba con prisa, pensando en sus cosas.

—Intentaba ayudarte —dijo en voz baja.

—¡Ayudar! —Ana María resopló—. ¿Y hablarme como a una persona? ¿Preguntarme cómo estoy, qué siento? ¿Contarme tu vida?

—Ya te cuento…

—¿Qué me cuentas? Que hay mucho trabajo, que Lucía saca malas notas, que faltan euros. ¿Pero algo de ti? ¿Lo que te preocupa, lo que te alegra?

Elena levantó la mirada. Su madre la miraba con desesperación.

—Creí que no te interesaba…

—¿No me interesa? —la anciana se acercó—. ¡Siento hasta tu más mínimo gesto! Sé cuando estás triste o alegre. ¡Pero no compartes nada conmigo!

—No quería agobiarte.

—¿Para qué están las madres, entonces? —Ana María se sentó a su lado—. ¿Solo para darles de comer y curarlas?

Se hizo un silencio. Sergio se acercó a la ventana, sintiéndose fuera de lugar.

—¿Sabes qué me duele más? —dijo Ana María de pronto—. Que no me ves. Para ti solo soy una vieja a la que atender.

—No es verdad…

—¡Sí que lo es! ¿Cuándo me preguntaste por última vez qué pienso? ¿Qué quiero?

Elena se esforzó por recordar, pero solo venían conversaciones sobre la compra o las pastillas.

—Dime, madre, ¿qué quieres? —preguntó suavemente.

La anciana sonrió con amargura.

—Demasiado tarde. Había que preguntar antes.

—Más vale tarde que nunca.

Ana María miró por la ventana un momento.

—Quiero que me quieran de verdad. Quiero ser necesaria. Que mi h”Quiero que vengas porque me echas de menos, no porque sea tu obligación,” susurró Ana María, y al fin, madre e hija comprendieron que el amor, para florecer, necesita más que cuidados, necesita palabras sinceras y tiempo compartido.

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La madre llamó a otro hijo