OLIVIA: HISTORIA DE UNA NUERA NO ACEPTADA
Cuando Miguel llevó a su novia Olivia a casa, el aire se cargó de tensión. Su padre, Pablo, permanecía en silencio en un rincón, sin pronunciar palabra, como si su opinión no contara. En cambio, su madre, Ana María, no perdía oportunidad de lanzar preguntas tras preguntas. Observaba a Olivia con recelo, como si intentara descubrir en ella falsedad o algún defecto oculto.
Olivia no le cayó bien desde el principio. Pequeña, discreta, vestida con una sencillez casi infantil, más parecía una colegiala que una mujer. Las trenzas que llevaba solo acentuaban esa impresión. ¿Dónde estaba el manicura, el maquillaje, la elegancia? No, esa no era la nuera que ella había imaginado para su único hijo. La hija de los vecinos, Sofía, era radiante, elegante, con un padre director de una fábrica de quesos y una madre contable. Sofía siempre había coqueteado con Miguel. **Esa** sí habría sido una buena elección, no esta… ratoncilla gris.
Pero Miguel se mantuvo firme. Amaba a Olivia con locura. Cuando su madre lo apartó y comenzó a insistirle con Sofía, él la cortó en seco:
—Yo amo a Olivia. Ya hemos presentado los papeles. Basta, mamá.
La boda fue modesta, como Olivia quiso. Decía que era mejor ahorrar para el futuro. Ana María ardía de indignación, lo consideraba una humillación. Pero Miguel volvió a defender a su esposa.
Vivieron con los padres de él al principio. Ana María nunca dejaba de reprocharle algo a su nuera: la comida no tenía sal, no cuidaba bien a su hijo, la limpieza era descuidada. Miguel aguantó mucho, hasta que un día dijo:
—Nos mudamos.
Alquilaron un piso. El dinero escaseaba, la vida era dura, pero él trabajó sin descanso. Con el tiempo, empezaron a construir su propia casa. Mientras tanto, Olivia estudiaba magisterio, aunque su apoyo económico era escaso. Todo dependía de la terquedad de Miguel.
Olivia se esforzó, se graduó con matrícula de honor. Feliz, corrió a casa de su suegra, esperando que al fin la valorara. Pero Ana María solo gruñó:
—Estás acabando con mi hijo. No eras la correcta, Miguel. Con Sofía habrías sido más feliz.
Olivia se fue llorando. No se quejó con Miguel. Ya había sufrido suficiente dolor en su vida. Su padre las abandonó cuando su madre cayó en el alcohol. Y aunque su madre la quería, en sus borracheras se volvía violenta, irreconocible. Olivia pasó hambre, se escondió de desconocidos ebrios. Solo el amor de Miguel le dio refugio.
Armaron su hogar, llegaron los hijos. Primero fue maestra, luego subdirectora. Tuvieron dos varones, Javier y Mateo. La suegra adoraba a sus nietos, los cuidaba con alegría, pero seguía siendo fría con Olivia. Solo intercambiaban palabras mínimas: “hola” y “adiós”.
Los hijos crecieron, ingresaron en la academia de aviación en otra ciudad. Primero uno, luego el otro. La casa quedó vacía. Pablo murió en silencio, como había vivido. Ana María se quedó sola, pero ni siquiera entonces quiso visitar a Olivia. El hielo entre ellas persistió.
Olivia cumplió 45. Para su fiesta acudieron todos: los hijos con sus novias, amigos, vecinos. Hasta la suegra apareció, aunque se mantuvo al margen. En medio de la celebración, Olivia palideció, se sintió mal. Todos se alarmaron.
Al día siguiente, fue al médico. Regresó con una noticia que la dejó atónita: estaba embarazada. Se lo contó a Miguel por la noche. Él guardó silencio largo rato antes de decir:
—Es tarde, Olivia. Debemos… solucionarlo. La gente se reirá.
Ella asintió. Pero algo dentro de ella se quebró. Pasó la noche en vilo, consumida por el dolor. A la mañana, fue a casa de su suegra. Su propia madre ya no estaba, no tenía a nadie con quién hablar. Pensó: quizás un reproche duro la ayudaría a decidirse…
Ana María calló. Luego, de pronto, rompió a llorar. Le contó cómo Miguel nació débil, cómo lo cuidó noches enteras, temiendo perderlo. Olivia escuchó en silencio, hasta que, por primera vez, la abrazó. Y entonces, entre lágrimas, habló de su infancia, del alcohol de su madre, del miedo y el hambre.
Lloraron juntas durante una hora. Extrañas, pero en ese instante, más cercanas que nunca.
Esa misma tarde, Ana María llegó a su casa sin avisar.
—No he venido por ti, Miguel. He venido por Olivia —dijo.
Olivia estalló en llanto. Nadie la había llamado jamás “Olivia” con tanto cariño.
Se sentaron. Ana María le tomó la mano:
—No te atrevas a renunciar a ese niño. Lo tendremos. Aún hay tiempo. No eres mayor. Es una bendición. No a todo el mundo se le concede. Y a Miguel ya le hablaré yo.
Así lo decidieron. Y en su momento, nació una niña, Anita. Hermosa, con rizos dorados y pestañas largas. Cuando la pusieron en el pecho de su madre, Olivia rompió a llorar de felicidad.
Miguel y su madre las esperaban a la salida del hospital. Ana María vendió su viejo piso y se mudó cerca para ayudar con la niña. Iba cada día, puntual como un reloj. Ella y Olivia no solo se entendieron: se hicieron amigas. Pasaban horas en la cocina, compartiendo secretos, riendo.
Y por primera vez en su vida, Olivia tuvo una madre. No de sangre, pero de corazón. Cálida, que la abrazó cuando más lo necesitaba y le susurró: “No estás sola”. Y eso era lo más valioso que alguien podía darle en este mundo.







