La Heredera

**La Nieta**

Lucía se durmió cuando ya amanecía. Al abrir los ojos, la habitación estaba bañada en luz dorada y junto a la cama, Alejandro sonreía con esa calma que solo él poseía.

—Toda la noche te esperé. ¿Dónde estabas?

—Mi pequeña, ya ves que no me ha pasado nada. Arréglate, vamos a desayunar por ahí —dijo él, acariciándole el pelo.

Afuera, el aire olía a sal y verano.

—¿Quieres un helado? —Sin esperar respuesta, Alejandro se acercó al quiosco y le compró su favorito: mantecado en cucurucho.

—Estás de buen humor. ¿Ganaste en la primitiva? —preguntó Lucía, lamiendo la crema que se derretía.

—No. Tengo una idea. Y para hacerla realidad, necesito tu ayuda.

—Pero nunca me has llevado contigo. ¿Qué debo hacer?

—Nada. Solo tienes que estar ahí. Si no quieres, puedo solo.

—No, iré contigo —respondió ella demasiado rápido.

—Sabía que dirías que sí. Elige un vestido blanco —dijo él, condescendiente, como si le concediera un deseo.

—¿En serio? ¿Me lo estás pidiendo? —El helado casi se le cayó de la emoción.

Ninguna mujer había osado mencionarle matrimonio a Alejandro. Pero Lucía era diferente. Era su talismán, su buena suerte. Un año atrás, la rescató de tres maleantes en una estación de tren.

Lucía vivía con su madre en un pueblo costero. Tras la marcha de su padre, su madre se refugió en la botella. Empeoró cuando llevó a casa a un hombre que miraba a Lucía con ojos obscenos. Una noche, él intentó forzarla. Ella escapó, subió al primer cercanías y llegó a Barcelona.

Sin dinero, sin familia. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? Su fragilidad llamó la atención de un grupo de chulos que merodeaban la estación. Todo habría terminado mal si Alejandro no hubiera aparecido, ahuyentándolos a puñetazos. Desde entonces, estaban juntos.

Lucía se enamoró de él. Alto, fuerte, elegante, con una sonrisa que inspiraba confianza. A su lado se sentía segura, aunque él nunca ocultó que sus negocios no eran del todo legales. Pero a ella la mantenía lejos de todo eso.

Se sentaron en un banco del paseo marítimo. El helado se derretía bajo el sol, el cucurucho empapado goteaba sobre su vestido.

—¡Maldición! —Se levantó de un salto, alejando el helado para no mancharse más.

—Tíralo ya —dijo Alejandro, entrecerrando los ojos como un gato satisfecho.

Lucía lo arrojó a una papelera y se lamió los dedos. «Qué niña aún», pensó él con ternura.

—Es un buen golpe, pero hay que planearlo bien. No podemos fallar. Un novio con prometida inspira más confianza que un tipo solo.

—¿Prometida? —repitió Lucía, volviendo a sentarse.

—Tú eres la prometida. —Él la rodeó con un brazo, y ella se acurrucó contra él.

—Ayer descubrí a una vieja chiflada. No tiene a nadie. Su marido murió hace años, y su único hijo cayó en las misiones de paz. Ella lo olvida y cada noche espera que vuelva del trabajo. Lleva siempre un anillo de oro, nunca se lo quita. Apuesto a que guarda más joyas. Su marido no era cualquiera.

—¿Quieres robarle las joyas? —adivinó Lucía.

—No. Ella nos las dará. Iremos como su nieto y su prometida. ¿Entiendes? Tú debes hacer que quiera regalarte sus tesoros para la boda.

Alejandro tenía principios. Pero a Lucía le dio pena la anciana. Engañar a políticos era una cosa; a una vieja sola, otra. Dudó.

—Cómprate un vestido discreto, del gusto de una abuela —ordenó él, ignorando su silencio.

—¿Y si se da cuenta? ¿Si no te reconoce como su nieto?

—Su memoria flaquea, y hacía años que no veía a su hijo.

Dos días después, estaban ante la puerta de un piso viejo en el Eixample. Alejandro examinó a Lucía: vestido sencillo, pelo recogido. Perfecta. Él, como siempre, impecable.

—Habla poco, ¿vale?

Lucía asintió.

Alejandro pulsó el timbre. Tras la puerta, pasos arrastrados. Al abrirse, no había una arrugada anciana, sino una mujer menuda, vestida de luto, con el pelo gris recogido en un moño.

—¿Sí? —preguntó, entrecerrando los ojos.

—¿Es usted Doña Carmen Vargas? Esto le sonará raro, pero soy su nieto —dijo Alejandro con seriedad.

—No entiendo… Mi hijo nunca se casó. Debe haber un error.

—¿Podemos pasar? —Sonrió, y su sonrisa era imposible de resistir.

—Sí, claro. —Doña Carmen los dejó entrar.

Alejandro se detuvo ante una foto enmarcada: un joven con uniforme militar.

—Mi madre tiene otra, de cuando era cadete —mintió, volviéndose hacia ella.

—Aún no lo entiendo… —susurró la mujer.

—Soy de Zaragoza. Su hijo estudió allí, ¿verdad? Mi madre lo conoció antes de su graduación. Él se fue, y ella descubrió que estaba embarazada. Nunca supo cómo decírselo. Hasta ahora. Investigué y supe que mi padre… murió como un héroe.

Doña Carmen gimió y se dejó caer en una silla, las lágrimas nublándole la vista.

—Antoñito, hijo mío…

—Me pusieron su nombre.

Lucía observaba a Alejandro. Mentía con tanta convicción que hasta ella casi creyó su historia. Doña Carmen, bajo su encanto, trajo un álbum de fotos.

Lucía contuvo las lágrimas. ¡Ojalá tuviera una familia así! Notó que Alejandro apenas miraba las fotos. Claro, era una farsa. Él no había venido a recordar, sino a estafar.

De pronto, supo que no quería seguir. Todo en ella se rebeló. Alejandro leyó su mirada.

—Ay, qué desconsiderados somos. ¿Dónde está su equipaje?

—En el hostal. Solo estamos unos días —dijo Alejandro-Antonio.

—¿Mi nieto en un hostal? ¡No! Quédense aquí —insistió Doña Carmen.

—Tengo trabajo, abuela. Y pronto, la boda. ¿Vendrá?

—Qué pena que Antoñito no lo sepa… ¿Y tu madre?

—Se casó, pero se divorció. Ella creyó que la abandonó. —Alejandro insinuó que el hijo fue imperfecto, pero él, el nieto, merecía amor.

—Claro, claro. —Doña Carmen se levantó.— Voy a poner el café.

—Trajimos pastas y turrón —dijo Lucía, mostrando las bolsas.

—No, descansen ustedes.

—No la compadezcas —susurró Alejandro cuando se fue—. Es solo trabajo. ¿Viste el anillo? Tu trabajo es que nos muestre el resto. ¿Entiendes?

Asintió.

Bebieron café. Doña Carmen habló de su dolor, preguntó por su hijo. Alejandro improvisaba. Ella se alegraba de tener un nieto, lamentaba que su hijo no lo supiera…

—¿Usted fue maestra? —preguntó Lucía de pronto.

—Sí. Cuarenta años enseñando lengua. —Doña Carmen se animó.

—Me recuerda a mi profesora. Ella también llevaba siempre un anillo verde. Y a veces, un broche redondo con una piedra azul.

—Este anillo me—El anillo fue de mi marido —dijo Doña Carmen, levantándose con esfuerzo—, pero el broche… —y desapareció en el pasillo, regresando con una joya antigua que brilló en las manos ávidas de Alejandro mientras Lucía, mirando su reflejo en el espejo junto a la puerta, supo que nunca más podría escapar de sí misma.

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