La hermana de mi esposo siempre recurría a frases ambiguas. Cuando decía «Qué bien estaría llevar a los niños a ver esa película nueva», en realidad quería que mi marido dejara todo y llevara a sus sobrinos al cine. Y si soltaba «Qué buen día hace, y vosotros aquí en casa», era su manera de pedir que los lleváramos al parque de atracciones, por supuesto, pagando nosotros.
Jamás he sido buena entendiendo indirectas. Cuando se volvían demasiado obvias, simplemente fingía no darme cuenta. Si quieres algo, dilo claro. Y no te hagas la víctima. Mi esposo, en cambio, siempre caía enseguida en lo que su hermana deseaba.
Quiere mucho a sus sobrinos. Demasiado, a mi parecer. Entiendo que Marina quiera que sus hijos disfruten de actividades distintas, pero eso es responsabilidad de los padres. Los abuelos, tíos o tías no tienen por qué encargarse.
Claro, de vez en cuando no está mal hacer un detalle a los niños de la familia. Pero no es una obligación. Hace poco fue el santo de nuestro sobrino, Adrián. Su cumpleaños ya había pasado y le habíamos regalado una bicicleta bastante buena. Aun así, Marina volvió a insinuar, como siempre. Al parecer, una bici de calidad no era suficiente. Aunque nos costó un buen pico. Ella pensó que estaría bien llevarlo un fin de semana a París. Y ella también, claro, porque un niño no puede viajar solo.
En su lenguaje de indirectas, fue así: «Adrianito siempre ha soñado con conocer Francia». Pero la traducción llegó el día del santo, cuando su hermano le entregó una tarta en lugar de un billete de tren. Yo no estuve en la celebración, estaba trabajando. Mi marido fue solo. Regaló al niño unos cojines que formaban su nombre con letras. Buscamos mucho por internet algo especial para esa fecha. Normalmente, en casa de Adrián no se celebraba el santo.
Cada año, las exigencias de Marina aumentaban. Ya me tenía harta. Pero mi esposo adoraba a sus sobrinos, y no podía hacer nada. Siempre quiso tener hijos propios, pero no llegaban. Así que volcó su cariño en los niños de su hermana. A ella le bastaba pedirles que pusieran caritas de pena y suplicaran con voz melosa. Y mi marido corría a cumplir sus deseos. Yo lo veía claramente, pero él no creía que su hermana fuera capaz de manipular así a los niños. Hasta que, de pronto, me quedé embarazada.
Se lo dije enseguida. Se puso como loco de alegría, casi bailando alrededor de mi vientre. Cuando Marina pidió el viaje, mi esposo, por fin, le dijo que no y le anunció que pronto tendríamos nuestro propio hijo. Su hermana se enfadó y le echó de su casa. Luego me llamó, furiosa. Preguntó cómo me atrevía a quedarme embarazada. Me acusó de hacerlo a propósito para que sus hijos sufrieran. No quise escuchar más y colgué.
Después, los sobrinos aparecieron con unas postales hechas a mano. Decían: «Tío, por favor, no nos abandones» y «¿Para qué quieres hijos si ya nos tienes a nosotros?». Lo esperaron a la salida del trabajo. Me pregunto quién les habría metido esa idea en la cabeza. Difícilmente se les habría ocurrido solos. Pero Marina se equivocó, porque el efecto fue el contrario.
Mi marido llegó a casa con las postales y se reprochó su propia estupidez todos aquellos años.
—¡Soy un auténtico idiota! «Tío, se nos rompió el microondas, y después del cole no podemos calentar la comida. Mamá no tiene dinero para uno nuevo, cómpranos uno, por favor» —imitó con sarcasmo—. ¡Siempre hacía lo mismo! Les decía qué pedir, y ellos venían lloriqueando. Y yo caía. ¡Qué tonto fui!
Cambió de actitud de golpe. Antes ayudaba a Marina en todo, incluso dándole hasta el último euro para sus hijos. Ahora se sentó y apuntó en un cuaderno todo lo que había gastado.
Tras todo esto, Marina tuvo la desfachatez de venir a nuestra casa.
—Como vais a tener vuestro bebé, ¿no me harías un último favor, hermanito? Prometo no volver a pedirte nada. Necesito un coche para llevar a los niños —dijo nada más entrar.
En vez de contestar, mi esposo le puso frente a sus narices sus cuentas y le exigió que devolviera todo el dinero. Le dio seis meses. Y la echó a la calle.
—Vete. Y búscate un trabajo —le dijo al cerrarle la puerta.
Las amigas de Marina ahora no paran de escribirme en redes sociales. Me culpan de dejar a sus hijos sin comida y sin figura masculina. Las mando a paseo. Marina vive bastante bien: mi marido renunció a la herencia de sus padres, así que ella se quedó con todo, incluido el piso. Y su exmarido le dejó otro apartamento para los niños. Así que vive en uno, alquila el otro y aún cobra la pensión.
No creo que vaya a pasar hambre. Y nosotros tampoco lo haremos.