La cuñada cree que somos responsables de mimar a sus hijos.

La hermana de mi esposo cree que somos nosotros quienes debemos consentir a sus hijos.

Mi cuñada suele emplear frases vagas como pinceladas en el aire. Cuando dice: “Habría que llevar a los niños a ver esa película nueva”, en realidad exige que mi marido salga disparado al cine con sus sobrinos. Y si suelta: “Qué buen día hace, y vosotros encerrados en casa”, lo que quiere es que nos llevemos a los críos al parque de atracciones. Claro, pagando nosotros.

Yo jamás capto indirectas. Y cuando se vuelven descaradas, finjo no entender. Si quieres algo, pídelo claro. Sin teatros. Pero mi marido salta al primer susurro de su hermana.

Él adora a sus sobrinos. Los mima demasiado, bajo mi criterio. Comprendo los sentimientos de Marina, su deseo de que sus hijos vivan experiencias distintas. Pero creo que el ocio de los niños es responsabilidad de sus padres, no de tíos ni abuelos.

Sí, está bien hacer favores. Son familia. Pero no es una obligación. Hace poco fue el santo de mi sobrino, Dani. Ya le habíamos regalado una bicicleta cara por su cumpleaños. Pero Marina, como siempre, soltó indirectas: “Dani sueña con conocer Europa”. Traducción: quería viajar con él, porque “un niño no puede ir solo”.

Mi marido le entregó un pastel en lugar del billete. Yo trabajaba ese día. Él llevó un regalo absurdo: almohadas que formaban el nombre del niño. Algo raro, pues en su casa no solían celebrar santos.

Los caprichos de Marina crecen cada año. A mí me hastía, pero mi marido, cegado por el cariño, no veía cómo su hermana manipulaba a los niños. Él siempre quiso ser padre, pero no llegaba. Y así, los sobrinos llenaban ese vacío. Basta con que Marina los enviara, con voces dulces y miradas tiernas, para que él corriera a cumplir sus deseos. Yo lo veía, él no.

Hasta que me quedé embarazada.

Mi esposo estalló de alegría, casi bailando alrededor de mi vientre. Cuando Marina pidió otro viaje, él se negó por primera vez: “Pronto tendré mi propio hijo”. Ella montó en cólera, me llamó para gritarme: “¿Cómo te atreves? ¡Lo haces para que mis hijos sufran!”. Colgué sin responder.

Luego llegaron los sobrinos con dibujos: “Tío, no nos abandones” y “¿Para qué quieres hijos si ya nos tienes a nosotros?”. Lo esperaron a la salida del trabajo. Desde luego, alguien les dio la idea.

Mi marido volvió con los dibujos, furioso consigo mismo.

—¡Soy un imbécil! —gritó—. “Tío, se rompió el microondas, mamá no tiene dinero…”. ¡Siempre igual! Ella les decía qué pedir, y yo caía. ¡Qué estúpido!

Cambió de actitud de golpe. Antes daba hasta su último euro. Ahora anotó cada gasto en un cuaderno.

Marina, insolente, vino a pedir “un último favor”:

—Como tendréis vuestro bebé… ¿me regalas un coche? Prometo no volver.

Él le entregó sus cuentas: —Devuélveme todo en seis meses. Y la echó.

—Vete. Ya encontrarás trabajo.

Sus amigas ahora me acosan por redes: “¡Los niños pasarán hambre por tu culpa!”. Las mando a paseo. Marina tiene dos pisos (uno heredado, otro de su ex), alquila uno y cobra la pensión. No morirá de hambre.

Nosotros, mientras, seguimos bien.

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La cuñada cree que somos responsables de mimar a sus hijos.