Era una noche inesperada. Mi mujer, Antonia, y yo nos encontrábamos en la cocina cuando todo comenzó. Ella sostenía el teléfono con una sonrisa nerviosa. Yo, por mi parte, estaba sentado a la mesa, golpeando los dedos sobre la madera mientras murmuraba algo entre dientes.
—¿Qué esperas, Antonia?— pregunté con cierta desesperación—. ¿Quién diablos es?
—Es Carlota—respondió, y en su voz noté un alivio mezclado con preocupación.
Eso no auguraba nada bueno. Carlota, nuestra hija, apenas había hablado con nosotros en los últimos meses. La última pelea había sido brutal, y desde entonces, nos limitábamos a simples cumplidos por WhatsApp.
La llamada duró unos minutos, y cuando colgó, me miró fijamente dando un suspiro.
—Nos visitará esta noche—dijo con una sonrisa pequeña, como si ya estuviera preparada para lo peor.
—¿Con quién?— pregunté, levantando una ceja.
—Con su nuevo marido, Víctor, y su hija Clara.
—¿¡Qué?!— Me levanté de un salto—. ¡Eso no puede ser posible! ¿Desde cuándo no te comunicas y ya estás casada? ¿Por qué no nos avisaste?
Antonia no respondió. Solo me dedicó una mirada apacible que, de alguna manera, me aclaró: los planes ya estaban hechos.
Cuando llamaron a la puerta por primera vez, no pude evitar un gesto de fastidio. Era Lucía, una vecina que, aunque mayor que nosotros, siempre se metía en todo. Llevaba una cesta con sobras de alguna cena anterior y mirándome con ojos perspicaces, me hizo una pregunta directa:
—¿Cuánta familia vais a tener esta noche, Víctor?
—¿¡Qué pregunta es esa?!— respondí en un tono más fuerte del deseado.
—Ya veo…— murmuró, con un guiño divertido—. Entonces, ¿os apetece que pase por aquí mi sobrino Miguel? Acaba de llegar de Córdoba y aún no ha conocido a nadie del barrio.
Antonia intervino antes de que yo pudiera negarme.
—Pásenlo, por favor—dijo con una sonrisa—. Mientras más, mejor.
El anochecer apenas comenzaba cuando empezaron a llegar los invitados. Carlota apareció con un hombre al que jamás había visto y una niña de cabello rubio y sonrisa traviesa. El tío Vicente, por su parte, llegó con su esposa Marisa y su hijo Alejandro. Lucía, por supuesto, apareció con su sobrino Miguel, un hombre callado y serio que parecía un poco perdido entre tanta familiaridad.
Todo el mundo se saludó como si llevaran años sin verse, pero la tensión seguía allí. Vicente, quien había roto su vida con nosotros hace quince años para seguir trabajando en la construcción, llevaba en su mirada un remordimiento que adivinaba como el de un hombre que intenta hacer las paces demasiado tarde. Carlota, por su parte, evitaba mirarme a los ojos, consciente de que desde那次 pelea, la confianza entre nosotros se había roto.
A pesar de ello, el ambiente se fue calentando con cada plato servido. Miguel sorprendió a todos al contarnos que, tras una trayectoria en el ejército, quería empezar una tienda de repuestos para motocicletas. Vicente, con su experiencia en construcciones, se interesó inmediatamente por los detalles, y Clara—la hija de Carlota—se emocionó al saber que podría ayudar en la decoración del local.
Yo, como siempre, me quedé en segundo plano. Mi papel no era el de mediador, sino el de observador. Y eso fue precisamente lo que hice. De repente, vi a Antonia hablar con Vicente y luego con Miguel, como si en sus ojos hubiera una chispa de ilusión. Vi a Carlota y a su marido dar la mano a su niña con orgullo. Vi a Lucía reírse de alguna anécdota de su sobrino y a Vicente y a Miguel discutir ideas para una nueva fábrica.
Cuando por fin todos se fueron a sus casas, una calma extraña se apoderó del aire. Antonia y yo nos quedamos solos en el salón, con la música suave de un vals que nos recordó nuestra boda. Ella me miró y dijo algo que me dejó pensativo:
—Tú lo sabías, ¿verdad, Víctor? —me preguntó con una sonrisa—. Que había un hilo invisible uniendo a todo esto.
No respondí. Solo la abracé. En ese momento comprendí que la vida a veces tiene su propia manera de arreglar cosas. No por chantaje, ni por repetición. Solo por casualidad. Y de esa casualidad, a veces, nacen nuevas familias. Y nuevas esperanzas.