Hace un año que los Gómez compraron la casa de campo. A Fernando, después de los cincuenta años, le entraron unas ganas enormes de tener una. Además, su infancia en el pueblo le recordaba la casa de sus padres y la huerta.
La casa, aunque pequeña, estaba bien cuidada. Pintaron la casita de madera, arreglaron la cerca y reemplazaron la puerta.
Había suficiente terreno para las patatas y otras pequeñas plantaciones, pero el jardín no era gran cosa: pocos árboles y todos viejos, ni un arbusto, solo una pequeña zona de frambuesas.
– No te preocupes, cariño, ya nos iremos organizando, todo a su tiempo – dijo Fernando al ponerse manos a la obra.
María paseaba entre los surcos de las plantas, asintiendo con su marido.
Por un lado, los vecinos eran buenos, aunque venían rara vez, siempre vigilaban la casa. Pero del otro lado, aquella casa estaba completamente descuidada. La sobra florescía por todas partes.
Esa hierba era la pesadilla de los Gómez todo el verano.
– Fer, esto es imposible, la maleza se cuela en nuestra huerta, en cualquier momento invadirá todo el terreno.
Fernando tomaba el azadón y rápidamente se lanzaba contra la hierba, pero siempre encontraba algún túnel por donde colarse.
– María, los perales de al lado tienen buena pinta – Fernando se dio cuenta del huerto vecino, lleno de malas hierbas.
– Mira qué albaricoquero más cargado tienen – señaló María un árbol cuyas ramas se asomaban a su terreno.
– Me gustaría conocer a los dueños aunque sea solo una vez – comentó con tono melancólico Fernando – quizás vengan al menos a recoger la cosecha.
Desde la primavera, no pudo resistirse y echó agua con la manguera sobre los árboles del vecino; daba pena verlos secarse bajo el sol.
Y ahora, aquella mala hierba sin solución.
– Podrían cortarla al menos una vez en el verano, – se quejaba María.
En la siguiente visita, los Gómez se quedaron pasmados al ver la cosecha de albaricoques. En Castilla ya no sorprende encontrar albaricoques, pero en una casa de campo abandonada…
– No, al final voy a cortar esa hierba – dijo Fernando – no soporto ver la casa sofocada por ella.
– Fer, mira – María señaló las ramas del albaricoquero que se proyectaban directamente hacia su huerta.
Fernando trajo una escalera pequeña. – Vamos a recoger estos frutos, que se perderán y por aquí no se ha presentado nadie.
– Ay, pero es de otros… – dijo María con inquietud.
– Igual se echarán a perder – y comenzó a recoger las frutas maduras.
– Quizás podríamos coger unas frambuesas para los nietos – sugirió su esposa – ya que has cortado la hierba, considerémoslo un intercambio.
– Es que parece que aquí nadie se preocupa por la casa, está abandonada junto a la nuestra como un orfanato español engullido por el olvido.
En el trabajo, Fernando se detuvo en un momento libre para charlar con los compañeros. Los conductores estaban en corro, compartiendo historias.
– En mi casa de campo se ha metido alguien y ya me han sacudido un par de árboles – decía Juan Pérez, que pronto se jubilaría.
Fernando sudó frío al recordar que él y su esposa habían recogido albaricoques hace poco, y que la pera prometía una buena cosecha también.
– ¿Y dónde tienes la casa de campo? – se atrevió a preguntar Fernando, con miedo a la respuesta.
– Por abajo, en la sociedad hortícola de los álamos.
– Ah, ya entiendo. Bueno, la nuestra está en el lado de arriba.
– Entonces la vuestra madura antes – dijo Juan con conocimiento – en la mía ya me han arrancado varios matojos de patatas, dan ganas de poner un cepo.
– Lo del cepo es peligroso – advirtieron los demás – te la puedes jugar.
– Pero robar sí está bien, ¿no? – se enfureció Juan Pérez.
Fernando volvió a casa en un estado de agitación, el intercambio de palabras lo tenía inquieto. Aunque la casa de los albaricoques no era del compañero, la moral le pesaba.
De niño, alguna vez corrió por huertos ajenos, eso era travesura de críos. Pero ahora, esto era diferente, se llevaron parte de la cosecha. Y ya miraban con interés el peral.
Fernando plantó e injertó árbolitos, pero aquellos albaricoques… daba pena que se echaran a perder.
– Nadie vendrá – María lo tranquilizaba – si no han venido en todo el año, no creo que vengan.
– Me siento como si hubiera robado – se inquietaba Fernando.
– Si quieres, tiro los albaricoques – ofreció María – aunque ya le he dado la mitad a los niños.
– Déjalo, ya está hecho.
Así los Gómez se cansaron durante todo el verano librando la casa de campo de la ajena maleza. Miraban el peral, esperando a los propietarios. Y cuando las frutas cayeron al suelo, María recogió unas pocas en su delantal.
En otoño, después de ordenar su casita, miraron al jardín de al lado. Y parecía que hasta la cerca tenía una aire desolado, como si pidiera ser enderezada. Junto a la puerta había una pila de escombros, restos de alguna estructura, ya desmontada. Tablas podridas, vidrio, trapos… pero incluso cerca del caos, las flores otoñales luchaban por salir.
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Durante el invierno, recordando el verano, Fernando echaba de menos la casa de campo.
Y con la primavera, tan pronto como salió la hierba verde, volvieron a mirar la parcela.
– Me pregunto si este año vendrán los dueños – planteó María, refiriéndose al jardín abandonado.
Fernando suspiró con pesar. – Da pena la tierra, los árboles.
Cuando llegó el momento de arar, llamó a alguien del anuncio, mostrándole la faena.
Y no paraba de mirar la parcela vecina. La hierba alta la quitaron con María, pero sería bueno arar también esa…
– Oye, amigo, ¿qué tal si aramos también el terreno vecino, yo pago – pidió Fernando.
– Fer, ¿qué haces? – preguntó María – esa casa es ajena.
– No puedo ver el campo así…
– ¿Y planeas seguir cuidando la casa de otros? – planteó María.
– Déjalo, después de almorzar iremos a la sociedad a averiguar de quién es esa propiedad; estoy harto de esas hierbas y el jardín me da pena…
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En la oficina de la sociedad de campo, una mujer con gafas en el extremo de la nariz miraba un registro escrito a mano. – ¿Me repites la dirección? – Calle Castaño 45.
– Sí, esa es – confirmó María. – Al menos que retiren la hierba y recojan las frutas, da pena ver ese jardín sin que nadie lo cuide.
– Ya no – dijo la mujer – los propietarios renunciaron a ella; ahora pertenece al municipio.
– ¿Entonces quedó sin dueño? – preguntó Fernando.
– Eso parece. Los dueños eran mayores, fallecieron. El pariente más cercano era un sobrino que directamente la rechazó, no tiene tiempo – la mujer miró a los Gómez – ¿quieren adquirirla?
– ¿Qué adquirir? ¿La casa de campo?
– Sí. Pueden comprarla, no les costará mucho. Los papeles están en orden.
– ¿Qué dices, María, la compramos si es legal?
– ¿Podremos manejarlo?
– La acondicionaremos y se la daremos a los niños para que lleven a los nietos.
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– Sí que nos metimos en un lío, como el que compra cerdos – comentó María entre risas al regresar.
– Digamos que hemos adoptado la casita, ahora es nuestra – dijo Fernando.
– Bueno, iré a sacar la basura; por suerte, tenemos el remolque. Limpiaré los restos de hierbas, liberaremos el jardín y luego cambiaré la cerca.
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Durante el verano, Fernando admiraba las copas de los árboles y las flores que María había plantado. El suelo en la antigua propiedad vecina parecía respirar, extendiéndose hacia el sol y absorbiendo gotas de lluvia.
– Mira, nuestra huérfana se está animando – decía feliz Fernando.
El fin de semana llegaron los hijos: su hija Sofía, su yerno Manuel y los nietos. Los mayores, Juan y Luis, corrían hacia el coche, mientras que la pequeña Clara se quedó asombrada junto a las flores; su abuelo Fernando la fotografió allí.
– Me gusta – dijo Manuel extendiendo la manguera para regar las patatas. – Podrías plantar grosellas también – comentó.
– Eso para el año siguiente – dijo Fernando. – Dejemos sitio para que los niños jueguen.
– Les compraré una piscina – prometió Manuel, mirando la cerca. – Bueno, ¿nos ponemos a cambiar la cerca?
– La cambiamos – aceptó Fernando – la casa ya es nuestra. Parece que nos prefería, ahora ha revivido… y este año tendremos muchas frambuesas.