La carta que nunca llegó La abuela llevaba mucho rato sentada junto a la ventana, aunque fuera apenas había nada que ver. En el patio anochecía temprano; la farola bajo su ventana se encendía y apagaba perezosa. Sobre la nieve se marcaban las huellas sueltas de perros y personas, a lo lejos la portera arrastraba la pala, y otra vez todo quedaba en silencio. En el alféizar reposaban unas gafas de montura fina y un viejo móvil con la pantalla agrietada. El móvil a veces vibraba brevemente cuando caían fotos o audios en el chat familiar, pero hoy estaba callado. En el piso reinaba el silencio. Los segundos del reloj de la pared sonaban más altos de lo deseable. Se levantó, fue a la cocina y encendió la luz. La bombilla, en el techo, formó un círculo amarillento y débil. Sobre la mesa había un bol con varéniki fríos, tapados por un plato. Los había cocido por la tarde, por si acaso venía alguien. Pero nadie asomó. Se sentó a la mesa, cogió un varénik, le dio un mordisco y enseguida lo apartó. La masa, tras el día, se había puesto correosa. Se podía comer, pero no daba alegría. Se sirvió un té de la vieja tetera esmaltada, escuchó el agua al caer en el vaso y, para su sorpresa, suspiró en voz alta. Un suspiro tan pesado, como si algo se le descolgara del pecho y se sentara a su lado en el taburete. ¿Por qué me quejo? —pensó—. Están todos sanos, gracias a Dios. Tengo techo. Y sin embargo… Sin embargo, le vinieron a la cabeza fragmentos de conversaciones recientes. La voz de su hija, tensa como cuerda: —Mamá, no puedo seguir así con él. Otra vez ha… La voz de su yerno, con un matiz burlón: —¿Que te se está quejando? Dile que la vida no es como a ella le gustaría. Y su nieto Santi, lanzando un “vale” cortante por teléfono cada vez que le preguntaba cómo le iba. Esos “vale” eran lo que más dolía. Antes podía pasarse horas contándole del cole, de los amigos. Ahora, claro, se había hecho mayor. Pero, aun así… No discutían fuerte delante de ella, ni daban portazos. Pero entre las palabras había una especie de muro invisible. Pequeños roces, silencios, rencores que nadie confesaba. Y ella entre dos orillas, con la hija, con el yerno, procurando no decir de más. A veces sentía que la culpa era suya, por no haber criado bien, por no haber aconsejado o callado a tiempo. Dio un sorbo al té, hizo una mueca, se había quemado, y recordó de golpe, cuando Santi era pequeño, escribiendo una carta a los Reyes Magos con él. Él trazaba letras torcidas: “Por favor, que me traigan un mecano… y que mamá y papá no discutan”. Entonces ella se reía, le acariciaba la cabeza y le decía que los Reyes lo escucharían. Ahora ese recuerdo le daba vergüenza, como si entonces hubiera engañado al niño. Mamá y papá nunca dejaron de discutir; solo aprendieron a hacerlo bajito. Corrió el vaso a un lado, limpió la mesa con una servilleta aunque ya estaba limpia. Luego fue al salón y encendió la lámpara de mesa. La luz cayó sobre el viejo escritorio donde casi nunca escribía ya a mano; casi todo en el móvil: mensajes, emoticonos, audios. Pero el boli seguía en un vaso de lápices, al lado de una libreta cuadrículada. Se quedó mirando todo eso y de pronto pensó: ¿Y si…? Era una idea absurda, infantil, pero le calentó el pecho. Escribir una carta. De verdad, en papel. No para pedir un regalo. Solo por pedir. No a personas, que cada uno tiene su guerra, sino a alguien que, en teoría, no debe nada a nadie. Se rió para sí. Una vieja que se ha vuelto loca y le escribe a un mago. Pero la mano ya iba a la libreta. Se sentó, se ajustó las gafas, cogió el boli. En la primera hoja había otras notas, pasó la página, buscó un folio en blanco. Dudó un segundo, y escribió: “Queridos Reyes Magos”. La mano tembló. Le daba apuro, como si alguien le estuviera leyendo por encima del hombro. Echó un vistazo a la habitación vacía, la cama hecha, el armario cerrado. Nadie. —Pues ya está, —se dijo en voz baja, y siguió: “Sé que vosotros sois para los niños, y yo ya soy mayor. No os voy a pedir abrigo, tele ni nada de eso. Tengo lo que me toca. Solo quiero una cosa: por favor, que en la familia haya paz. Que mi hija y mi yerno no discutan, que mi nieto no se quede callado como un extraño. Que podamos sentarnos juntos a la mesa sin miedo de decir algo que moleste. Sé que las personas son como son, que no es cosa vuestra. Pero tal vez podéis echar una mano, aunque sea un poco. Quizá no debería pediros esto, pero igual lo hago. Si podéis, haced que nos escuchemos”. Firmado: la abuela Nines. Leyó lo escrito. Las palabras le parecieron infantiles, torcidas, como garabatos de niño. Pero no tachó nada. Se sintió más ligera, como si por fin hubiera dicho algo en vez de tragárselo al vacío. El papel crujía bajo los dedos. Lo dobló con cuidado y se quedó mirando la hoja doblada, sin saber qué hacer con ella después. ¿Echarla por la ventana? ¿Al buzón? Qué rídiculo. Fue al pasillo a por el bolso. Recordó que mañana tenía que ir a la compra y a Correos, pagar la comunidad. Pues lo tiro ahí, a ver si hay urna de Reyes Magos —decidió—. Ahora se ven en todos lados. Así no parecía tan ridículo; no sería la única. Guardó la carta en el bolsillo junto con el DNI y los recibos, y apagó la luz. En el piso seguía el tictac del reloj. Se acostó, dio vueltas un rato, escuchó el silencio y por fin se durmió. A la mañana siguiente salió antes de lo habitual para aprovechar la mañana. La calle estaba resbaladiza, la nieve crujía bajo los pies. Junto al portal la vecina paseaba el perro, la saludó, preguntó por la salud. Intercambiaron un par de frases y Nines siguió, apretando el asa del bolso. En Correos había cola. Se puso al final, sacó los recibos y la carta aún doblada. No vio ninguna urna de Reyes. Solo buzones normales y una vitrina con sobres y sellos. Se sintió perdida. Menuda tontería me he montado, pensó. Podría tirarla a la basura, pero le daba cosa. La metió de nuevo en el bolsillo, pagó los recibos y salió. Junto a Correos había un puesto de juguetes y espumillón; colgaba de él una caja de cartón con el cartel: “Cartas a los Reyes Magos”. Pero estaba vacía y la vendedora la desmontaba ya. —Ya no recoge, —dijo la mujer viendo su mirada—. Ayer era el último día. Ya van tarde, no llega a tiempo. Nines asintió, aunque no es que tuviera prisa. Dio las gracias y se fue. La carta siguió en el bolso, un pequeño bulto tibio que no apetecía tirar, pero tampoco recordar. Al llegar a casa, dejó el abrigo en el perchero, el bolso en el taburete para ordenar la compra más tarde. El móvil vibró discretamente en el abrigo. Un mensaje de su hija. “Mamá, hola. ¿Te viene bien si vamos a verte el finde? Santi pregunta por unos libros de historia antiguos”. Sintió un nudo que se aflojaba en el pecho. Así que van a venir. Así que no está todo tan mal. Tecleó: “Por supuesto, venid, os espero”. Luego fue a la cocina, guardó la compra, puso caldo a hervir. La carta quedó en el bolsillo del bolso olvidado en el taburete. El sábado por la tarde sonaron pasos en el rellano, la puerta de la entrada. Nines miró por la mirilla y vio las siluetas conocidas. La hija con una bolsa, el yerno con una caja, Santi con la mochila. Había crecido casi hasta el marco de la puerta, delgado, con el pelo sobresaliendo de la gorra. —Abuela, hola —dijo, entrando el primero y dándole un beso en la mejilla, bastante torpe. —Pasad, pasad, que os he preparado zapatillas. En el recibidor de pronto todo era caras, abrigos, voces, olor a calle, nieve y algo dulce de la bolsa. El yerno se quejaba del ascensor, la hija decía que al día siguiente iban a casa de los padres de él, y Nines asentía: sí, sí, lo recuerdo. Ya en la cocina, se sentaron algo distantes. El yerno junto a la ventana, la hija a su lado, Santi frente a la abuela. Sirvieron el caldo en silencio, sólo las cucharas sonaban. Luego hablaron, insulsamente, de trabajo, del tráfico, de precios. Bajo las palabras, seguía la corriente oculta de siempre. —Santi, tú querías preguntar algo de historia, ¿no? —dijo la hija cuando terminaron. —Ah, sí —despertó de repente—. Abuela, ¿tienes algún libro de historia sobre la guerra? El profe dice que miremos algo extra. —Claro, en la estantería tengo toda una colección. Ven, que te enseño. Fueron al salón. Nines encendió la lámpara, se subió a buscar en lo alto los libros de tapas desgastadas. —Mira, aquí hay de todo: sobre el cerco de Leningrado, los partisanos… Tú dime. —No sé, algo que no sea un tostón. Él estaba junto a ella, inclinando la cabeza, y Nines vio en él al niño que se sentaba en sus rodillas y hacía preguntas sin parar. Ahora callaba, pero brillaba el interés en sus ojos. —Llévate este —le pasó un tomo con la portada desgastada—. Está bien escrito, yo lo leía de joven. Tardaron un rato en encontrar lo que buscaba; Santi lo metió en la mochila y volvieron al pasillo. Al marcharse, fue todo el lío de siempre: bolsas, abrigos, “llámame”, “no te olvides”, “luego te mando el enlace”. Ya sola, Nines recogió la mesa. El bolso estaba aún en el taburete; metió la mano en el bolsillo y palpó la carta. Por un instante pensó en romperla, pero la guardó aún más profundo. No supo que Santi, al dejar la mochila, vio asomar el sobre blanco del bolso. Se inclinó para acomodarlo y leyó “Queridos Reyes Magos”. No lo sacó en ese momento: había adultos, mucho movimiento. Pero se le quedó grabado el rótulo. Ya en casa, al deshacer la mochila, lo recordaba. Que su abuela, tan mayor, escriba a los Reyes. Al principio le hizo gracia, luego le pareció raro, luego le dio lástima. Pasaron dos días. De repente, después del colegio, escribió a su abuela: “Abuela, ¿puedo pasar? Necesito más cosas de historia”. Ella contestó en seguida: “Claro, ven cuando quieras”. Fue a su casa con los auriculares, el frío en la cara, y se repitió el recibimiento de siempre. Dejó la mochila en el taburete con el bolso, del que asomaba otra vez el sobre. Se tensó por dentro. Mientras la abuela andaba entre la cocina y la mesa, aprovechó un descuido y, fingiendo atarse una zapatilla, sacó la carta. El corazón se le aceleró. Sabía que hacía trampa, pero no pudo parar. Se la guardó y fue a la cocina. —¡Oh, crêpes! —dijo, disimulando—. Genial. Hablaron del cole, del tiempo, de las vacaciones que venían. Ella preguntaba si no tenía frío, si las botas seguían enteras. Él respondía con bromas. Luego, ya solo en su cuarto, leyó la carta. Al llegar a la frase “que el nieto no calle como si fuera un extraño”, se le hizo un nudo en la garganta. Recordó el tiempo reciente: “vale”, “sí”, apenas hablar. No por no querer; por no tener ánimo, ganas, tiempo. Siempre algo. Leyó hasta el final, y sintió una pena y una ternura hacia la abuela que le dieron ganas de ir y abrazarla. Pero a la vez le dio pudor por sentirse tan dramático. ¿Y ahora qué? —pensó—. ¿Contárselo a mamá, a papá? Se reirán, o se enfadarán. ¿Devolver la carta y fingir que la encontró por azar? Ella adivinaría que la ha leído. Sería incómodo para los dos. Pasaron los días. Contó a un amigo que la abuela escribía a los Reyes: —Qué chorrada. Mi abuelo sólo cree en la pensión —le dijo el otro. —No es gracioso —respondió Santi, sorprendiéndose de lo cortante que sonó. La carta le pesaba como un secreto propio. Intentó decir algo en la comida: “Mamá, y si…”, pero se dispersó la conversación. Por la noche, miraba el chat familiar: foto de ensalada, broma sobre atascos, convite al curro. Todo superficial. Nada sobre cartas. Escribió: “Mamá, ¿pasamos la Nochevieja en casa de la yaya?”. Lo borró sin enviar. Se imaginó la respuesta: “¿Estás loco? Ya quedamos con los abuelos”. Y el consiguiente lío. Abrió la carta, volvió a leer el fragmento de “juntarnos a la mesa”, y de pronto se le ocurrió una idea tan absurda como valiente. No Nochevieja. Solo una cena, sin motivo. O casi. Fue al salón donde su madre estaba con el portátil. —Mamá, ¿y si vamos a casa de la yaya todos juntos algún día? Una cena, en serio. Ella levantó la cabeza, escudriñando. —¿No vamos ya? —Pero no es lo mismo. No un rato y fuera. Sentarnos. Puedo ayudar yo a preparar las cosas. —¿Tú? Cocinar. Eso es nuevo. Pero no hay tiempo. Y papá llega tarde… —Pues el sábado. Si total, estamos en casa —insistió. Ella suspiró. —No sé… tu padre querrá descansar… y además… —Mamá, —le cortó él, notando una firmeza nueva en su voz—, ya sabes que le hace ilusión. Me lo has dicho tú. Por una vez. Ella le miró como dándose cuenta de algo. —Vale, —asintió—. Hablo con él. No lo prometo. Esa noche oyó desde el pasillo la conversación en la cocina. —Lo pide él —decía la madre—. Imagínate, lo sugiere él. —¿Y qué pintamos? Todo el día lo de siempre… —Está allí sola, —respondía en voz baja la madre—. Y a Santi parece que le importa. Silencio, y luego un suspiro resignado. —Vale. El sábado vamos. Santi se fue a dormir sintiendo que había ganado una pequeña batalla. Faltaba la otra: la yaya. Al día siguiente la llamó. —Abuela, ¿puedo venir antes el sábado y te ayudo a preparar la cena? Silencio un segundo. —Por supuesto, ven cuando quieras… ¿qué preparamos? —Lo que quieras: ensalada, patatas… yo puedo picar. —Eso nunca lo has hecho, —se rió ella—. Ya verás cómo se aprende. Llegó el día. Santi apareció temprano con bolsas de la compra, a lo grande. —¿A quién vamos a alimentar, una tropa? —bromeó la abuela. —Así sobra, mejor, —esquivó él. Se pusieron juntos a pelar patatas, cortar verduras. Nines le corregía: “Así no, los dedos”. “Ya sé”, protestaba él. En la cocina olía a cebolla y carne frita, la radio murmuraba, ya oscurecía el patio. —Abuela, ¿todavía crees en los Reyes Magos? —soltó Santi de repente, cortando pepinos. Ella se sobresaltó tan visiblemente que la cuchara tintineó. —¿Por qué preguntas eso? —Nada, cosas del cole, —fingió él. Ella revolvió, apagó el fuego, Se giró pensativa. —De niña sí. Luego, no sé. Puede que existan, pero no como dicen en la tele. ¿Por? —Por nada. Molaría, eso sí. Siguieron cortando en silencio. Santi no se atrevió a sacar el tema de la carta. Pero la conversación ya había cambiado algo. Sabían de qué hablaban sin decirlo. Después vinieron los padres. El padre cansado, pero no arisco; la madre con un bizcocho. Comentaron el festín, Santi orgulloso de haber ayudado. Se sentaron a la mesa. Al principio con cautela, escogiendo palabras. Pero la comida ayudó. Las historias de infancia trajeron risas, anécdotas del trabajo… Nines reía, escondiendo a veces la boca. En un momento la madre, sirviendo té, dijo: —Perdona, mamá, vamos muy poco. Es que siempre vamos deprisa… No lo dijo como excusa, sino como reconocimiento. Nines bajó la mirada: —Lo entiendo, tenéis vuestra vida. No me enfado. Santi sintió una punzada: sabía que un poco sí se enfadaba, aunque dijera otra cosa. Pero había compasión, no reproche. —Pero bueno, —se atrevió él—, podemos venir de vez en cuando. Como hoy. El padre asintió: —Sí, está bien, incluso muy bien. La madre también. —Habrá que repetir —dijo, y había algo nuevo, no promesa, sino intención. Siguieron hablando; la abuela escuchando, sin entender todo sobre cursos online y oposiciones, pero trataba de seguir el hilo. Al despedirse, más lío, abrigos, padres buscando un táper. La madre: —La próxima vez, igual, ¿vale? Te aviso con tiempo. —Perfecto, —asintió Nines—, me encantaría. Santi, antes de salir, se acercó al escritorio donde la abuela tenía la libreta. La carta ya estaba en su bolsillo. Había decidido no devolverla ni confesar nada. —Abuela —dijo bajito cuando ya debían irse—, si alguna vez quieres que cambiemos algo, dínoslo. No hace falta escribir a nadie. Solo dinos. Ella le miró sorprendida, y luego con ternura. —Vale, si lo pienso, os lo digo. Asintió y salió. La puerta se cerró y el ascensor bajó. Nines quedó en el piso en calma. Fue a la cocina, recogió la mesa. Sentía algo extraño en el pecho, como una corriente de aire fresco tras abrir la ventana. Los conflictos no se habían ido, sabía que aún habría roces. Pero, ese día, alrededor de esa mesa, se habían acercado un poco. Pensó en su carta. Ya no importaba tanto si seguía en el bolso o si alguien la había encontrado. Miró por la ventana: fuera, los niños jugaban en la nieve; uno reía tan fuerte que se oía hasta el tercer piso. Nines apoyó la frente en el cristal frío y sonrió, apenas perceptible. Como quien responde a una señal lejana pero clara. En el bolsillo de la chaqueta de Santi, en su recibidor, la carta seguía guardada. A veces él la leía, una línea, y volvía a doblarla. No como ruego a un mago, sino como recuerdo de lo que de verdad necesita quien te cocina el caldo y espera tu llamada. Nunca contó a nadie lo de la carta. Pero la próxima vez que su madre dijo que no quería ir, Santi respondió sereno: —Yo sí, voy yo solo. Y fue. No por una fiesta. Solo porque sí. No era un milagro. Pero era otro pequeño paso hacia esa paz que alguien una vez pidió en una hoja cuadriculada. Nines, abriéndole la puerta, se sorprendió, pero no preguntó. —Pasa, Santi. Acabo de poner el agua para el té. Y con eso bastaba para que, en casa, volviera a sentirse un poco más cálido.

La carta que nunca llegó

Mira, te cuento Era una de esas tardes apagadas en Madrid, cuando el cielo plomizo y los tejados de ladrillo te hacen sentir que ya es noche aunque sean apenas las seis. Mi abuela, Carmen, llevaba un buen rato sentada junto a la ventana. No es que hubiera mucho que ver; la farola bajo el balcón titilaba como si tampoco tuviera muchas ganas, y el patio ya casi ni lo pisaba nadie salvo algún que otro perro dejando sus huellas en la nieve sucia. De vez en cuando, se oía a la portera dándole a la pala, pero enseguida volvía el silencio.

En el alféizar estaban sus gafas de montura fina y un móvil viejo, de esos Nokia que aquí hemos heredado todos alguna vez, con la pantalla medio cascada. El teléfono a veces vibraba cuando en el grupo familiar caía alguna foto, un meme o un audio de mi tía Merche, pero aquel día estaba quieto y mudo. Cómo pesaba aquel silencio en el piso Hasta el reloj de pared, ese de cerámica de Talavera, parecía marcar los segundos más fuerte de lo acostumbrado.

Al final, mi abuela se levantó y se fue a la cocina. Cuando encendió la luz, la bombilla tiró esa especie de brillo amarillento y tristón. En la mesa tenía una fuente de empanadillas frías bajo un plato. Las había hecho antes, por si se pasaba alguien, que nunca se sabe quién puede llamar, suele decir. Pero no vino nadie.

Se sentó, cogió una empanadilla, pero enseguida la dejó. La masa de tanto esperar había quedado recia, como goma: se puede comer, sí, pero no alegra nada. Se sirvió un poco de té del hervidor ese viejo que tiene desde que vino a Madrid, y mientras el agua caía en el vaso de Duralex se le escapó un suspiro que le salió como de piedra, de esos que se te sientan al lado en el taburete.

Qué boba soy, de verdad, pensó. Tengo a todos vivos, gracias a Dios. Un techo, comida ¿y aún así?

Pero sí, aún así, en la cabeza se le repetían trozos de conversaciones recientes. La voz de mi madre, tan tensa y crispada:

Mamá, es que no puedo más con él. Otra vez…

Y la de mi padre, medio en broma, medio tocando las narices:

Te está echando el cuento, ¿verdad? Dile que la vida no es como a ella le gusta y punto.

Y yo, que últimamente solo sé decir ya, sí, cada vez que ella pregunta por el cole o por mis cosas. A veces, esos sí, abuela, duelen más que un portazo. Cuando era pequeño le contaba todo durante horas, ahora ya no sé, he crecido, y parece que eso también te vuelve mudo.

Nunca armaron números delante de ella, ni portazos ni gritos. Pero entre frase y frase había una pared de esas que no se ven, pero pesan. Pinchazos pequeños, silencios raros, cosas guardadas que nadie nombra. Y Carmen en medio, navegando entre mi madre y mi padre, midiendo cada palabra para no meterse donde no la llaman. A veces pensaba que igual era culpa suya, que no nos había educado bien, que había fallado en algo.

Dio un sorbo de té, se quemó un poco y, de repente, recordó una Navidad, cuando yo era un crío. Me ayudó a escribir la carta a los Reyes Magos. Yo la rellené como pude: Por favor, traedme un juego de construcciones y que mis padres no discutan. Se rió, me hizo una caricia en la cabeza y prometió que los Reyes se enterarían.

Ahora le entraba hasta cierta vergüenza, como si aquel día hubiera mentido, porque, la verdad, sus hijos nunca dejaron de pelear. Solo aprendieron a hacerlo bajito.

Retiró el vaso, limpió la mesa con una servilleta, aunque ni falta hacía. Se fue al cuarto, encendió la lámpara de escritorio: esa luz que tiñe de calidez el escritorio, aunque ya casi no escribía ahí. Todo lo importante iba por el móvil, mensajes y caritas sonrientes. Pero tenía el cuaderno cuadriculado en un vaso con lápices y un boli azul de propaganda.

Dudó un poco, pero pensó: ¿Y si…?

Era una tontería, casi infantil, pero se le encendió algo por dentro. Escribir una carta. De verdad, en papel. No para pedir regalos, sólo para pedir ayuda. No a personas con sus líos, sino a alguien a quien, en teoría, nadie le debe nada.

Sonrió, medio riéndose de sí misma. Vaya ocurrencia, abuela, escribirle a los Reyes Magos a tu edad. Pero la mano ya estaba del tirón en el cuaderno.

Acomodó las gafas en la nariz, buscó una página limpia y empezó: Queridos Reyes Magos.

La mano le temblaba. Le daba cierto apuro, como si la fueran a pillar, pero estaba sola en la habitación, la cama hecha, el armario cerrado.

Pues ya está se susurró y siguió con la carta.

Sé que esto es cosa de niños y que yo ya soy mayor. No vengo a pediros abrigos, una tele nueva ni cosas de esas. Tengo lo necesario, no me quejo. Solo quiero una cosa: paz en mi familia.

Que mi hija y mi yerno dejen de pelear, que mi nieto no esté callado siempre como si fuera un extraño. Que podamos sentarnos a la mesa y hablar sin miedo a decir algo que moleste. Sé que todo esto depende de nosotros, no es tarea vuestra, pero quizás podáis echar una mano, aunque sea un poco. Igual no tengo derecho a pediros esto, pero aún así lo hago. Si podéis, haced que nos escuchemos más.

Con cariño, Carmen.

La releyó. Le pareció ingenua, casi como si la hubiera escrito un niño, pero no la rompió. Se le hizo más leve el pecho, como si hubiera soltado algo de peso.

Doblo la hoja cuidadosamente, luego otra vez. Se quedó con ella en la mano, sin saber qué hacer después. ¿Tirarla por la ventana? ¿Meterla en el buzón? Qué disparate.

Fue a por el bolsoel de las compras del Mercado de La Paz, pensando que al día siguiente tenía que ir al supermercado y a Correos a pagar el IBI. Al fin y al cabo ponen buzones para las cartas a los Reyes en casi todos lados. Lo echo ahí y santas pascuas. No seré la única, seguro.

Guardó la carta en un bolsillo junto al DNI y los recibos, apagó la luz. El reloj marcaba los segundos igual de fuerte. Se metió en la cama, le costó dormirse, escuchando la calma de la casa.

Por la mañana salió antes de lo normal, para hacer todo antes de la hora de la comida. Las aceras estaban resbaladizas y el nevazo crujía al andar. Se cruzó con Maruja, la vecina de siempre, con un perrillo que meneaba el rabo. Se saludaron y charlaron lo justo y después Carmen siguió apretando el bolso.

En Correos había un gentío tremendo. La cola avanzaba poco a poco para pagar facturas. Carmen sacó sus recibos y la carta, pero no vio ni rastro de buzón de los Reyes; sólo los de siempre y una vitrina de sellos en oferta.

Se desorientó. Bueno, ya ves, menuda idea…. Podría haber tirado la carta en la basura, pero le dio apuro. La volvió a guardar, pagó y salió.

Enfrente, en un kiosko de juguetes y espumillón, colgaba una caja de cartón con un rótulo: Cartas a los Reyes Magos. Pero estaba vacía; la chica de la tienda la cerraba con celo.

Ya terminó, señora. El plazo se acabó ayer. Ya no llegan a tiempo.

Carmen asintió sin insistir. Dio las gracias y tiró hacia su casa. La carta viajaba en el bolso, cálida como un secreto; imposible tirarla, imposible olvidarla.

En casa, se descalzó en el recibidor, colgó el abrigo, dejó el bolso en el taburete. El móvil vibró en el bolsillo. Era un mensaje de mi madre: Mamá, vamos a ir este finde, ¿vale? Santi tiene que preguntarte unas cosas de historia, dice que tienes libros viejos.

Le dio un vuelco el corazón, pero fue de alegría. Así que vendrían. Así que no todo estaba perdido. Respondió: Por supuesto, venid cuando queráis, os estoy esperando.

Luego fue a la cocina, colocó la compra, puso un caldo a cocer. La carta se quedó en el bolso, donde nadie la buscaba.

El sábado, al oscurecer, se oyeron pasos por el portal, un portazo. Carmen miró por la mirilla y reconoció las siluetas. Mi madre llevaba una bolsa de la compra, mi padre una caja de dulces y yo, Santi, el nieto, el rucksack colgado y el flequillo asomando bajo la gorra.

Hola, abueladije yo, entrando primero y dándole un beso, torpe como suelen ser los adolescentes.

Pasad, pasad, que os he preparado zapatillas.

Nada más entrar, el pasillo se llenó de ruido y de olor a frío, a bollería del súper, a esa calle que huele a invierno en Madrid. Mi padre protestaba por la limpieza, yo me peleaba con el rucksack.

Mamá, que sólo estamos un ratodijo mi madre, dejando la bolsa en el suelo. Mañana tenemos comida con los padres de Rodri, ¿te acuerdas?

Claro, cómo no voy a acordarmerespondió Carmen. Venga, id a la cocina; tengo sopa recién hecha.

Nos sentamos en la cocina algo descolocados. Mi padre al lado de la ventana, mi madre junto a él, yo enfrente de la abuela. Servían la sopa en silencio, solo el tintinear de las cucharas rompía el hielo. Poco a poco fueron surgiendo charlas sobre el curro, la subida de precios, el tráfico. Por debajo, se sentía una tensión sorda, como una corriente bajo el agua.

Santi, ¿no necesitabas mirar algo para clase?preguntó mi madre cuando acabamos.

Ah, sí, abuela, ¿tienes algún libro de historia de la guerra? El profe ha dicho que quien quiera puede leer algo extra.

Claro que síse animó Carmen. Tengo una colección entera en la estantería. Ven, te enseño.

Nos fuimos al cuarto y encendió su lámpara vieja. Subida a una silla, empezó a sacar libros polvorientos.

Mira, aquí uno sobre la Guerra Civil, aquí memorias de soldados… ¿Qué buscas exactamente?

Cualquiera que no sea un rollocontesté yo, inseguro.

Vi en sus ojos la chispa del recuerdo, nostalgia de cuando me sentaba en sus rodillas y no paraba de preguntar. Me prestó uno con la portada descolorida.

Éste me gustó cuando era joven.

Le di gracias. Conversamos más sobre el instituto y ese profe de historia que no está mal, pero a veces se le va la olla. Notaba cuánto le alegraba oírme hablar, preguntando cosillas de vez en cuando.

Mi madre asomó la cabeza.

Santi, nos vamos en media hora.

Valerespondí y guardé el libro en la mochila.

Al marcharnos, se armó el lío típico de abrigos, bolsas, guantes y frases apuradas. Carmen nos despidió desde la puerta y volvió al piso, a ese silencio tan suyo.

Empezó a recoger en la cocina y, al ver el bolso aún en el taburete, metió la mano en el bolsillo y tocó la carta doblada. Sintió unas ganas tremendas de romperla, pero la guardó más hondo y cerró bien la cremallera.

No sabía que, mientras rebuscaba entre los libros, yo, al dejar la mochila, había notado que sobresalía un papel blanco del bolso. Por puro impulso, lo empujé adentro al leer Queridos Reyes Magos. Me quedé pillado.

No la leí allí, pero la imagen se me quedó grabada. Esa noche la recordé, ya en casa, con el libro en la mesa. Pensé que me haría gracia, pero me dejó raro, como un pellizco en el pecho.

Al día siguiente, a la hora de comer con la familia del otro lado, sólo podía pensar en la carta de mi abuela. Dos días después, volviendo del insti, le mandé un mensaje: Abuela, ¿puedo pasar? Tengo que mirar más cosas de historia. Ella contestó en seguida: Por supuesto, ven.

Llegué con la mochila, los cascos y, al entrar, el olor a coliflor cocida de la escalera. Ella abrió enseguida.

Pasa, Santi, quítate el abrigo. Te he hecho unas tortitasdijo.

Dejé la mochila sobre el taburete al lado del bolso, que otra vez tenía el papel asomando del bolsillo. Esta vez no me pude resistir. Mientras ella preparaba los platos, fingí atarme las zapatillas y saqué la carta como quien no quiere la cosa. Me la guardé en el bolsillo de la sudadera y volví a la cocina.

Qué buena pinta, abudije, como si nada.

Comimos, hablamos de mi cole, del tiempo y de que pronto serían vacaciones. Ella me mimaba a preguntas, yo respondía medio volando.

Recogí la mochila y me marché como siempre, pero ya con la carta en el bolsillo. Ese sábado, tumbado en la cama justo antes de dormir, abrí el folio. La letra de Carmen era redonda, con algún arabesco. Leí despacio y me sentí fatal cuando vi eso de que mi nieto no esté callado como un extraño. Me quedé helado. La verdad es que últimamente siempre esquivaba sus llamadas, contestaba seco. No por nada, sólo por pereza, cansancio, falta de ganas.

Leí la carta varias veces. Lo de pedir paz, sentarnos juntos Sentí una ternura tan bestia que me dieron ganas de plantarme en su casa a abrazarla y prometerle que todo iba a ir bien. Se me pasaba rápido el arrebato, claro.

No quise enseñar la carta a nadie. Ni a mi madre ni a mi padre. Imaginaba el desastre si lo hiciera: peleas nuevas, malentendidos, reproches. Así que la guardé en mi mesa.

Un día se lo conté a mi colega Javi en el recreo y me soltó: Eso es de abuelas, tío, mi abuelo lo único que pide son las pagas. Me enfadé y cambié de tema.

Por la noche, casi mando en el chat: ¿Por qué no cenamos todos en casa de la abuela?. Pero lo borré. Qué lío se podía armar: que si ya hay planes, que si no toca, que si más líos. Al final, cogí la carta otra vez y le di vueltas a una idea.

No hacía falta Nochevieja ni Reyes. Bastaba un día cualquiera.

Unas semanas después, fui al salón donde mi madre veía la tele con el portátil y solté:

Mamá, ¿y si vamos a cenar a casa de la abuela, los cuatro?

Me miró raro:

¿Y eso? Si solemos ir

Sí, pero no deprisa, sin prisas. Yo te ayudo a cocinar.

Se rio:

¿Tú? ¿En serio? Pero si no tienes ni idea.

Da igual, podemos aprender. En serio.

Murmuró que igual, que a ver si papá quería, que siempre anda cansado.

Yo apreté:

Mamá, es que a la abuela se le hace la casa muy grande sola. Aunque sea solo una vez.

Me volvió a mirar, más atenta. Dijo que lo intentaría.

Esa noche escuché a mis padres discutirlo. Papá se quejaba, pero mamá le recordó: A tu madre no le importa, pero a Santi sí. Al final, él resopló: Bueno, vamos.

Llamé a Carmen al día siguiente:

Abuela, que vamos a ir todos el sábado. ¿Te ayudo antes con la cena?

Pausa cortísima.

Claro, cariño, vente antes. Así me manejas el cuchillo y la cebolla.

El sábado fui con mi madre a por patatas, carne, verduras. Cortamos, pelamos, ella me corregía: Los dedos, Santi, que te cortas. Y yo refunfuñando pero haciéndole caso.

En la cocina sonaba la radio, olía a guiso. Era como esas tardes antiguas. Me atreví a preguntarle:

Abuela, ¿tú crees en los Reyes Magos?

Ella se sobresaltó, la cuchara golpeó la sartén.

¿Por qué me preguntas eso?

Por nada En el colegio decíamos tonterías.

Ella removió el guiso, pensativa.

De pequeña sí Ahora, no sé. A lo mejor existen, pero no como pensamos. ¿Tú qué crees?

Encogí los hombros.

Sería bonito que existieran.

Dejó la contestación colgando. Volvimos al cuchillo y las patatas, pero algo quedó distinto entre nosotros, aunque no dijéramos nada más.

Ya en la cena, con mi padre, mi madre y Carmen, la mesa estaba tan llena que parecía Navidad. Al principio estuvimos tensos, como si fuésemos desconocidos. Pero la comida, como siempre, fue derritiendo el hielo. Salieron historias de la infancia, anécdotas tontas. Hasta mi padre contó cosas de su trabajo.

Después, cuando mi madre le pidió disculpas a Carmen por no visitarla más a menudo, Carmen bajó la mirada y contestó despacito:

Es vuestra vida, no pasa nada, guapa.

Pero claro que le pasaba. Y por eso intervine:

Podemos vernos más, sin esperar a que sean fiestas.

Se miraron entre sí, sorprendidos, pero asintieron. No era una promesa, pero sí algo parecido a un compromiso a intentarlo.

Cuando recogimos, y ya se iban, mi madre dijo:

Mamá, la próxima vez avísame para organizarlo y volvemos a hacerlo.

Será un placerdijo Carmen.

Me quedé un segundo más en la habitación con la carta guardada. No iba devolvérsela. Era mi secreto, mi recordatorio.

Abuela, si alguna vez quieres pedirnos algo, dilo directamente, no hace falta cartasle susurré.

Ella me miró, sonrió suave.

Te lo diré, Santi.

Esa noche, Carmen se quedó recogiendo migas y oliendo el aire tibio del refrito y la vainilla del bizcocho. No todo estaba arreglado, no había milagros. Pero se sentía como si hubiéramos abierto una ventana para que entrara aire fresco.

Pasaron los días, la carta seguía doblada en mi abrigo. A veces la leía, otras sólo la tocaba. Cuando mi madre decía que estaba muy cansada para ir a ver a la abuela, le decía:

Voy yo solo entonces.

Y iba. No era nada extraordinario, sólo otro paso pequeño. Como el deseo que, un día, escribió una abuela en una cuartilla cuadriculada.

Carmen, al abrirme la puerta alguna tarde, se sorprendía. Pero nunca preguntaba. Solo decía:

Pasa, Santi, justo tengo la tetera al fuego.

Y con eso bastaba. La casa volvía a estar, por un rato, un poco más cálida.

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MagistrUm
La carta que nunca llegó La abuela llevaba mucho rato sentada junto a la ventana, aunque fuera apenas había nada que ver. En el patio anochecía temprano; la farola bajo su ventana se encendía y apagaba perezosa. Sobre la nieve se marcaban las huellas sueltas de perros y personas, a lo lejos la portera arrastraba la pala, y otra vez todo quedaba en silencio. En el alféizar reposaban unas gafas de montura fina y un viejo móvil con la pantalla agrietada. El móvil a veces vibraba brevemente cuando caían fotos o audios en el chat familiar, pero hoy estaba callado. En el piso reinaba el silencio. Los segundos del reloj de la pared sonaban más altos de lo deseable. Se levantó, fue a la cocina y encendió la luz. La bombilla, en el techo, formó un círculo amarillento y débil. Sobre la mesa había un bol con varéniki fríos, tapados por un plato. Los había cocido por la tarde, por si acaso venía alguien. Pero nadie asomó. Se sentó a la mesa, cogió un varénik, le dio un mordisco y enseguida lo apartó. La masa, tras el día, se había puesto correosa. Se podía comer, pero no daba alegría. Se sirvió un té de la vieja tetera esmaltada, escuchó el agua al caer en el vaso y, para su sorpresa, suspiró en voz alta. Un suspiro tan pesado, como si algo se le descolgara del pecho y se sentara a su lado en el taburete. ¿Por qué me quejo? —pensó—. Están todos sanos, gracias a Dios. Tengo techo. Y sin embargo… Sin embargo, le vinieron a la cabeza fragmentos de conversaciones recientes. La voz de su hija, tensa como cuerda: —Mamá, no puedo seguir así con él. Otra vez ha… La voz de su yerno, con un matiz burlón: —¿Que te se está quejando? Dile que la vida no es como a ella le gustaría. Y su nieto Santi, lanzando un “vale” cortante por teléfono cada vez que le preguntaba cómo le iba. Esos “vale” eran lo que más dolía. Antes podía pasarse horas contándole del cole, de los amigos. Ahora, claro, se había hecho mayor. Pero, aun así… No discutían fuerte delante de ella, ni daban portazos. Pero entre las palabras había una especie de muro invisible. Pequeños roces, silencios, rencores que nadie confesaba. Y ella entre dos orillas, con la hija, con el yerno, procurando no decir de más. A veces sentía que la culpa era suya, por no haber criado bien, por no haber aconsejado o callado a tiempo. Dio un sorbo al té, hizo una mueca, se había quemado, y recordó de golpe, cuando Santi era pequeño, escribiendo una carta a los Reyes Magos con él. Él trazaba letras torcidas: “Por favor, que me traigan un mecano… y que mamá y papá no discutan”. Entonces ella se reía, le acariciaba la cabeza y le decía que los Reyes lo escucharían. Ahora ese recuerdo le daba vergüenza, como si entonces hubiera engañado al niño. Mamá y papá nunca dejaron de discutir; solo aprendieron a hacerlo bajito. Corrió el vaso a un lado, limpió la mesa con una servilleta aunque ya estaba limpia. Luego fue al salón y encendió la lámpara de mesa. La luz cayó sobre el viejo escritorio donde casi nunca escribía ya a mano; casi todo en el móvil: mensajes, emoticonos, audios. Pero el boli seguía en un vaso de lápices, al lado de una libreta cuadrículada. Se quedó mirando todo eso y de pronto pensó: ¿Y si…? Era una idea absurda, infantil, pero le calentó el pecho. Escribir una carta. De verdad, en papel. No para pedir un regalo. Solo por pedir. No a personas, que cada uno tiene su guerra, sino a alguien que, en teoría, no debe nada a nadie. Se rió para sí. Una vieja que se ha vuelto loca y le escribe a un mago. Pero la mano ya iba a la libreta. Se sentó, se ajustó las gafas, cogió el boli. En la primera hoja había otras notas, pasó la página, buscó un folio en blanco. Dudó un segundo, y escribió: “Queridos Reyes Magos”. La mano tembló. Le daba apuro, como si alguien le estuviera leyendo por encima del hombro. Echó un vistazo a la habitación vacía, la cama hecha, el armario cerrado. Nadie. —Pues ya está, —se dijo en voz baja, y siguió: “Sé que vosotros sois para los niños, y yo ya soy mayor. No os voy a pedir abrigo, tele ni nada de eso. Tengo lo que me toca. Solo quiero una cosa: por favor, que en la familia haya paz. Que mi hija y mi yerno no discutan, que mi nieto no se quede callado como un extraño. Que podamos sentarnos juntos a la mesa sin miedo de decir algo que moleste. Sé que las personas son como son, que no es cosa vuestra. Pero tal vez podéis echar una mano, aunque sea un poco. Quizá no debería pediros esto, pero igual lo hago. Si podéis, haced que nos escuchemos”. Firmado: la abuela Nines. Leyó lo escrito. Las palabras le parecieron infantiles, torcidas, como garabatos de niño. Pero no tachó nada. Se sintió más ligera, como si por fin hubiera dicho algo en vez de tragárselo al vacío. El papel crujía bajo los dedos. Lo dobló con cuidado y se quedó mirando la hoja doblada, sin saber qué hacer con ella después. ¿Echarla por la ventana? ¿Al buzón? Qué rídiculo. Fue al pasillo a por el bolso. Recordó que mañana tenía que ir a la compra y a Correos, pagar la comunidad. Pues lo tiro ahí, a ver si hay urna de Reyes Magos —decidió—. Ahora se ven en todos lados. Así no parecía tan ridículo; no sería la única. Guardó la carta en el bolsillo junto con el DNI y los recibos, y apagó la luz. En el piso seguía el tictac del reloj. Se acostó, dio vueltas un rato, escuchó el silencio y por fin se durmió. A la mañana siguiente salió antes de lo habitual para aprovechar la mañana. La calle estaba resbaladiza, la nieve crujía bajo los pies. Junto al portal la vecina paseaba el perro, la saludó, preguntó por la salud. Intercambiaron un par de frases y Nines siguió, apretando el asa del bolso. En Correos había cola. Se puso al final, sacó los recibos y la carta aún doblada. No vio ninguna urna de Reyes. Solo buzones normales y una vitrina con sobres y sellos. Se sintió perdida. Menuda tontería me he montado, pensó. Podría tirarla a la basura, pero le daba cosa. La metió de nuevo en el bolsillo, pagó los recibos y salió. Junto a Correos había un puesto de juguetes y espumillón; colgaba de él una caja de cartón con el cartel: “Cartas a los Reyes Magos”. Pero estaba vacía y la vendedora la desmontaba ya. —Ya no recoge, —dijo la mujer viendo su mirada—. Ayer era el último día. Ya van tarde, no llega a tiempo. Nines asintió, aunque no es que tuviera prisa. Dio las gracias y se fue. La carta siguió en el bolso, un pequeño bulto tibio que no apetecía tirar, pero tampoco recordar. Al llegar a casa, dejó el abrigo en el perchero, el bolso en el taburete para ordenar la compra más tarde. El móvil vibró discretamente en el abrigo. Un mensaje de su hija. “Mamá, hola. ¿Te viene bien si vamos a verte el finde? Santi pregunta por unos libros de historia antiguos”. Sintió un nudo que se aflojaba en el pecho. Así que van a venir. Así que no está todo tan mal. Tecleó: “Por supuesto, venid, os espero”. Luego fue a la cocina, guardó la compra, puso caldo a hervir. La carta quedó en el bolsillo del bolso olvidado en el taburete. El sábado por la tarde sonaron pasos en el rellano, la puerta de la entrada. Nines miró por la mirilla y vio las siluetas conocidas. La hija con una bolsa, el yerno con una caja, Santi con la mochila. Había crecido casi hasta el marco de la puerta, delgado, con el pelo sobresaliendo de la gorra. —Abuela, hola —dijo, entrando el primero y dándole un beso en la mejilla, bastante torpe. —Pasad, pasad, que os he preparado zapatillas. En el recibidor de pronto todo era caras, abrigos, voces, olor a calle, nieve y algo dulce de la bolsa. El yerno se quejaba del ascensor, la hija decía que al día siguiente iban a casa de los padres de él, y Nines asentía: sí, sí, lo recuerdo. Ya en la cocina, se sentaron algo distantes. El yerno junto a la ventana, la hija a su lado, Santi frente a la abuela. Sirvieron el caldo en silencio, sólo las cucharas sonaban. Luego hablaron, insulsamente, de trabajo, del tráfico, de precios. Bajo las palabras, seguía la corriente oculta de siempre. —Santi, tú querías preguntar algo de historia, ¿no? —dijo la hija cuando terminaron. —Ah, sí —despertó de repente—. Abuela, ¿tienes algún libro de historia sobre la guerra? El profe dice que miremos algo extra. —Claro, en la estantería tengo toda una colección. Ven, que te enseño. Fueron al salón. Nines encendió la lámpara, se subió a buscar en lo alto los libros de tapas desgastadas. —Mira, aquí hay de todo: sobre el cerco de Leningrado, los partisanos… Tú dime. —No sé, algo que no sea un tostón. Él estaba junto a ella, inclinando la cabeza, y Nines vio en él al niño que se sentaba en sus rodillas y hacía preguntas sin parar. Ahora callaba, pero brillaba el interés en sus ojos. —Llévate este —le pasó un tomo con la portada desgastada—. Está bien escrito, yo lo leía de joven. Tardaron un rato en encontrar lo que buscaba; Santi lo metió en la mochila y volvieron al pasillo. Al marcharse, fue todo el lío de siempre: bolsas, abrigos, “llámame”, “no te olvides”, “luego te mando el enlace”. Ya sola, Nines recogió la mesa. El bolso estaba aún en el taburete; metió la mano en el bolsillo y palpó la carta. Por un instante pensó en romperla, pero la guardó aún más profundo. No supo que Santi, al dejar la mochila, vio asomar el sobre blanco del bolso. Se inclinó para acomodarlo y leyó “Queridos Reyes Magos”. No lo sacó en ese momento: había adultos, mucho movimiento. Pero se le quedó grabado el rótulo. Ya en casa, al deshacer la mochila, lo recordaba. Que su abuela, tan mayor, escriba a los Reyes. Al principio le hizo gracia, luego le pareció raro, luego le dio lástima. Pasaron dos días. De repente, después del colegio, escribió a su abuela: “Abuela, ¿puedo pasar? Necesito más cosas de historia”. Ella contestó en seguida: “Claro, ven cuando quieras”. Fue a su casa con los auriculares, el frío en la cara, y se repitió el recibimiento de siempre. Dejó la mochila en el taburete con el bolso, del que asomaba otra vez el sobre. Se tensó por dentro. Mientras la abuela andaba entre la cocina y la mesa, aprovechó un descuido y, fingiendo atarse una zapatilla, sacó la carta. El corazón se le aceleró. Sabía que hacía trampa, pero no pudo parar. Se la guardó y fue a la cocina. —¡Oh, crêpes! —dijo, disimulando—. Genial. Hablaron del cole, del tiempo, de las vacaciones que venían. Ella preguntaba si no tenía frío, si las botas seguían enteras. Él respondía con bromas. Luego, ya solo en su cuarto, leyó la carta. Al llegar a la frase “que el nieto no calle como si fuera un extraño”, se le hizo un nudo en la garganta. Recordó el tiempo reciente: “vale”, “sí”, apenas hablar. No por no querer; por no tener ánimo, ganas, tiempo. Siempre algo. Leyó hasta el final, y sintió una pena y una ternura hacia la abuela que le dieron ganas de ir y abrazarla. Pero a la vez le dio pudor por sentirse tan dramático. ¿Y ahora qué? —pensó—. ¿Contárselo a mamá, a papá? Se reirán, o se enfadarán. ¿Devolver la carta y fingir que la encontró por azar? Ella adivinaría que la ha leído. Sería incómodo para los dos. Pasaron los días. Contó a un amigo que la abuela escribía a los Reyes: —Qué chorrada. Mi abuelo sólo cree en la pensión —le dijo el otro. —No es gracioso —respondió Santi, sorprendiéndose de lo cortante que sonó. La carta le pesaba como un secreto propio. Intentó decir algo en la comida: “Mamá, y si…”, pero se dispersó la conversación. Por la noche, miraba el chat familiar: foto de ensalada, broma sobre atascos, convite al curro. Todo superficial. Nada sobre cartas. Escribió: “Mamá, ¿pasamos la Nochevieja en casa de la yaya?”. Lo borró sin enviar. Se imaginó la respuesta: “¿Estás loco? Ya quedamos con los abuelos”. Y el consiguiente lío. Abrió la carta, volvió a leer el fragmento de “juntarnos a la mesa”, y de pronto se le ocurrió una idea tan absurda como valiente. No Nochevieja. Solo una cena, sin motivo. O casi. Fue al salón donde su madre estaba con el portátil. —Mamá, ¿y si vamos a casa de la yaya todos juntos algún día? Una cena, en serio. Ella levantó la cabeza, escudriñando. —¿No vamos ya? —Pero no es lo mismo. No un rato y fuera. Sentarnos. Puedo ayudar yo a preparar las cosas. —¿Tú? Cocinar. Eso es nuevo. Pero no hay tiempo. Y papá llega tarde… —Pues el sábado. Si total, estamos en casa —insistió. Ella suspiró. —No sé… tu padre querrá descansar… y además… —Mamá, —le cortó él, notando una firmeza nueva en su voz—, ya sabes que le hace ilusión. Me lo has dicho tú. Por una vez. Ella le miró como dándose cuenta de algo. —Vale, —asintió—. Hablo con él. No lo prometo. Esa noche oyó desde el pasillo la conversación en la cocina. —Lo pide él —decía la madre—. Imagínate, lo sugiere él. —¿Y qué pintamos? Todo el día lo de siempre… —Está allí sola, —respondía en voz baja la madre—. Y a Santi parece que le importa. Silencio, y luego un suspiro resignado. —Vale. El sábado vamos. Santi se fue a dormir sintiendo que había ganado una pequeña batalla. Faltaba la otra: la yaya. Al día siguiente la llamó. —Abuela, ¿puedo venir antes el sábado y te ayudo a preparar la cena? Silencio un segundo. —Por supuesto, ven cuando quieras… ¿qué preparamos? —Lo que quieras: ensalada, patatas… yo puedo picar. —Eso nunca lo has hecho, —se rió ella—. Ya verás cómo se aprende. Llegó el día. Santi apareció temprano con bolsas de la compra, a lo grande. —¿A quién vamos a alimentar, una tropa? —bromeó la abuela. —Así sobra, mejor, —esquivó él. Se pusieron juntos a pelar patatas, cortar verduras. Nines le corregía: “Así no, los dedos”. “Ya sé”, protestaba él. En la cocina olía a cebolla y carne frita, la radio murmuraba, ya oscurecía el patio. —Abuela, ¿todavía crees en los Reyes Magos? —soltó Santi de repente, cortando pepinos. Ella se sobresaltó tan visiblemente que la cuchara tintineó. —¿Por qué preguntas eso? —Nada, cosas del cole, —fingió él. Ella revolvió, apagó el fuego, Se giró pensativa. —De niña sí. Luego, no sé. Puede que existan, pero no como dicen en la tele. ¿Por? —Por nada. Molaría, eso sí. Siguieron cortando en silencio. Santi no se atrevió a sacar el tema de la carta. Pero la conversación ya había cambiado algo. Sabían de qué hablaban sin decirlo. Después vinieron los padres. El padre cansado, pero no arisco; la madre con un bizcocho. Comentaron el festín, Santi orgulloso de haber ayudado. Se sentaron a la mesa. Al principio con cautela, escogiendo palabras. Pero la comida ayudó. Las historias de infancia trajeron risas, anécdotas del trabajo… Nines reía, escondiendo a veces la boca. En un momento la madre, sirviendo té, dijo: —Perdona, mamá, vamos muy poco. Es que siempre vamos deprisa… No lo dijo como excusa, sino como reconocimiento. Nines bajó la mirada: —Lo entiendo, tenéis vuestra vida. No me enfado. Santi sintió una punzada: sabía que un poco sí se enfadaba, aunque dijera otra cosa. Pero había compasión, no reproche. —Pero bueno, —se atrevió él—, podemos venir de vez en cuando. Como hoy. El padre asintió: —Sí, está bien, incluso muy bien. La madre también. —Habrá que repetir —dijo, y había algo nuevo, no promesa, sino intención. Siguieron hablando; la abuela escuchando, sin entender todo sobre cursos online y oposiciones, pero trataba de seguir el hilo. Al despedirse, más lío, abrigos, padres buscando un táper. La madre: —La próxima vez, igual, ¿vale? Te aviso con tiempo. —Perfecto, —asintió Nines—, me encantaría. Santi, antes de salir, se acercó al escritorio donde la abuela tenía la libreta. La carta ya estaba en su bolsillo. Había decidido no devolverla ni confesar nada. —Abuela —dijo bajito cuando ya debían irse—, si alguna vez quieres que cambiemos algo, dínoslo. No hace falta escribir a nadie. Solo dinos. Ella le miró sorprendida, y luego con ternura. —Vale, si lo pienso, os lo digo. Asintió y salió. La puerta se cerró y el ascensor bajó. Nines quedó en el piso en calma. Fue a la cocina, recogió la mesa. Sentía algo extraño en el pecho, como una corriente de aire fresco tras abrir la ventana. Los conflictos no se habían ido, sabía que aún habría roces. Pero, ese día, alrededor de esa mesa, se habían acercado un poco. Pensó en su carta. Ya no importaba tanto si seguía en el bolso o si alguien la había encontrado. Miró por la ventana: fuera, los niños jugaban en la nieve; uno reía tan fuerte que se oía hasta el tercer piso. Nines apoyó la frente en el cristal frío y sonrió, apenas perceptible. Como quien responde a una señal lejana pero clara. En el bolsillo de la chaqueta de Santi, en su recibidor, la carta seguía guardada. A veces él la leía, una línea, y volvía a doblarla. No como ruego a un mago, sino como recuerdo de lo que de verdad necesita quien te cocina el caldo y espera tu llamada. Nunca contó a nadie lo de la carta. Pero la próxima vez que su madre dijo que no quería ir, Santi respondió sereno: —Yo sí, voy yo solo. Y fue. No por una fiesta. Solo porque sí. No era un milagro. Pero era otro pequeño paso hacia esa paz que alguien una vez pidió en una hoja cuadriculada. Nines, abriéndole la puerta, se sorprendió, pero no preguntó. —Pasa, Santi. Acabo de poner el agua para el té. Y con eso bastaba para que, en casa, volviera a sentirse un poco más cálido.