La carta que nunca llegó
Mira, te cuento Era una de esas tardes apagadas en Madrid, cuando el cielo plomizo y los tejados de ladrillo te hacen sentir que ya es noche aunque sean apenas las seis. Mi abuela, Carmen, llevaba un buen rato sentada junto a la ventana. No es que hubiera mucho que ver; la farola bajo el balcón titilaba como si tampoco tuviera muchas ganas, y el patio ya casi ni lo pisaba nadie salvo algún que otro perro dejando sus huellas en la nieve sucia. De vez en cuando, se oía a la portera dándole a la pala, pero enseguida volvía el silencio.
En el alféizar estaban sus gafas de montura fina y un móvil viejo, de esos Nokia que aquí hemos heredado todos alguna vez, con la pantalla medio cascada. El teléfono a veces vibraba cuando en el grupo familiar caía alguna foto, un meme o un audio de mi tía Merche, pero aquel día estaba quieto y mudo. Cómo pesaba aquel silencio en el piso Hasta el reloj de pared, ese de cerámica de Talavera, parecía marcar los segundos más fuerte de lo acostumbrado.
Al final, mi abuela se levantó y se fue a la cocina. Cuando encendió la luz, la bombilla tiró esa especie de brillo amarillento y tristón. En la mesa tenía una fuente de empanadillas frías bajo un plato. Las había hecho antes, por si se pasaba alguien, que nunca se sabe quién puede llamar, suele decir. Pero no vino nadie.
Se sentó, cogió una empanadilla, pero enseguida la dejó. La masa de tanto esperar había quedado recia, como goma: se puede comer, sí, pero no alegra nada. Se sirvió un poco de té del hervidor ese viejo que tiene desde que vino a Madrid, y mientras el agua caía en el vaso de Duralex se le escapó un suspiro que le salió como de piedra, de esos que se te sientan al lado en el taburete.
Qué boba soy, de verdad, pensó. Tengo a todos vivos, gracias a Dios. Un techo, comida ¿y aún así?
Pero sí, aún así, en la cabeza se le repetían trozos de conversaciones recientes. La voz de mi madre, tan tensa y crispada:
Mamá, es que no puedo más con él. Otra vez…
Y la de mi padre, medio en broma, medio tocando las narices:
Te está echando el cuento, ¿verdad? Dile que la vida no es como a ella le gusta y punto.
Y yo, que últimamente solo sé decir ya, sí, cada vez que ella pregunta por el cole o por mis cosas. A veces, esos sí, abuela, duelen más que un portazo. Cuando era pequeño le contaba todo durante horas, ahora ya no sé, he crecido, y parece que eso también te vuelve mudo.
Nunca armaron números delante de ella, ni portazos ni gritos. Pero entre frase y frase había una pared de esas que no se ven, pero pesan. Pinchazos pequeños, silencios raros, cosas guardadas que nadie nombra. Y Carmen en medio, navegando entre mi madre y mi padre, midiendo cada palabra para no meterse donde no la llaman. A veces pensaba que igual era culpa suya, que no nos había educado bien, que había fallado en algo.
Dio un sorbo de té, se quemó un poco y, de repente, recordó una Navidad, cuando yo era un crío. Me ayudó a escribir la carta a los Reyes Magos. Yo la rellené como pude: Por favor, traedme un juego de construcciones y que mis padres no discutan. Se rió, me hizo una caricia en la cabeza y prometió que los Reyes se enterarían.
Ahora le entraba hasta cierta vergüenza, como si aquel día hubiera mentido, porque, la verdad, sus hijos nunca dejaron de pelear. Solo aprendieron a hacerlo bajito.
Retiró el vaso, limpió la mesa con una servilleta, aunque ni falta hacía. Se fue al cuarto, encendió la lámpara de escritorio: esa luz que tiñe de calidez el escritorio, aunque ya casi no escribía ahí. Todo lo importante iba por el móvil, mensajes y caritas sonrientes. Pero tenía el cuaderno cuadriculado en un vaso con lápices y un boli azul de propaganda.
Dudó un poco, pero pensó: ¿Y si…?
Era una tontería, casi infantil, pero se le encendió algo por dentro. Escribir una carta. De verdad, en papel. No para pedir regalos, sólo para pedir ayuda. No a personas con sus líos, sino a alguien a quien, en teoría, nadie le debe nada.
Sonrió, medio riéndose de sí misma. Vaya ocurrencia, abuela, escribirle a los Reyes Magos a tu edad. Pero la mano ya estaba del tirón en el cuaderno.
Acomodó las gafas en la nariz, buscó una página limpia y empezó: Queridos Reyes Magos.
La mano le temblaba. Le daba cierto apuro, como si la fueran a pillar, pero estaba sola en la habitación, la cama hecha, el armario cerrado.
Pues ya está se susurró y siguió con la carta.
Sé que esto es cosa de niños y que yo ya soy mayor. No vengo a pediros abrigos, una tele nueva ni cosas de esas. Tengo lo necesario, no me quejo. Solo quiero una cosa: paz en mi familia.
Que mi hija y mi yerno dejen de pelear, que mi nieto no esté callado siempre como si fuera un extraño. Que podamos sentarnos a la mesa y hablar sin miedo a decir algo que moleste. Sé que todo esto depende de nosotros, no es tarea vuestra, pero quizás podáis echar una mano, aunque sea un poco. Igual no tengo derecho a pediros esto, pero aún así lo hago. Si podéis, haced que nos escuchemos más.
Con cariño, Carmen.
La releyó. Le pareció ingenua, casi como si la hubiera escrito un niño, pero no la rompió. Se le hizo más leve el pecho, como si hubiera soltado algo de peso.
Doblo la hoja cuidadosamente, luego otra vez. Se quedó con ella en la mano, sin saber qué hacer después. ¿Tirarla por la ventana? ¿Meterla en el buzón? Qué disparate.
Fue a por el bolsoel de las compras del Mercado de La Paz, pensando que al día siguiente tenía que ir al supermercado y a Correos a pagar el IBI. Al fin y al cabo ponen buzones para las cartas a los Reyes en casi todos lados. Lo echo ahí y santas pascuas. No seré la única, seguro.
Guardó la carta en un bolsillo junto al DNI y los recibos, apagó la luz. El reloj marcaba los segundos igual de fuerte. Se metió en la cama, le costó dormirse, escuchando la calma de la casa.
Por la mañana salió antes de lo normal, para hacer todo antes de la hora de la comida. Las aceras estaban resbaladizas y el nevazo crujía al andar. Se cruzó con Maruja, la vecina de siempre, con un perrillo que meneaba el rabo. Se saludaron y charlaron lo justo y después Carmen siguió apretando el bolso.
En Correos había un gentío tremendo. La cola avanzaba poco a poco para pagar facturas. Carmen sacó sus recibos y la carta, pero no vio ni rastro de buzón de los Reyes; sólo los de siempre y una vitrina de sellos en oferta.
Se desorientó. Bueno, ya ves, menuda idea…. Podría haber tirado la carta en la basura, pero le dio apuro. La volvió a guardar, pagó y salió.
Enfrente, en un kiosko de juguetes y espumillón, colgaba una caja de cartón con un rótulo: Cartas a los Reyes Magos. Pero estaba vacía; la chica de la tienda la cerraba con celo.
Ya terminó, señora. El plazo se acabó ayer. Ya no llegan a tiempo.
Carmen asintió sin insistir. Dio las gracias y tiró hacia su casa. La carta viajaba en el bolso, cálida como un secreto; imposible tirarla, imposible olvidarla.
En casa, se descalzó en el recibidor, colgó el abrigo, dejó el bolso en el taburete. El móvil vibró en el bolsillo. Era un mensaje de mi madre: Mamá, vamos a ir este finde, ¿vale? Santi tiene que preguntarte unas cosas de historia, dice que tienes libros viejos.
Le dio un vuelco el corazón, pero fue de alegría. Así que vendrían. Así que no todo estaba perdido. Respondió: Por supuesto, venid cuando queráis, os estoy esperando.
Luego fue a la cocina, colocó la compra, puso un caldo a cocer. La carta se quedó en el bolso, donde nadie la buscaba.
El sábado, al oscurecer, se oyeron pasos por el portal, un portazo. Carmen miró por la mirilla y reconoció las siluetas. Mi madre llevaba una bolsa de la compra, mi padre una caja de dulces y yo, Santi, el nieto, el rucksack colgado y el flequillo asomando bajo la gorra.
Hola, abueladije yo, entrando primero y dándole un beso, torpe como suelen ser los adolescentes.
Pasad, pasad, que os he preparado zapatillas.
Nada más entrar, el pasillo se llenó de ruido y de olor a frío, a bollería del súper, a esa calle que huele a invierno en Madrid. Mi padre protestaba por la limpieza, yo me peleaba con el rucksack.
Mamá, que sólo estamos un ratodijo mi madre, dejando la bolsa en el suelo. Mañana tenemos comida con los padres de Rodri, ¿te acuerdas?
Claro, cómo no voy a acordarmerespondió Carmen. Venga, id a la cocina; tengo sopa recién hecha.
Nos sentamos en la cocina algo descolocados. Mi padre al lado de la ventana, mi madre junto a él, yo enfrente de la abuela. Servían la sopa en silencio, solo el tintinear de las cucharas rompía el hielo. Poco a poco fueron surgiendo charlas sobre el curro, la subida de precios, el tráfico. Por debajo, se sentía una tensión sorda, como una corriente bajo el agua.
Santi, ¿no necesitabas mirar algo para clase?preguntó mi madre cuando acabamos.
Ah, sí, abuela, ¿tienes algún libro de historia de la guerra? El profe ha dicho que quien quiera puede leer algo extra.
Claro que síse animó Carmen. Tengo una colección entera en la estantería. Ven, te enseño.
Nos fuimos al cuarto y encendió su lámpara vieja. Subida a una silla, empezó a sacar libros polvorientos.
Mira, aquí uno sobre la Guerra Civil, aquí memorias de soldados… ¿Qué buscas exactamente?
Cualquiera que no sea un rollocontesté yo, inseguro.
Vi en sus ojos la chispa del recuerdo, nostalgia de cuando me sentaba en sus rodillas y no paraba de preguntar. Me prestó uno con la portada descolorida.
Éste me gustó cuando era joven.
Le di gracias. Conversamos más sobre el instituto y ese profe de historia que no está mal, pero a veces se le va la olla. Notaba cuánto le alegraba oírme hablar, preguntando cosillas de vez en cuando.
Mi madre asomó la cabeza.
Santi, nos vamos en media hora.
Valerespondí y guardé el libro en la mochila.
Al marcharnos, se armó el lío típico de abrigos, bolsas, guantes y frases apuradas. Carmen nos despidió desde la puerta y volvió al piso, a ese silencio tan suyo.
Empezó a recoger en la cocina y, al ver el bolso aún en el taburete, metió la mano en el bolsillo y tocó la carta doblada. Sintió unas ganas tremendas de romperla, pero la guardó más hondo y cerró bien la cremallera.
No sabía que, mientras rebuscaba entre los libros, yo, al dejar la mochila, había notado que sobresalía un papel blanco del bolso. Por puro impulso, lo empujé adentro al leer Queridos Reyes Magos. Me quedé pillado.
No la leí allí, pero la imagen se me quedó grabada. Esa noche la recordé, ya en casa, con el libro en la mesa. Pensé que me haría gracia, pero me dejó raro, como un pellizco en el pecho.
Al día siguiente, a la hora de comer con la familia del otro lado, sólo podía pensar en la carta de mi abuela. Dos días después, volviendo del insti, le mandé un mensaje: Abuela, ¿puedo pasar? Tengo que mirar más cosas de historia. Ella contestó en seguida: Por supuesto, ven.
Llegué con la mochila, los cascos y, al entrar, el olor a coliflor cocida de la escalera. Ella abrió enseguida.
Pasa, Santi, quítate el abrigo. Te he hecho unas tortitasdijo.
Dejé la mochila sobre el taburete al lado del bolso, que otra vez tenía el papel asomando del bolsillo. Esta vez no me pude resistir. Mientras ella preparaba los platos, fingí atarme las zapatillas y saqué la carta como quien no quiere la cosa. Me la guardé en el bolsillo de la sudadera y volví a la cocina.
Qué buena pinta, abudije, como si nada.
Comimos, hablamos de mi cole, del tiempo y de que pronto serían vacaciones. Ella me mimaba a preguntas, yo respondía medio volando.
Recogí la mochila y me marché como siempre, pero ya con la carta en el bolsillo. Ese sábado, tumbado en la cama justo antes de dormir, abrí el folio. La letra de Carmen era redonda, con algún arabesco. Leí despacio y me sentí fatal cuando vi eso de que mi nieto no esté callado como un extraño. Me quedé helado. La verdad es que últimamente siempre esquivaba sus llamadas, contestaba seco. No por nada, sólo por pereza, cansancio, falta de ganas.
Leí la carta varias veces. Lo de pedir paz, sentarnos juntos Sentí una ternura tan bestia que me dieron ganas de plantarme en su casa a abrazarla y prometerle que todo iba a ir bien. Se me pasaba rápido el arrebato, claro.
No quise enseñar la carta a nadie. Ni a mi madre ni a mi padre. Imaginaba el desastre si lo hiciera: peleas nuevas, malentendidos, reproches. Así que la guardé en mi mesa.
Un día se lo conté a mi colega Javi en el recreo y me soltó: Eso es de abuelas, tío, mi abuelo lo único que pide son las pagas. Me enfadé y cambié de tema.
Por la noche, casi mando en el chat: ¿Por qué no cenamos todos en casa de la abuela?. Pero lo borré. Qué lío se podía armar: que si ya hay planes, que si no toca, que si más líos. Al final, cogí la carta otra vez y le di vueltas a una idea.
No hacía falta Nochevieja ni Reyes. Bastaba un día cualquiera.
Unas semanas después, fui al salón donde mi madre veía la tele con el portátil y solté:
Mamá, ¿y si vamos a cenar a casa de la abuela, los cuatro?
Me miró raro:
¿Y eso? Si solemos ir
Sí, pero no deprisa, sin prisas. Yo te ayudo a cocinar.
Se rio:
¿Tú? ¿En serio? Pero si no tienes ni idea.
Da igual, podemos aprender. En serio.
Murmuró que igual, que a ver si papá quería, que siempre anda cansado.
Yo apreté:
Mamá, es que a la abuela se le hace la casa muy grande sola. Aunque sea solo una vez.
Me volvió a mirar, más atenta. Dijo que lo intentaría.
Esa noche escuché a mis padres discutirlo. Papá se quejaba, pero mamá le recordó: A tu madre no le importa, pero a Santi sí. Al final, él resopló: Bueno, vamos.
Llamé a Carmen al día siguiente:
Abuela, que vamos a ir todos el sábado. ¿Te ayudo antes con la cena?
Pausa cortísima.
Claro, cariño, vente antes. Así me manejas el cuchillo y la cebolla.
El sábado fui con mi madre a por patatas, carne, verduras. Cortamos, pelamos, ella me corregía: Los dedos, Santi, que te cortas. Y yo refunfuñando pero haciéndole caso.
En la cocina sonaba la radio, olía a guiso. Era como esas tardes antiguas. Me atreví a preguntarle:
Abuela, ¿tú crees en los Reyes Magos?
Ella se sobresaltó, la cuchara golpeó la sartén.
¿Por qué me preguntas eso?
Por nada En el colegio decíamos tonterías.
Ella removió el guiso, pensativa.
De pequeña sí Ahora, no sé. A lo mejor existen, pero no como pensamos. ¿Tú qué crees?
Encogí los hombros.
Sería bonito que existieran.
Dejó la contestación colgando. Volvimos al cuchillo y las patatas, pero algo quedó distinto entre nosotros, aunque no dijéramos nada más.
Ya en la cena, con mi padre, mi madre y Carmen, la mesa estaba tan llena que parecía Navidad. Al principio estuvimos tensos, como si fuésemos desconocidos. Pero la comida, como siempre, fue derritiendo el hielo. Salieron historias de la infancia, anécdotas tontas. Hasta mi padre contó cosas de su trabajo.
Después, cuando mi madre le pidió disculpas a Carmen por no visitarla más a menudo, Carmen bajó la mirada y contestó despacito:
Es vuestra vida, no pasa nada, guapa.
Pero claro que le pasaba. Y por eso intervine:
Podemos vernos más, sin esperar a que sean fiestas.
Se miraron entre sí, sorprendidos, pero asintieron. No era una promesa, pero sí algo parecido a un compromiso a intentarlo.
Cuando recogimos, y ya se iban, mi madre dijo:
Mamá, la próxima vez avísame para organizarlo y volvemos a hacerlo.
Será un placerdijo Carmen.
Me quedé un segundo más en la habitación con la carta guardada. No iba devolvérsela. Era mi secreto, mi recordatorio.
Abuela, si alguna vez quieres pedirnos algo, dilo directamente, no hace falta cartasle susurré.
Ella me miró, sonrió suave.
Te lo diré, Santi.
Esa noche, Carmen se quedó recogiendo migas y oliendo el aire tibio del refrito y la vainilla del bizcocho. No todo estaba arreglado, no había milagros. Pero se sentía como si hubiéramos abierto una ventana para que entrara aire fresco.
Pasaron los días, la carta seguía doblada en mi abrigo. A veces la leía, otras sólo la tocaba. Cuando mi madre decía que estaba muy cansada para ir a ver a la abuela, le decía:
Voy yo solo entonces.
Y iba. No era nada extraordinario, sólo otro paso pequeño. Como el deseo que, un día, escribió una abuela en una cuartilla cuadriculada.
Carmen, al abrirme la puerta alguna tarde, se sorprendía. Pero nunca preguntaba. Solo decía:
Pasa, Santi, justo tengo la tetera al fuego.
Y con eso bastaba. La casa volvía a estar, por un rato, un poco más cálida.







