Lucía Martín miraba por la ventana de la cocina mientras su marido, Antonio, arreglaba algo en el garaje. En sus manos tenía un papel arrugado que encontró en el bolsillo de los vaqueros de Marta. Las letras se le borraban entre lágrimas, pero volvía a leer las frases cortas una y otra vez: «Quedamos a las diez en el portal. La abue duerme como un tronco, no se enterará. Besos. Tu Dani».
—Dios mío, ¿por qué a mí? —susurró Lucía, arrugando aún más el papel.
Marta había llegado a su casa hacía seis meses. Era hija de la hermana de Antonio, una mujer que siempre anduvo entre malos amores, cayó en el alcohol y acabó muriendo en un accidente de coche. La chica de dieciséis años se quedó sola en el mundo. Claro que ella y Antonio no podían abandonarla.
—Lucía, es de nuestra sangre —insistió su marido—. ¿A dónde iba a ir? ¿A un orfanato?
Y Lucía aceptó. Ellos no habían tenido hijos; los médicos les dijeron en su juventud que no podrían. Quizá la vida les mandaba este regalo al final del camino.
Qué equivocada estaba.
Al principio, todo fue bien. Marta parecía obediente, agradecida. Ayudaba en casa, sacaba buenas notas, les llamaba tía Lucía y tío Antonio. Lucía la adoraba. Le compraba ropa bonita, la apuntó a baloncesto y hasta contrató un profesor particular de inglés.
—Mirad qué joya tenemos —decía a las vecinas—. Solo trae sobresalientes.
Pero poco a poco, algo cambió. Marta se volvió contestona, rebelde. Llegaba cada vez más tarde. Y una semana atrás, Lucía notó que faltaba dinero de su escondite.
—Martita, ¿has cogido dinero del cajón? —preguntó con cuidado.
—¿Qué dinero? —la chica ni siquiera alzó la vista del móvil.
—El que guardaba para tus zapatillas nuevas. Había trescientos euros.
—Yo no he cogido nada. A lo mejor lo gastasteis y no os acordáis.
Lucía no dijo nada, pero algo le encogió el corazón. Ella sabía bien que había dejado trescientos euros. Y no podía habérselos gastado; con la pensión justa, vivían con lo justo.
Luego vinieron las salidas nocturnas. Marta creía que no la oían, pero Lucía dormía ligero, como toda persona mayor. Escuchaba el crujido de la tarima en el pasillo, el giro suave de la llave.
Al principio, quiso hablar con ella, corazón en mano. Pero cada vez que intentaba sacar el tema, Marta se escapaba o se encerraba.
Y ahora esta nota. Lucía no podía entender quién era ese Dani ni qué hacían de noche.
—Lucía, ¿dónde está Marta? —Antonio entró en la cocina, secándose las manos con un trapo.
—En su habitación. Como siempre, con el móvil.
—Habrá que hablar con ella. Se nos está escapando de las manos.
—Ya lo he intentado. Ni me escucha.
Antonio se sentó y se sirvió té de la tetera.
—¿Qué es eso que tienes en la mano?
Lucía le pasó la nota. Su marido la leyó y frunció el ceño.
—¿Dónde la encontraste?
—En sus vaqueros, cuando iba a lavar la ropa.
—Esto ya es serio. Hay que sentarla y hablar claro.
En ese momento, Marta entró en la cocina. Alta, delgada, con el pelo oscuro y largo. Una chica guapa, pero con esa mirada fría y desafiante.
—Ah, ¿hablando de mí? —dijo, abriendo la nevera.
—Martita, siéntate, por favor —pidió Lucía—. Tenemos que hablar.
—¿De qué?
—De esto —Antonio mostró la nota.
El rostro de Marta se tensó un instante, pero pronto recuperó la compostura.
—¿Y? Es cosa mía.
—No tienes cosas tuyas —dijo Antonio con firmeza—. Vives bajo nuestro techo y somos responsables de ti.
—¿Ah, sí? Pensaba que me habíais acogido por lástima —Marta se sentó, pero con aire desafiante—. La típica caridad de buenos tíos que recogen a una huérfana.
—¡Marta! —exclamó Lucía, indignada—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Te queremos como a una hija!
—¿Me queréis? —soltó una risa seca—. Entonces, ¿por qué controláis cada paso que doy? ¿Por qué no puedo salir con mi novio?
—Porque eres una niña —intervino Antonio—. Y porque no sabemos nada de ese chico.
—Dani es buena persona. Me entiende, cosa que vosotros no hacéis.
—¿Cuántos años tiene Dani? —preguntó Lucía.
Marta dudó.
—Veintiuno.
—¿Qué? —Lucía se puso en pie de un salto—. ¡Tú tienes dieciséis y él es un hombre adulto! ¡Eso es un delito!
—¡No es ningún delito! —gritó Marta—. ¡Nos queremos!
—Amor —meneó la cabeza Antonio—. A tu edad no es amor, es inconsciencia.
—¡No tenéis ni idea! —Marta se levantó de golpe—. Sois unos viejos que nunca tuvisteis hijos. ¡No podéis entender nada!
Las palabras le dolieron a Lucía como una bofetada. Palideció y se llevó una mano al pecho.
—Marta, no hables así —empezó Antonio, pero su sobrina le interrumpió.
—¿Duele la verdad? ¡Yo no os pedí que me acogierais! ¡Mejor hubiera estado en un centro!
—¡Pues vete! —estalló Antonio—. ¡Si somos tan malos!
—Antonio, por favor —susurró Lucía.
—¡Que se vaya con su Dani, ya que no nos quiere!
Marta los miró con desafío.
—Vale. Haré las maletas. Y el dinero que gastasteis en mí, os lo devolveré. Dani me ayudará.
Salió dando un portazo. Lucía rompió a llorar.
—Antonio, ¿qué hemos hecho…?
—Nada. Ella lo ha elegido. No somos sus enemigos.
—Pero es solo una niña. ¿Qué será de ella?
Antonio rodeó con un brazo los hombros de su mujer.
—No lo sé, Lucía. No lo sé.
Desde la habitación de Marta llegaban ruidos de cajones y maletas. Lucía quiso acercarse, pero no se atrevió.
Una hora después, Marta salió con una maleta y una mochila.
—Me voy —dijo, sin mirarlos.
—Martita, espera —Lucía se levantó—. No hace falta irse así. Hablemos.
—¿De qué? Vosotros mismos lo dijisteis.
—Antonio habló sin pensar. No queremos que te vayas.
—Pues yo sí. Aquí me ahogo. Dani tiene piso, viviré con él.
—¿Y el instituto? —preguntó Antonio.
—Ya me las arreglaré. Casi tengo diecisiete.
—Marta, escucha —Lucía se acercó—. Sé que estás enamorada. Es bonito. Pero no conoces a ese chico. ¿Y si te miente?
—¡No me miente! —estalló Marta—. ¡Es el único que me comprende! ¡Vosotros solo queréis encerrarme!
—Queremos protegerte.
—¿De qué? ¿De ser feliz?
Marta se dirigió a la puerta. Lucía la siguió.
—Al menos déjame tu número. Me preocuparé.
—Vale. Pero no llames cada día.
La chica se fue. Lucía se quedó junto a la ventana, viendo cómo Marta subía a un coche. Al volante iba un chico con chaqueta de cuero.
—Se acabó —dijo Antonio—. Seis meses cuidándola para que ni un gracias nos diga.
—Antonio, ¿y si nos equivocamos? ¿Podríamos haberlo hecho mejor?
—¿Cómo? ¿Dejando que una cría viva con un mayor? VLos días pasaron lentamente, hasta que una fría tarde de noviembre, Marta apareció en la puerta con los ojos llenos de arrepentimiento, y Lucía, aunque con el corazón herido, la abrazó en silencio, porque al final comprendió que el amor verdadero no juzga, sino que perdona y da otra oportunidad, pues es en los errores donde a menudo se esconde la sabiduría más profunda.