Tras la muerte de su esposa, Vicente Álvarez sentía que su casa se había quedado vacía para siempre. Su hija Lucía vivía con su familia en otra ciudad y apenas lo visitaba. Por las noches, el señor jubilado se entretenía mirando fotos de una vida que ya solo existía en los recuerdos. Cuando Lucía llamó un día para hablar no solo de su salud, sino también de su soledad, él pensó: “Seguro que vienen de visita”. Pero la sorpresa fue que su hija le propuso alquilar una habitación —un tal Daniel, hermano de una amiga suya, que se había quedado sin casa después del divorcio.
Así llegó Daniel a la vida de Vicente. Al principio, un chico tranquilo, educado, casi invisible. Pagaba puntual, comía poco e incluso traía a veces algún detalle para el dueño. Alguna que otra noche veían la tele juntos y charlaban. Pero luego… la cosa se torció.
Un día, Daniel apareció con dos amigos que olían a vino como tabernas a las tres de la madrugada. Se rieron, fumaron y armaron jaleo hasta que el reloj les dio las buenas noches. Y no fue la última vez. Vicente intentó hablar con él, pero la respuesta fue: “Pago. En el contrato no pone nada de visitas”. Luego llegó Sofía, la novia de Daniel. Primero de visita, después a dormir… hasta que Daniel soltó: “Oye, ¿y si nos cambiamos de habitación?”. Vicente puso pegas, pero al final cedió.
Una mañana, Sofía estaba friendo huevos en la cocina y lo invitó a desayunar. Daniel, con sonrisa de cordero, le dijo: “Nos quedamos un tiempo más. El trabajo me pilla cerca y usted es buena gente. Ya no vendrán colegas”. Sofía añadió: “¿Y si se va usted al pueblo? Mi tía tiene una casita en Valdemorillo. Es gratis, solo hay que cuidarla”. Vicente se sintió un poco desplazado, pero acabó aceptando: “Mejor aire fresco que vivir en una pensión”.
La casa era vieja, pero acogedora. Vicente la limpió, arregló la chimenea con ayuda de su vecino Julián, un tipo alegre y mañoso que no paraba de enseñarle cosas y de arrastrarlo a pescar. En primavera, llegó Antonia, la dueña. Trajo comida, se presentó, y Vicente la agasajó con una sopa de pescado que hasta Julián se apuntó. Y así empezó todo. Cada fin de semana, Antonia aparecía por allí. Hasta que un día… todo dio un vuelco.
Cuando Vicente regresó a la ciudad con Antonia para hablar con los inquilinos, les abrió Sofía… con una tripa que ya anunciaba futuro futbolista. “Daniel y nos hemos casado”, dijo ella. Antonia, mirando a Vicente de reojo, soltó: “Podéis iros a mi piso, y nosotros nos quedamos aquí”. Daniel se quedó blanco, y Vicente remachó: “También nos casamos. A los viejos nos gusta el calorcito”.
Poco después nació un niño. Antonia se jubiló y se volcó en el pequeño, aunque siempre encontraba tiempo para escaparse al pueblo con su marido. Arreglaron la casa, esperaban las visitas de los nietos, y hasta Julián construyó una cunita de madera. De un alquiler incómodo nació una familia. La vida, ya se sabe, tiene más giros que una telenovela… pero solo si dejas la puerta abierta.







