Hijo me acusa de destruir su familia por pedir que laven sus platos

Mi hijo me acusó de destruir su familia. Y yo solo le pedí a mi nuera que lavara su propio plato.

Tenía veintidós años cuando mi marido nos dejó a mí y a nuestro hijo de dos años. Se llamaba Javier, y en aquel momento me parecía el hombre más responsable del mundo, mi apoyo. Pero en cuanto la vida le exigió responsabilidades, cuidados y gastos para la familia, salió corriendo. Se fue con otra, guapa y despreocupada como una brisa de primavera. Me dijo que estaba cansado. Que no quería “complicarse la vida”.

Y así me quedé sola con un niño en brazos y un montón de facturas sin pagar. Todo cayó sobre mis hombros: la guardería, el trabajo, la casa, las enfermedades, las compras… Hasta el grifo lo arreglaba yo. Trabajaba de sol a sol, llegaba a casa y aún así fregaba el suelo, hacía la comida, lavaba la ropa, planchaba camisas. Ahora puedo decir “fue duro”, pero en ese momento no había tiempo para palabras. Había que sobrevivir.

Crié a mi hijo como pude, con amor y dedicación. ¿Le consentí demasiado? Quizá. Tal vez en exceso. Con veintisiete años no sabe freírse un huevo, pero siempre tuvo camisas limpias, el estómago lleno y la seguridad de que “mamá lo solucionará todo”. Yo esperaba que, al casarse, por fin se haría un hombre, y yo podría relajarme un poco, dedicarme a mí misma, quizás encontrar un trabajo más tranquilo, viajar… vivir para mí, al fin. Pero la realidad fue muy distinta.

—Mamá, Leticia y yo nos quedaremos en tu casa un tiempo, ¿vale? —me soltó una noche—. Solo hasta que ahorremos para un piso.

¿Qué podía decirle? Me encogí de hombros y acepté. Pensé: “Bueno, que se queden un poco, al fin y al cabo son recién casados”. Esperaba que Leticia se ocupara de mi hijo: cocinara, limpiara, llevara la casa. Y yo aguantaría.

Me equivoqué.

Leticia resultó ser… digamos… más inútil que un cenicero en una moto. Ninguna ayuda. Ni cocinaba, ni limpiaba, ni siquiera se le pasaba por la cabeza echar una mano. Se pasaba el día con el móvil, tomando café con las amigas, tirada en la cama. No lavaba los platos, no planchaba, ni siquiera recogía lo suyo. Tres meses cargué yo sola con los tres: mi hijo, su mujer y su vaguería.

Mientras, seguía trabajando. Llegaba por la noche y la casa parecía el escenario de una batalla: la nevera vacía, platos sucios, migas por el suelo, la mesa pringosa, la ropa amontonada en el baño como si la lavadora fuera invisible. Yo iba al supermercado, cocinaba, limpiaba, fregaba otra vez… y todo en silencio. Leticia ni siquiera se molestaba en decir “gracias”.

Hubo un día que estaba fregando, y ella, sin ningún pudor, se acercó y dejó en el borde del fregadero un plato que, al parecer, llevaba días escondido en su habitación. Tenía restos de comida secos y moscas revoloteando. Ni se ruborizó. Lo dejó allí y se fue. Yo me quedé mirándolo, sin creer que una persona adulta pudiera comportarse así.

Al día siguiente, exploté. Cuando apareció con otra taza sucia, le dije calmada, sin gritar:
—Leticia, ¿te importaría, por una vez en tu vida, lavar tus propios platos?

No respondió. Ni una palabra. Me miró como si fuera un fantasma y se marchó. A la mañana siguiente, los dos recogieron sus cosas y se fueron. Sin despedirse.

Por la noche, mi hijo me llamó. Voz fría, distante:
—Mamá, ¿por qué haces esto? ¿Por qué quieres destruir mi familia?

No podía creer lo que escuchaba.
—¿Llamas “destruir una familia” a pedir que laven un plato?

Colgó.

Desde entonces, ni él ni Leticia han vuelto a llamar. Y sabes qué? No lo echo de menos. La casa está tranquila. Limpia. Libre. Me preparo un té, pongo mi serie favorita y, por primera vez en mucho tiempo, tengo fuerzas para sonreír. No me siento una criada. Ya no estoy ahogada.

Y si para lograrlo tuve que “destruir una familia”… pues bueno, parece que no fue una familia, sino una ilusión. Y yo ya no quiero vivir en ilusiones.

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