Hace poco, me encontré con una mujer que paseaba por la calle junto a su pequeña hija de un año y medio, completamente absorta en sus pensamientos, sin reparar en el mundo que la rodeaba.
Hola, amigo mío. Hace unos días vi a esta mujer caminando con su hija pequeña por una avenida céntrica de Madrid, tan ensimismada que si no la hubiera llamado, habría pasado de largo sin notar mi presencia. Al verme, primero esbozó una sonrisa alegre, pero enseguida su rostro fue invadido por una expresión de extraña indiferencia. Le pregunté qué le ocurría, y entonces me confió su historia familiar.
Se casaron por amor. Los meses de noviazgo estuvieron llenos de ternura y momentos inolvidables compartidos. Tras la boda, su marido la trataba como una reina: buscaban vivir en armonía y comprensión, pese a que a veces sus caminos parecían desviarse.
La llegada de su hija, Alba, lo cambió todo. Fue en ese instante cuando él se dio cuenta de lo que implicaba realmente ser padre, y la situación no terminó por agradarle. Trabajaba desde casa, pero los llantos y el nerviosismo de la niña, lejos de enternecerlo, le resultaban una molestia constante. Por supuesto, la mayor parte del peso de los cuidados recaía sobre ella, aunque alguna vez él también recibía su reprimenda.
Consciente de que su esposa estaba de baja por maternidad y que sus ingresos familiares habían disminuido, el marido empezó a apoyarse en este hecho para delegar absolutamente todas las responsabilidades del cuidado infantil. No pasó mucho hasta que le exigió que regresara al trabajo y dejara a Alba al cuidado de uno de los abuelos.
Él no aceptaba la explicación de que las abuelas no podían hacerse cargo de una niña tan pequeña, y decía que hacían falta más euros en el presupuesto familiar. Investigó todas las posibilidades, hasta considerar guarderías de jornada completa, con tal de no tener que encargarse él del cuidado de su hija. Desde entonces, dejó de darle dinero a su esposa para la compra diaria y empezó a hacer él mismo las compras, convencido de que ella dilapidaba los ahorros en cosas innecesarias.
Ella, agobiada, comenzó a salir más a menudo de casa, dando largos paseos por el Retiro o visitando parques y zonas de juegos, para evitar pasar horas entre cuatro paredes con su marido.
Mi amiga, desesperada, me preguntó qué debería hacer, pero yo no supe darle consejo alguno. ¿Divorciarse? Ni lo contemplaba. Aunque él tenía muchos defectos, mi amiga seguía profundamente enamorada de Luis y no se veía capaz de dar ese paso. Además, pensaba en Alba, y no quería que creciese sin sus dos padres. Ya estaba agotada de escuchar los reproches sobre el dinero y sentía que la injusticia la asfixiaba.
Cuando nos despedimos, sólo acerté a decir frases vagas como ten fuerza, todo saldrá bien y el tiempo lo pondrá en su sitio, aunque lo cierto es que deseaba con el corazón que así fuese.
La vida muchas veces nos pone delante pruebas que parecen no tener salida; pero, como le dije a mi amiga, la esperanza y el coraje pueden abrir caminos incluso donde parece que no los hay. A veces, basta con atreverse a buscar ayuda, a expresar nuestros sentimientos y a confiar en que las cosas, poco a poco, encontrarán su equilibrio.







