¡Gran noticia!

**Noticia excelente**

Lucía apretaba el paso de vuelta a casa. Tenía una buena noticia para su marido, no buena, excelente. Había que celebrarlo. De camino, entró en una tienda y compró una botella de vino. Prepararía la cena, brindarían… imaginaba Lucía mientras caminaba.

—¡Adrián, ya estoy aquí! —gritó al entrar en su pequeño piso. No hacía falta alzar la voz; desde cualquier rincón se escuchaba el clic de la cerradura. Pero la alegría la desbordaba y no podía contenerse.

Adrián salió a su encuentro con gesto apagado.

—Tengo una noticia increíble. En un momento preparo la cena y lo celebramos. Hasta compré vino. Mira. —Lucía sacó la botella de la bolsa sin notar la mirada tensa de su marido—. Llévala a la cocina, que voy a cambiarme. —Pasó junto a él hacia el armario y, tras la puerta, se desvistió como tras una cortina. Se puso el batín corto que tanto le gustaba a Adrián, se ajustó el pelo y cerró el mueble.

Él estaba sentado frente al televisor, con el sonido apagado, mirando sin ver. Lucía se acercó.

—¿Qué pasa? ¿Tu madre se ha puesto otra vez mal? —preguntó con cautela.

Su marido no respondió. Lucía se sentó a su lado y cubrió su mano con la suya.

—Pase lo que pase, lo superaremos. Es que hoy he conseguido… —No pudo terminar. Adrián retiró la mano y se levantó bruscamente—. Bueno, ya me lo contarás luego. Voy a preparar la cena.

Mientras freía patatas, Lucía se consumía por la incertidumbre. Sabía que preguntar era inútil. Su buen humor se esfumó. El vino había sido mala idea. Pero ¿cómo iba a saberlo?

Llevaban casados año y medio. Adrián trabajaba en una importante constructora mientras ella terminaba su proyecto de fin de carrera. Vivían de su sueldo, así que alquilaron un piso pequeño, suficiente de momento.

Parte del dinero se lo enviaba a su madre, que vivía en otra ciudad y necesitaba medicamentos caros. Cuando Lucía se licenció y encontró trabajo, comenzaron incluso a ahorrar para un piso, aunque a ese ritmo jamás lo lograrían.

De noche soñaban con abrir su propio estudio: él diseñaría casas y ella las decoraría. Pero antes necesitaban experiencia. Nadie confiaría en una empresa desconocida. Necesitaban referencias. Entonces tendrían un hogar grande, hijos…

Pero por ahora a Lucía solo le encargaban proyectos menores, aburridos, donde no podía lucir su talento. Trabajaba con ahínco, aunque no le pagaran mucho, confiando en que tarde o temprano le confiarían algo importante. Y entonces tendrían de todo: un piso que decoraría a su gusto, un coche, muebles…

Justo hoy, su jefe le había asignado un proyecto serio: reformar y amueblar un apartamento. Una mujer adinerada quería regalárselo a su hijo como regalo de bodas. La boda era en un mes. Lucía debía centrarse solo en eso. La pagarían extra por la urgencia.

Estaba segura de que lo lograría. Las ideas bullían en su cabeza; lo haría como si fuera para ella. La mujer elegante que la recibió olía a dinero. Le enseñó el piso, le pidió que no escatimara en gastos.

Acordaron que Lucía presentaría un boceto y, si a Isaura (así se llamaba la clienta) le gustaba, comenzarían las obras.

Por eso corría a compartir la noticia con su marido. Pero la botella quedó intacta. Lucía la guardó en la nevera. Tras una cena en silencio, se sentó frente al ordenador. Se sumergió en el trabajo hasta que Adrián se acercó.

—Para un momento. Tengo que decirte algo… —empezó él.

—Dime. —Ella giró la silla.

—Me han despedido —soltó Adrián sin mirarla.

—¿Cómo? ¿Por qué? —exclamó ella, alarmada.

—Había mucho trabajo, un proyecto importante… Los plazos eran ajustados. Me presionaron. Y al final cometí un error en los cálculos. Cuando me di cuenta, ya era tarde. Me echaron.

—No pasa nada, lo superaremos. Yo quería contarte que me han dado…

—Eso no es todo —Adrián se levantó y comenzó a pasear como un oso herido—. Tengo que devolver dinero. Lo dice el contrato…

—¿Cuánto? —preguntó Lucía con voz apagada.

—Mucho. No lo tenemos. Pediré un crédito, pero no podré ayudar a mi madre.

—¿Qué crédito? ¡Con los intereses! Pediremos prestado a amigos…

—No seas ingenua, Luci. ¿Qué amigos? Solo tienes amigos cuando te va bien. Pide dinero y verás quién lo es —gritó él.

—¿Has pedido tú? —intuyó ella—. Yo tengo amigas…

—Prueba. Yo al parecer no tengo ninguno. —Adrián se marchó a la cocina.

Lucía pensó en quién podría ayudarles. Marcó el número de Marta, una antigua compañera de instituto que presumía de su marido empresario, su chalet en La Moraleja y sus viajes al extranjero.

—¿Marta? Soy Lucía Ruiz, antes Martínez… —Tras los saludos, fue al grano—. Necesito ayuda. ¿Podemos vernos? ¿No estás en Madrid? Bueno, te lo digo por teléfono. Necesito dinero urgente… —El silencio al otro lado la hizo dudar. Iba a colgar cuando Marta habló.

—Lo siento, no puedo. El dinero es de mi marido, no mío. Solo me da para mis caprichos. Hace poco quise enviar a mi madre a un balneario y se enfadó. Los ricos también lloran… —su voz sonó genuinamente apenada.

Lucía colgó y llamó a Clara, una modista que ahorraba para su piso.

—¿Clara? Soy Lucía… No, no quiero encargar nada. Necesito hablar… ¿Estás ocupada? Vale. En fin, me urgen unos ahorros… ¿Ya? Me alegro por ti…

Clara acababa de comprar piso. Lucía decidió que al día siguiente pediría ayuda a sus compañeros. Como última opción, solicitarían un crédito.

A la mañana siguiente terminó los bocetos y llamó a Isaura.

—¿Tan pronto? Magnífico. Venga, que ahora mismo enseño el piso a los albañiles —propuso la clienta.

Isaura examinó los diseños.

—Me encanta.

—El mobiliario a medida llevará tiempo, pero propongo esto. Los espejos y la iluminación ampliarán el espacio… —Lucía le tendió más folios.

—De acuerdo. Empecemos. Si hay problemas, llámame —dijo Isaura, yéndose.

Lucía respiró hondo.

—¡Espere, Isaura! ¿Podemos hablar?

—Rápido, tengo una cita —respondió la mujer, molesta.

Lucía fue directa: le explicó lo de Adrián, el despido, la deuda…

—¿Podría adelantarme el pago? El proyecto está listo. Supervisaré todo personalmente… —Miró esperanzada a Isaura, para quien esa suma era insignificante.

La mujer tardó en responder, pero no dijo que no. Normalmente el cliente pagaba a la empresa, pero a veces agradecía al diseñador aparte.

—De acuerdo —aceptó al fin—. Le daré el dinero. Tengo una casa en la sierra que necesita reformas. ¿Las hace usted? Le pagaré directamente.

—Por supuesto. Solo tengo que ver la casa… —Lucía casi saltaba de alegría—. No sabe cómo se lo agradezco…

—Arriesgo, pero quiero ayudar. Cumpla su parte —Lucía cerró los ojos, respiró hondo y decidió que, aunque el dolor tardaría en irse, su futuro brillaría más que cualquier traición, porque ella sola era suficiente para construir su felicidad.

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