Genes Dañados

**Genes Podridos**

Ana entró en el piso, dejó las bolsas pesadas en el suelo y exhaló con fuerza.

—¿Hay alguien en casa? —gritó hacia la habitación—. Dos hombres en casa, y yo cargando con las bolsas —refunfuñó—. Todos quieren comer, pero cuando toca ayudar, no hay nadie —añadió, alzando la voz para asegurarse de que la oyeran.

Se desvestía con ruido, suspirando y quejándose. Al fin, su hijo apareció en la puerta.

—Coge las bolsas y llévalas a la cocina. ¿Está tu padre?

Dani levantó los paquetes.

—Está viendo la tele —dijo por encima del hombro.
Podría haberse callado lo del televisor. Su madre no le había preguntado qué hacía su padre. Pero ¿por qué iba a ser él el único que recibiera el mal humor de Ana? Que le tocara también al padre.

—¿Por qué gritas? —apareció el padre en la puerta.

—Nada. Estoy cansada —replicó Ana—. Ahora descanso cinco minutos y hago la cena. Todo yo. Al menos podríais haber pensado en cocer unos macarrones. Se metió en las zapatillas y apagó la luz del recibidor.

—No nos lo dijiste. Lo habríamos hecho, ¿verdad, Dani? —el padre, olfateando el inicio de una discusión, arrastró a Dani a su bando.

Desde la cocina solo se oía el crujir de las bolsas y el sonido de la nevera cerrándose. Dani decidió mantenerse neutral. Era más seguro.

—Pues no lo habéis hecho —suspiró Ana—. Si tuviera una hija, ella sí sabría qué hacer. Pero vosotros no servís para nada —murmuró, arrastrando los pies hacia la cocina, pasando junto a su marido.

—Ana, sé que estás cansada, pero ¿por qué descargarte con nosotros? No soy adivino, no sé si prefieres macarrones o patatas. Si lo hubieras dicho, lo habríamos hecho, o habríamos ido a comprar. Yo también acabo de llegar del trabajo, estoy agotado, por cierto. Y… —cortó el aire con la mano y desapareció en la habitación.

—Eso digo yo, que todo hay que decíroslo. Claro, es mejor estar tirado en el sofá —refunfuñó Ana, pero ya sin rabia, más para sí misma. No quería pelea. No le quedaban fuerzas. Simplemente no podía calmarse de golpe.

—Gracias, hijo. Vete, haz los deberes, yo me encargo…

Dani escapó corriendo hacia el ordenador. Ana abrió la nevera y meneó la cabeza, reorganizando los alimentos. Tras desahogarse, se calmó. Adoraba a su marido y a su hijo, pero hoy se le había torcido el día. Cocinar no era cosa de hombres.

Tras la cena, guardó los restos de macarrones en un tupper y añadió una hamburguesa. Pensó en poner otra, pero cambió de idea.

—¿Otra vez para los Martínez? Mira que la malcrías, luego te quejarás de que se sube a la chepa —reprochó su marido, vengándose por sus quejas anteriores.

—No para los Martínez, para Sonia. En su casa no tienen ni para comer. Su madre se lo gasta todo en alcohol. La pobre niña. La vi llevando a su madre borracha a casa. No se tenía en pie. Es lista, buena chica, pero con esos padres… —explicó Ana, cambiándose de zapatos en el recibidor.

Su marido no respondió.

Ana bajó al tercer piso y llamó a la puerta desconchada que inspiraba poca confianza—un empujón y se abriría. Pero, ¿para qué? No había nada que robar, ni las cucarachas aguantaban allí.

—¿Quién? —preguntó una vocecilla al otro lado.

—Sonia, soy tía Ana. Ábreme, te traigo comida.

El pestillo sonó, la puerta se entreabrió y Ana vio el ojo atento de Sonia, de nueve años.

—Toma, come. ¿Tu madre duerme?

La niña abrió un poco más, cogió el tupper y asintió.

—Bueno, me voy. Come. Estás en los huesos, no sé cómo aguantas —Ana la miraba con pena—. Que no se lo vea tu madre.

Sonia volvió a asentir y cerró la puerta.

«Me encantaría tener una hija así», pensó Ana, subiendo las escaleras.

Entró en la habitación de su hijo, que cerró de golpe la tapa del portátil, pero Ana alcanzó a ver que estaba jugando.

—Vale, no lo escondas. ¿Has hecho los deberes? —preguntó, acercándose al escritorio.

—Hace rato.

—Maña**Genes Podridos**

Ana entró en el piso, dejó las bolsas pesadas en el suelo y exhaló con fuerza.

—¿Hay alguien en casa? —gritó hacia la habitación—. Dos hombres en casa, y yo cargando con las bolsas —refunfuñó—. Todos quieren comer, pero cuando toca ayudar, no hay nadie —añadió, alzando la voz para asegurarse de que la oyeran.

Se desvestía con ruido, suspirando y quejándose. Al fin, su hijo apareció en la puerta.

—Coge las bolsas y llévalas a la cocina. ¿Está tu padre?

Dani levantó los paquetes.

—Está viendo la tele —dijo por encima del hombro.
Podría haberse callado lo del televisor. Su madre no le había preguntado qué hacía su padre. Pero ¿por qué iba a ser él el único que recibiera el mal humor de Ana? Que le tocara también al padre.

—¿Por qué gritas? —apareció el padre en la puerta.

—Nada. Estoy cansada —replicó Ana—. Ahora descanso cinco minutos y hago la cena. Todo yo. Al menos podríais haber pensado en cocer unos macarrones. Se metió en las zapatillas y apagó la luz del recibidor.

—No nos lo dijiste. Lo habríamos hecho, ¿verdad, Dani? —el padre, olfateando el inicio de una discusión, arrastró a Dani a su bando.

Desde la cocina solo se oía el crujir de las bolsas y el sonido de la nevera cerrándose. Dani decidió mantenerse neutral. Era más seguro.

—Pues no lo habéis hecho —suspiró Ana—. Si tuviera una hija, ella sí sabría qué hacer. Pero vosotros no servís para nada —murmuró, arrastrando los pies hacia la cocina, pasando junto a su marido.

—Ana, sé que estás cansada, pero ¿por qué descargarte con nosotros? No soy adivino, no sé si prefieres macarrones o patatas. Si lo hubieras dicho, lo habríamos hecho, o habríamos ido a comprar. Yo también acabo de llegar del trabajo, estoy agotado, por cierto. Y… —cortó el aire con la mano y desapareció en la habitación.

—Eso digo yo, que todo hay que decíroslo. Claro, es mejor estar tirado en el sofá —refunfuñó Ana, pero ya sin rabia, más para sí misma. No quería pelea. No le quedaban fuerzas. Simplemente no podía calmarse de golpe.

—Gracias, hijo. Vete, haz los deberes, yo me encargo…

Dani escapó corriendo hacia el ordenador. Ana abrió la nevera y meneó la cabeza, reorganizando los alimentos. Tras desahogarse, se calmó. Adoraba a su marido y a su hijo, pero hoy se le había torcido el día. Cocinar no era cosa de hombres.

Tras la cena, guardó los restos de macarrones en un tupper y añadió una hamburguesa. Pensó en poner otra, pero cambió de idea.

—¿Otra vez para los Martínez? Mira que la malcrías, luego te quejarás de que se sube a la chepa —reprochó su marido, vengándose por sus quejas anteriores.

—No para los Martínez, para Sonia. En su casa no tienen ni para comer. Su madre se lo gasta todo en alcohol. La pobre niña. La vi llevando a su madre borracha a casa. No se tenía en pie. Es lista, buena chica, pero con esos padres… —explicó Ana, cambiándose de zapatos en el recibidor.

Su marido no respondió.

Ana bajó al tercer piso y llamó a la puerta desconchada que inspiraba poca confianza—un empujón y se abriría. Pero, ¿para qué? No había nada que robar, ni las cucarachas aguantaban allí.

—¿Quién? —preguntó una vocecilla al otro lado.

—Sonia, soy tía Ana. Ábreme, te traigo comida.

El pestillo sonó, la puerta se entreabrió y Ana vio el ojo atento de Sonia, de nueve años.

—Toma, come. ¿Tu madre duerme?

La niña abrió un poco más, cogió el tupper y asintió.

—Bueno, me voy. Come. Estás en los huesos, no sé cómo aguantas —Ana la miraba con pena—. Que no se lo vea tu madre.

Sonia volvió a asentir y cerró la puerta.

«Me encantaría tener una hija así», pensó Ana, subiendo las escaleras.

Entró en la habitación de su hijo, que cerró de golpe la tapa del portátil, pero Ana alcanzó a ver que estaba jugando.

—Vale, no lo escondas. ¿Has hecho los deberes? —preguntó, acercándose al escritorio.

—Hace rato.

—Mañana, al salir del instituto, llama a Sonia y dale de comer sopa, su madre gasta todo en alcohol, comen solo pan o ni eso, la pobre está siempre hambrienta, parece un palillo.

—Vale, mamá —asintió Dani, de catorce años, sin hacer más preguntas.

—No juegues mucho, acuéstate pronto —dijo Ana desde la puerta.

—Vale. —Dani abrió el juego y clavó los ojos en la pantalla.

Al día siguiente, al pasar por la puerta de los Martínez, Dani pulsó el timbre.

—No está mi madre —respondió Sonia desde dentro.

—Oye, pequeña, mi madre quiere que vengas a casa.

—¿Para qué? —preguntó la niña tras un largo silencio.

—Ven y lo verás —dijo Dani.

La puerta se abrió lentamente. Sonia lo miraba con desconfianza.

—¿Vienes? Si no quieres, como quieras —dijo con fingida indiferencia y dio un paso hacia las escaleras.

—Ahora voy —gritó Sonia, desapareciendo un momento antes de salir con el tupper vacío.

—Hay una olla con sopa en la nevera. ¿Sabrás calentarla? —preguntó Dani, subiendo y copiando el tono de su madre.

—No soy tonta —se ofendió Sonia, siguiéndolo.

—Calienta dos platos. —Dani abrió la puerta de su casa—. Ve a la cocina, yo me cambio —ordenó, yéndose a su habitación.

Cuando entró en la cocina, la sopa humeaba en los platos, con cucharas y pan al lado.

—Bien hecho. A ver quién termina antes. —Dani se sentó frente a Sonia, cogió la cuchara y comenzó a comer rápido.

Sonia comía despacio, mirándolo. Después lavó los platos. Dani no ofreció ayuda. ¿Para qué? Si había comido, que lavara.

—Ven, te enseño un juego —dijo cuando Sonia colgó el paño.

—Enséñame a ganar dinero por internet —replicó ella.

—Vaya, sabes más de lo que parece —rió Dani—. ¿Tienes ordenador?

—¿De dónde?

—¿Entonces cómo piensas ganar dinero?

—Enséñame tú —insistió Sonia.

—Pues la verdad es que no sé. Le preguntaré a Víctor. Él dice que sabe.

Desde entonces, casi cada día, Dani recogía a Sonia después del instituto, comían juntos y él le enseñaba informática. Sonia aprendía rápido, se sonrojaba con sus elogios.

Una vez abrió la madre, Sonia asomándose tras ella.

—¿No es pronto para andar con chicos? —preguntó la madre con voz ronca, mirando a Dani.

—La ayudo con los deberes —improvisó él.

Sonia miraba asustada a uno y a otro.

—Bueno, vete, pero no tardes —refunfuñó la madre, yéndose tambaleante.

—No has cogido la llave. ¿Cómo entrarás? Parece que hoy no ha bebido —dijo Dani al subir.

—Y así, entre sopas compartidas, sueños frágiles y miradas que ya no podían esconder nada, Dani y Sonia empezaron a escribir su propia historia, una que ni los genes podridos ni los prejuicios lograron arruinar.

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Genes Dañados