Lucía y su amisa salieron de sus clases. No le apetecía ir a casa, así que propuso:
María, ¿vamos a dar una vuelta por el parque?
Venga, ¡que todavía hay luz! asintió su amiga.
El parque no quedaba de camino, pero ¿por qué no dar un paseo?
Caminaban por la avenida del parque, siguiendo con miradas envidiosas a las parejas de enamorados. Nadie les prestaba atención.
Al girar por un sendero solitario, de pronto vieron a un hombre y una mujer abrazados. Él le susurraba algo al oído. Ella sonreía feliz.
Aunque el hombre les daba la espalda, se notaba que no era joven.
María los miró sin interés, hasta que de repente se dio cuenta de que Lucía los observaba con los ojos muy abiertos, incapaz de apartar la mirada.
Lucía, ¿qué te pasa? María la sacudió del brazo. ¡Lucía!
Nada, no es nada. Vámonos dijo Lucía de golpe, acelerando el paso.
Salieron del parque. Lucía caminaba en silencio, ensimismada. Se despidieron y cada una tomó rumbo a su casa.
Lucía avanzaba cabizbaja, negándose a creer lo que había visto.
Aquella mujer sonriente bajo el árbol, el hombre que le hablaba al oído sin darse cuenta de nada ¡ni siquiera de su propia hija!
Papá, ¿cómo has podido? Siempre te creí perfecto. ¿Y resulta que tienes una amante? ¡No lo habría creído si no lo viera con mis propios ojos! pensaba, con el corazón encogido.
Llegó a casa tarde.
Siéntate a cenar gruñó su madre. Ni tú ni tu padre aparecéis a hora.
Ahora mismo, voy a lavarme las manos respondió Lucía, incómoda.
Se encerró en el baño un largo rato. Al salir, su padre aún no había llegado. Cenó rápido y se refugió en su habitación.
Abrió el portátil, pero no podía concentrarse. Aquella imagen del parque se le clavaba en la mente. No quería creerlo.
Es mi padre. ¿De verdad el engaño y la traición son normales para los adultos? ¿Qué le falta en su vida? ¿De verdad nos dejaría a mamá y a mí por esa? De pronto, una idea cruzó por su cabeza.
¿Cree esa mujer que le dejaré quedarse con mi padre? Parece que ni siquiera sabe que existo.
Se escuchó la puerta abrirse.
Perdona, cariño. Ha sido un día largo dijo la voz de su padre.
Antes tus días largos eran solo a fin de mes replicó su madre, con tono de reproche. Ahora son todos los días.
Juana, ¡es que ahora es distinto!
Entró en la habitación de Lucía, como siempre, para darle un beso. Pero ella lo apartó.
Ve a cenar, que se te enfría.
Hija, ¿qué te pasa?
A mí, nada. ¿Y a ti?
Su padre la miró fijamente. Quiso decir algo, pero cambió de idea y se dirigió a la cocina.
Lucía no salió de su cuarto en toda la noche. Planeaba cómo recuperar a su padre. Con ese pensamiento, se durmió.
Y con el mismo plan despertó al oír las voces de sus padres:
Antonio, ¿adónde vas?
Al trabajo. Es urgente.
Hoy es sábado. Podrías pasar el día con tu familia.
No tardaré. Volveré para comer y haremos algo juntos.
Lucía salió de su cuarto, fingiendo despertar.
¿Y tú? preguntó su madre al instante.
Mamá, tengo clase. Y voy tarde.
¡Vaya familia! refunfuñó su madre. Nunca estáis en casa.
Pero Lucía ya se había encerrado en el baño.
Salió y se vistió rápidamente, viendo que su padre esperaba en el pasillo. Él sonrió.
Hija, ¿quieres que te acompañe?
¡Lucía, al menos tómate el café! gritó su madre desde la cocina. Ya lo tengo listo.
Bebe, yo espero dijo su padre, con tono culpable.
Lucía entró corriendo, tragó el café de pie y salió disparada.
¡Vamos, papá!
Caminaron en silencio unos minutos, hasta que su padre rompió el hielo.
Hija, ¿estás enfadada conmigo?
No, papá. Será la edad dudó un instante. Te quiero, papá.
Y yo a ti, cariño.
¿Más que a nada en el mundo?
Notó cómo su padre se tensaba, mirándola con sospecha, pero finalmente contestó:
Más que a nada en el mundo.
Siguieron caminando, sonriendo, pero evitando mirarse.
Bueno, papá, yo voy por aquí. Te espero a la hora de comer. Prometiste que pasaríamos el finde juntos.
Lucía se dirigió a su clase, dio media vuelta y se escondió tras unos arbustos. Al ver que su padre no miraba atrás, lo siguió.
Todavía esperaba que fuera al trabajo, pero tomó otro camino.
Caminaron un buen rato. Su padre no se giró ni una vez. Llegaron a un edificio. Él se detuvo junto a un árbol, sacó el teléfono y llamó.
Minutos después, salió una mujer. Lucía no pudo evitar admirarla.
¡Qué guapa es! susurró. ¿De verdad le importamos más nosotras?
La mujer corrió hacia él, lo besó y se alejaron del brazo.
Era un barrio desconocido y solitario. Entraron en una plaza, se sentaron en un banco y hablaron seriamente. Hasta que se besaron.
Lucía no apartaba la vista. La rabia la consumía.
Al levantarse, volvieron al edificio. Otro beso. Su padre se marchó, y ella entró en el portal.
Lucía esperó, decidida. Quería hablar con esa mujer a solas.
Entonces la vio salir de nuevo, con una bolsa de basura.
¡Hola! Lucía le cortó el paso después de que tirara la bolsa.
¿Hola? la mujer la miró extrañada. ¿Qué quieres?
Escucha. Si vuelves a quedar con Antonio, te arrepentirás.
¿Y tú quién eres?
¿No lo entiendes? Saca el teléfono.
Toma dijo la mujer, confundida.
Llámale. Y dile que no quieres volver a verlo. ¡Soy su hija! Y él quiere mucho a mi madre.
La mujer marcó el número. Lucía oyó la voz de su padre:
Carla, ¿qué pasa?
Antonio, esto no puede seguir. Tienes familia, y yo me voy de la ciudad después de la universidad.
Carla, pero si en su voz había alivio.
Adiós, Antonio. No llames más.
Vale. Adiós.
Cuando Lucía llegó a casa, sus padres estaban comiendo en paz.
¿Por qué estás tan contenta? preguntó su madre, sirviéndole comida.
¿Vas a comer o no?
Hija, ¿a qué viene esa sonrisa? preguntó su padre.
Papá, ¿me quieres?
Claro.
¿Y a mamá?
Hubo una pausa. Y entonces, firme:
Y a tu madre también la quiero.
Lucía sonrió, segura de haber salvado su familia.







