Él me echó, acusándome de la enfermedad del niño: “No eres una madre, sino un castigo”.
—¡¿Qué has hecho?! ¡Por tu culpa el niño se ha puesto enfermo! ¡Lárgate! ¡Ahora mismo! ¡No quiero verte ni un minuto más en esta casa! —gritaba él, con una voz cargada de certeza y rabia. No había duda en sus palabras, solo furia y condena.
Así fue como Adrián puso el punto final. No a una discusión, sino a nuestra familia.
Estaba convencido: todo lo que ocurría con nuestro hijo era mi culpa. La fiebre, la tos, las lágrimas… Todo, según él, porque yo era una mala madre, porque no había estado atenta, porque «nunca hago nada bien». Y no había forma de hacerle cambiar de opinión. No escuchaba. No quería escuchar.
Me apoyé contra la pared del pasillo mientras él recorría el piso como un huracán, cerrando puertas de golpe, moviendo ropa del niño con brusquedad. En la otra habitación estaba nuestro hijo, ardiendo de fiebre, adormilado, débil. Yo había estado con él toda la noche, dándole agua, bajándole la temperatura, sin apartarme ni un segundo. Y ahora… «Lárgate».
Cuando Adrián lo acostó, se acercó a mí. Su rostro era frío. Sus ojos, helados de determinación.
—¿Por qué sigues aquí? Te he dicho que te vayas. Olvídate del niño. No necesita una madre como tú. Y no quiero volver a verte.
No grité. No discutí. Solo susurré que amaba a mi hijo, que haría lo que fuera por cambiar, por ser mejor. Le rogué que parara. Pero no quiso escucharme.
—Solo estorbas. Solo le haces daño, Lucía —dijo, como si escupiera las palabras—. Ya lo tengo todo claro.
Hizo mi maleta. Abrió la puerta en silencio. Y señaló la salida.
No recuerdo cómo llegué a la calle. Todo era borroso. Hacía frío, mis manos temblaban, y en mi cabeza solo resonaba una idea: “He dejado a mi hijo… Me han echado de su vida”.
Adrián no contestó al día siguiente. Ni una semana después. Me bloqueó en todas partes.
Escribí mensajes, llamé a su madre, supliqué que al menos me dejaran verlo. Pero nadie respondió. Era como si ya no existiera.
Yo soy su madre. Lo llevé dentro nueve meses. Lo traje al mundo, le canté nanas, velé sus noches de insomnio, lo abracé cuando le dolían los dientes.
Y ahora… soy «nadie».
Adrián decidió que tenía derecho a arrebatarme a mi hijo. No un juez, ni los servicios sociales. Solo un hombre enfadado porque el niño se resfrió.
Y yo no tenía culpa de nada. Era un simple catarro. Otoño, corrientes de aire, la guardería llena de mocos. Pero para él fue la excusa perfecta. La excusa para rematarme. Para condenarme.
No sé cómo terminará esto. Pero no me rendiré. Encontraré la manera. Aunque tenga que ir a los tribunales, aunque tarde años… recuperaré a mi hijo.
Porque soy su madre. Y ser madre no es un puesto temporal. Es para siempre. Aunque tu vida quede al otro lado de una puerta cerrada.