—¿Cuántos años tiene? —El cirujano plástico Vicente Alonso del Río clavó su mirada en el rostro hermoso de Lucía.
Ella parpadeó, sonrió y desvió los ojos con coquetería antes de volver a mirarlo directamente. Cuántas veces había visto él esos gestos, esas miradas perdidas y esos juegos femeninos en su consulta. Cada vez que preguntaba la edad, las mujeres recordaban que frente a ellas había un hombre joven y atractivo. Lucía no era la excepción.
—¿Y cuántos me daría usted? —preguntó ella, juguetona.
Vicente la observó con seriedad.
—Veintinueve —mintió Lucía sin pestañear.
Algo en la barrera de los treinta siempre aterraba a las mujeres.
—Treinta y nueve, para ser exactos —la corrigió él, quitándole dos años por compasión.
—No se puede engañar a usted, doctor —dijo Lucía, valorando su tacto.
—¿Y por qué intenta hacerlo? Soy médico, no un pretendiente. Su edad me importa por razones profesionales. Si realmente tuviera veintinueve, dudo que estuviera aquí. Se ve muy bien para sus años. Incluso diría que espectacular. Muchas mujeres le envidiarían.
—Da miedo. Nos ve como si fuéramos de cristal —Lucía volvió a adoptar ese tono afectado.
—Es mi trabajo y mi experiencia.
—Su esposa tiene suerte. Entiende a las mujeres.
Vicente estuvo a punto de decirle que no estaba casado, pero se contuvo.
—Entonces, ¿por qué vino? Está radiante y no necesita cirugía. Al menos por ahora.
El halago encendió una chispa de interés en los ojos de Lucía.
—¿Y a qué precio lo consigo, no quiere preguntar? Sí, tengo un marido adinerado. Accedo a los mejores tratamientos y productos de belleza, que, por cierto, no son baratos. Pero estoy harta de pasar horas en el gimnasio, luego tumbarme en una camilla con mascarillas y pociones milagrosas. No vivo, solo intento detener el tiempo. Estoy cansada —repitió, agotada.
—Pues déjelo fluir. Cada edad tiene su encanto. No hace falta aparentar lo que no es. —Vicente le regaló una de sus sonrisas más cálidas.
—Es fácil decirlo para usted. Los hombres no luchan contra el paso del tiempo, no cuentan arrugas al espejo ni viven a dieta. Y todo por la figura y el cutis. ¿Y quién nos empuja a esos sacrificios?
—¿Quién? —jugó Vicente al juego.
Lucía le caía bien. Era franca, hermosa, con esa energía que la hacía vibrar.
—Ustedes, los hombres. Claro que sí. Se sienten más seguros con una mujer joven al lado. Si está con ustedes, es porque se lo merecen. Y cuanto más mayores son, más jóvenes eligen. —Una mueca amarga se dibujó en su boca, pero seguía siendo hermosa.
—Soy de un pueblo pequeño. Mi madre trabajaba en una fábrica de pollos, como mi padre. Luego la cerraron, y ella terminó de limpiadora en un hospital, mientras él se hizo fogonero. Allí no hay trabajo. Solo había una fábrica, y la quitaron. Mi padre bebió, claro. Odio esa vida. Soñaba con escapar, con llegar a Madrid, ser actriz. —Sus ojos se nublaron de recuerdos.
Vicente la entendía. Él también había llegado de un pueblo remoto.
—No entré en la escuela de arte dramático. Pero me aceptaron en otro sitio: en un puesto del mercadillo. —Se notaba que le costaba admitirlo—. No entraré en detalles de cómo sobreviví. Tuve suerte. Una clienta me vio. Por cierto, le clavé con el cambio. Me llevó a una casa de modas. No del tipo de las pasarelas, aunque también eso llegó. Ya me entiende. Allí conocí a mi marido. Era joven, desesperada… —Sus ojos se empañaron de nuevo. Vicente no interrumpió.
—Se enamoró perdidamente y me propuso matrimonio. Por supuesto que dije que sí. No me importó que fuera mayor. Había sacado el billete dorado. Un marido, un piso en Madrid, una casa en la sierra, contactos, dinero. Me dio todo lo que soñé.
Él tenía un hijo de un matrimonio anterior, de mi edad, vive en el extranjero. Mi marido no quiere más niños. Lo acepté. Restaurantes, vestidos, viajes… Me encantaba esa vida. Tiene razón, muchas me envidiaban. Escapé de aquel pueblo y no quiero volver. —Lucía suspiró, guardando silencio un instante.
—Hace tres días fui a su oficina. Sin avisar. Quería darle una alegría. Le encantan los donuts, esos con glaseado rosa. Compré un par y un café.
Su secretaria no estaba en recepción. O mejor dicho, sí: en su despacho. Ni siquiera cerraron la puerta. No me vieron. Me fui, dejando los donuts sobre su mesa. Fue horrible. —Lucía escondió el rostro entre las manos.
Vicente esperó. Había escuchado historias así cientos de veces. Las mujeres confesaban aquí sus secretos, como en un confesionario.
Cuando apartó las manos, sus ojos estaban secos. Solo por un instante había bajado la guardia. La vida le había enseñado a mantener la compostura.
—No era ingenua. Sabía que tenía otras. Pero aquel día me asusté. Entendí que el tiempo pasa, que ya no soy joven, y que hay chicas con piernas largas dispuestas a ocupar mi lugar.
Todas quieren dinero. Y tienen lo que yo ya no tengo: juventud. Tiene razón, tengo cuarenta. No puedo competir. A hombres como el mío les gustan jóvenes, tontas y bonitas. Si me deja por una, no habrá otro billete dorado. El lujo engancha. No quiero volver a aquella vida de la que huí. Prefiero morir.
Su sinceridad y desesperación conmovieron a Vicente.
—¿Usted dejaría Madrid, su casa, su coche, su trabajo? ¿Irse a un pueblo, ser un cirujano cualquiera?
Vicente calló. Lucía no esperaba respuesta. Lo sabía.
—Muy bien. Aquí tiene una lista de pruebas previas. Algunas puede hacérselas aquí. Luego vuelva.
Los ojos de Lucía brillaron. Se levantó con agilidad, pero con elegancia.
—Piénselo otra vez. Toda cirugía es un riesgo. ¿Su marido sabe lo que planea?
—No. Pero ya inventaré algo —respondió rápida.
—El caso es que, tras la operación, no se verá… digamos, en su mejor momento.
—¿Cuánto durará? —El miedo asomó y desapareció en sus ojos.
—Un mes, quizá más. Varía según cada persona.
—Diré que me asaltaron. —Pero su voz no sonó convincente.
—Supongamos. Pero el gimnasio seguirá siendo necesario. La cirugía no rejuvenece el cuerpo. El efecto es temporal. Con el tiempo, necesitará más. Recuerde a las famosas. Se vuelven adictas al quirófano. Y el cuerpo siempre pasa factura. No todo depende del cirujano. ¿Ha visto la cara de Michael Jackson?
Otra vez ese destello de temor en su mirada, pero se controló al instante.
—Intenta disuadirme, asustarme. No funcionará. Estoy decidida. Todo saldrá bien. —Hizo un gesto despreocupado. —Estoy harta de luchar contra la edad, del desinterés de mi marido. El dinero que gasto en tratamientos… La cirugía es más sencilla.
—Veo que es inútil. Pero reflexione —Vicente también se puso en pie. Eran de la misma altura. Por un segundo, se miraron fijamente. Él sabía que le gustabaPero al final, a pesar de sus dudas, Vicente realizó la cirugía, solo para que Lucía nunca despertara, convirtiéndose en otra víctima de la vanidad y el miedo a envejecer.