Esposa sin reconocimiento

**La Esposa sin Estatus**

Marina se acercó al espejo del recibidor, se arregló el cabello y se miró con ojo crítico. El vestido nuevo—azul marino, formal pero elegante—le había quedado como un guante. Zapatos de tacón bajo, bolso a juego. Todo en orden para la cena con los colegas de su marido.

—Ignacio, ¡estoy lista! —llamó hacia el despacho.

—¡Voy, voy! —respondió él, pero por los sonidos que llegaban, seguía en una llamada.

Marina suspiró. Llegarían tarde otra vez. Tanto esfuerzo para causar buena impresión ante esas personas con las que Ignacio ahora trabajaba en la nueva empresa. Tres meses desde que ascendió a subdirector, y ella aún se sentía fuera de lugar en estos eventos.

—Mari, escucha —apareció Ignacio abrochándose la chaqueta—. Estará Sergio Moreno con su esposa, ¿recuerdas que te hablé de él? Tiene mucha influencia. Intenta conectar con su mujer.

—Claro, lo intentaré —asintió Marina—. ¿Y ella a qué se dedica?

—Pues… no sé. Ama de casa, supongo. O algo de voluntariado. Habla con ella, ya verás.

Ignacio hablaba distraído, pensando en otra cosa. Marina entendió que no sacaría más detalles.

El restaurante los recibió con luz tenue y música suave. Varias parejas ya ocupaban la mesa. Ignacio se fue directo con los hombres, dejando a Marina buscando su sitio entre las esposas.

—¿Tú eres Marina? —una mujer elegante de unos cincuenta años, vestida de marca, le sonrió—. Soy Elena, la mujer de Sergio. Ignacio nos ha hablado de ti.

—¡Mucho gusto! —Marina le tendió la mano—. ¿Y qué os ha contado?

—Cosas generales. Que eres una esposa maravillosa que lo apoya en todo —respondió Elena con una sonrisa, aunque sus ojos evaluaban.

Marina se sentó, notando cierta tensión. Las demás mujeres irradiaban el mismo aire de sofisticación: joyas discretas, zapatos de diseñador, conversaciones sobre viajes a Marbella o compras en El Corte Inglés.

—¿Y tú a qué te dedicas? —preguntó una morena delgada llamada Ana.

—Soy traductora —contestó Marina—. Freelance, sobre todo documentos técnicos.

—¡Qué interesante! —exclamó Elena, aunque su tono decía lo contrario—. ¿Qué idiomas?

—Inglés y alemán.

—Ah. ¿Y tenéis hijos?

—Todavía no —Marina sintió que se ruborizaba. Aquella pregunta siempre la ponía en evidencia.

—Bueno, ya llegará —dijo una rubia entrada en kilos—. Yo tengo tres. El mayor vive en Nueva York, trabaja en finanzas.

La charla derivó en hijos, nietos y vacaciones en Ibiza. Marina asentía, intercalando algún comentario, pero se sentía cada vez más ajena.

—¿Para qué empresa traduces? —preguntó Ana de pronto.

—Trabajo con varios clientes. Por mi cuenta.

—Ah, freelance —asintió Ana—. Qué cómodo, desde casa. Pero los ingresos… ¿irregulares, no?

—Son normales —respondió Marina, más seca de lo que quería.

—Bueno, claro —Elena esbozó una sonrisa hueca—. Nosotras tenemos un fondo benéfico. Ayudamos a orfanatos. ¿Te gustaría unirte?

—Lo pensaré —dijo Marina con cautela.

—Eso sí, requiere tiempo. Eventos, reuniones… Nosotras podemos permitírnoslo. Nuestros maridos ganan bien.

Marina entendió el mensaje: no era de su círculo. Ella trabajaba, no era una «esposa de».

—Mari, ¿todo bien? —Ignacio se acercó, apoyando una mano en su hombro.

—Sí, genial —contestó ella con una sonrisa forzada.

—Ignacio, tienes una mujer encantadora —intervino Elena—. La invitamos al fondo.

—¡Fantástico! —se entusiasmó él—. Justo lo que necesitas, Mari.

Marina lo miró desconcertada. ¿Cuándo había dicho eso?

—He dicho que lo pensaré —repitió.

—Claro, no hay prisa —Elena sonrió—. Aunque los donativos son de mil euros al mes. Pequeñeces para nosotras.

Marina casi atrapanta el vino. ¡Mil euros era la mitad de lo que ganaba en un buen mes!

—¡Una miseria! —Ignacio hizo un gesto indiferente—. Apúntate, Mari. ¡Es por los niños!

El resto de la velada fue un borrón. Marina sonreía, pero su mente estaba lejos. Recordaba cuando buscaban piso, la emoción de comprar algo juntos. Ahora entendía que Ignacio no quería un equipo, sino un accesorio para su nuevo estatus.

En casa, mientras se quitaba las joyas, Ignacio entró en el dormitorio.

—¿Qué tal la velada? —preguntó él—. Elena es fascinante.

—Ignacio, ¿para qué necesito esas conexiones? Yo ya tengo mi trabajo.

—¿Qué trabajo? —frunció el ceño—. Traduces desde casa. Eso no es una carrera.

—¿Prefieres que sea solo la esposa del subdirector?

—¿Y qué hay de malo? —se encogió de hombros—. Ellas viven bien. Viajan, hacen obras benéficas…

—Con el dinero de sus maridos.

—¿Y? Ellos ganan, ellas gastan. Normal. Podrías dejar de trabajar si quieres.

Marina se sentó en la cama, sintiendo un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle que su trabajo era más que un sueldo? Era su identidad.

—No quiero ser un adorno —dijo en voz baja—. Tengo mi profesión, mis logros.

—¿Qué logros? —se rió—. ¿Traducir manuales?

Las palabras dolieron más que un bofetón. Marina se encerró en el baño y se dejó caer en el borde de la bañera. Recordaba cuando se conocieron: él era un comercial sin ascender, ella empezaba como traductora. Eran iguales. Ahora él la miraba desde arriba.

A la mañana siguiente, Ignacio se fue sin desayunar. Marina tomó su café en silencio. Sonó el teléfono: un número desconocido.

—¿Marina? Soy Elena. ¿Quedamos para hablar?

En un café cercano, Elena se mostraba más cercana que la noche anterior.

—Ayer vi que no encajabas —confesó—. Yo también trabajé. Era contable en una multinacional. Lo dejé cuando Sergio ascendió. Y me arrepiento.

Marina la miró sorprendida.

—Al principio es divertido —continuó Elena—. Viajes, cenas… Pero luego eres solo «la mujer de». ¿Y si él te deja? ¿Qué eres entonces?

—¿Por qué me dice esto? —preguntó Marina.

—Para que no cometas mi error. Ayer vi cómo te miró Ignacio cuando hablaste de tu trabajo. No dejes que te conviertas en un florero.

Marina sintió que se le encogía el pecho.

—¿Y su fondo benéfico?

—Es real —sonrió Elena—. Pero la cuota no son mil euros, son cien. Solo quería ver la reacción de tu marido. Ni pestañeó.

Esa noche, Ignacio llegó animado.

—¡Sergio y Elena nos invitan a su casa en La Moraleja! ¿Y lo del fondo?

—Sí. Pero haré traducciones para ellos. Sin dejar mi trabajo.

Ignacio parpadeó.

—Bueno… está bien.

El fin de semana, en la mansión de los Moreno, Marina habló de sus proyectos con seguridad. Incluso Sergio le ofreció un contrato con sus socios alemanes.

—Pero ella es freelance —protestó Ignacio.

—Y una gran profesional —contestó SergioIgnacio se quedó callado, y Marina sonrió al darse cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, no necesitaba su aprobación para sentirse importante.

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