Cuando Lucía vio por primera vez las dos rayas en el test, estaba sentada en el frío suelo de azulejos de su baño, apretando la tira de plástico como si de ella dependiera todo su mundo. El silencio era absoluto, solo el zumbido de su sangre en los oídos, su respiración agitada y una pregunta martilleando su mente: «¿Y ahora qué será de mí?»
Tenía solo veinticuatro años. Joven, ambiciosa, con un buen trabajo en una empresa de Madrid y un piso recién comprado con hipoteca. Su vida parecía seguir el plan al pie de la letra. Los hijos no entraban en sus planes, al menos no en los próximos años. Y mucho menos así, con *ese* hombre.
Él estaba casado. No solo eso, sino que tenía dos hijos. Una casa, una familia, una esposa que lo quería. Pero llegó a la vida de Lucía como un huracán: seguro, maduro, fascinante. Nunca le prometió abandonar a su familia. Al contrario, fue honesto: amaba a su mujer. Pero si Lucía quedaba embarazada, él “se haría cargo”. El niño tendría todo lo necesario, apoyo, dinero, las mejores condiciones. Solo que sin escándalos, sin exigencias, sin destruir su vida.
Tras confirmar que en su vientre crecía una vida, Lucía no durmió en tres noches. Sabía que era su oportunidad. Que si abortaba, quizás nunca sería madre. Y no podía permitírselo. Tomó la decisión: daría a luz, costara lo que costase.
Pero el mundo no estaba preparado. Su madre lloró. Su hermana —la única que la apoyó— la abrazó. Su hermano se encogió de hombros: «Tu vida, tus problemas». Y su padre… Su padre fue terrible en su ira.
—¡Tener un hijo de un casado! ¡Sin familia, sin matrimonio! ¡Has deshonrado nuestro apellido! ¡Ya no eres mi hija!
Lo gritó con tal fuerza que pareció romper el aire. Desde entonces, el silencio. Ni una llamada, ni un mensaje, ni una mirada. Ordenó a todos en casa olvidar que tenía una hija menor. Su madre intentó mediar, pero él ni siquiera le dirigió la palabra durante semanas.
Lucía dio a luz a su hija en soledad. La llamó Nuria. Era una niña risueña, de pelo claro y ojos grandes, con una sonrisa que derretía el corazón. El padre enviaba dinero, pero nunca apareció. Lucía asumió su realidad: estaban solas. Y así sería para siempre.
Los años pasaron. Nuria creció alegre, vivaracha, inteligente. Lucía trabajó sin descanso, haciendo malabares para ser madre, padre y sostén emocional. Hubo noches llorando, días agotadores, pero todo valía la pena por su hija.
Seis años después, su hermano —el mismo a quien no le importó— se casó. Y la invitó, junto a su sobrina.
—Papá estará allí —le advirtió—, pero quiero que vengas igual. Yo mismo os busco.
Lucía dudó. No quería ver a su padre. Temía su frialdad, su rechazo. Pero fue. Por su hermano. Por Nuria.
La boda fue bulliciosa, llena de risas y baile. Lucía se mantuvo a un lado, evitando encuentros. Su padre fingía no verlas. Pero Nuria, como niña que era, correteaba feliz. En un momento, Lucía perdió de vista a su hija y el pánico la paralizó.
Hasta que lo vio.
En un rincón del salón, su padre estaba sentado con Nuria. Jugaban. Él le susurraba algo al oído, y ella reía, su manita entre las suyas. La miraba con una ternura que Lucía nunca había visto en él.
Los invitados cuchicheaban. Todos sabían cómo la había repudiado. Todos lo veían ahora, derritiéndose ante su nieta.
Al final de la noche, se acercó a Lucía. Torpe, reservado.
—Quedaos hoy. Con Nuria. Hay habitación.
No fue una disculpa. Pero fue un comienzo.
Desde entonces, visitaban a sus padres cada fin de semana. Su padre llevaba a Nuria al parque, le compraba regalos, reía como nunca. Ya no hablaba del pasado. Aprendía a ser padre de nuevo, aunque fuera a través de su nieta. Y Lucía… por fin dejó de sentirse sola.
A veces, el camino de vuelta a casa es el más difícil. Pero si al final te esperan con los brazos abiertos, todo vale la pena.







