Ella no llegó… Porque ya no podría.
Él regresó del viaje de trabajo un poco antes de lo habitual—a las seis y media de la tarde. La casa estaba sumida en un silencio extraño y angustioso. Ni un ruido. Ni el aroma de la comida. Ni su habitual «¿Ya llegaste? Ahora te preparo algo». Recorrió todas las habitaciones. Miró en el baño, en el aseo. La cocina fría. La tetera vacía. En el frigorífico, los recipientes de comida estaban ordenados con esmero—todo fresco, hecho en casa. Pero de la dueña, ni rastro.
—¿Dónde andará esta mujer? —pensó con rabia y marcó su número. Sonó el tono, pero nadie respondió.
—Bueno, comeré algo. Luego veremos qué pasa. —Tiró el teléfono al sofá y se sentó a la mesa.
Pasó una hora. Las siete y media. Volvió a llamar. Sin respuesta. Las sospechas empezaron a rondarle la cabeza.
—¿Será que ha encontrado un amante? Maldita sea… Yo me parto el lomo en el norte, llevo el dinero a casa, y ella ahí, tan tranquila, paseando en el coche que yo le compré. ¡Hasta le enseñé a conducir! Llevaba a los niños, hacía la compra, y ahora que han crecido, igual ha decidido divertirse. Ya verá…
Recordó cómo la regañaba por cualquier arañazo en la carrocería, cómo le ordenaba en qué tienda comprar, cuándo cortarse el pelo, qué color llevar. Y ella ni siquiera trabajaba—él insistió en que se dedicara solo al hogar y a los niños.
—Y la desagradecida ahora, seguro, anda de juerga. Le daré una paliza, que no se le ocurra volver a salir, que se quede en casa como debe ser.
El ascensor sonó. Se abalanzó hacia la puerta, miró por la mirilla—no era ella. De pronto, vio las llaves del coche en el perchero. O sea, estaba en casa. ¿Habría salido caminando? Peor aún…
—¿Será que se ha atrevido? ¿A escaparse?
Recorrió el piso como un loco. Revisó el armario—su ropa seguía allí. Y las llamadas, igualmente ignoradas.
—Maldita zorra. Las nueve y media, y aún no aparece.
Encendió la televisión para distraerse, pero, sin entender nada, se sumió en un sueño intranquilo.
Despertó a las once y media. Su mujer seguía sin llegar. El corazón se le encogió. Furioso, llamó de nuevo. Esta vez, una voz femenina respondió.
—¿Dígame? Buenas noches. Soy la enfermera de urgencias quirúrgicas. ¿Con quién hablo?
Él gritó:
—¿Qué urgencias? ¿Te has vuelto loca?
La llamada se cortó. Volvió a marcar. Ahora contestó un hombre.
—Por favor, deje de insultar a nuestro personal. ¿Puede venir al hospital, a cirugía?
—¿Para qué? ¿Qué pasa?
—Debe firmar documentos. Hicimos todo lo posible. Lamentablemente… reciba nuestro pésame. El corazón de su esposa se detuvo.
Quedó mudo.
—¿Qué tonterías dice? ¿Su corazón? ¡Si ella nunca lo tuvo! ¡Solo quiere evitarme! ¿Dónde está?
—Su esposa ha fallecido —repitió la voz al otro lado.
Y eso fue todo. El mundo se vino abajo.
Después le explicaron: la llamó una enfermera del ambulatorio, le dieron los resultados de unos análisis. Algo alarmó a los médicos. Le pidieron que pasara. Al salir de la consulta, no llegó a la parada del autobús—se mareó y se sentó en un banco. Se repetía que todo iría bien. Que su marido volvería—y tendría comida y camisas planchadas. Que ella lo prepararía todo. Y, claro, saldría adelante—era una operación sencilla, se hacía a menudo…
Pero no tuvo tiempo. No regresó.
Él se quedó en esa casa donde todo estaba hecho por ella—sus manos, su cuidado. Y comprendió: no supo cuánto la necesitaba hasta que fue demasiado tarde.
Y sobre la mesa quedó una lista: «Comprar manzanas. Hacer caldo. Lavar las camisas. Hablar con mi marido—¿a lo mejor ya basta de viajes?»
Pero ya no habló…







