—¡Qué manera de entender esto! —Iván agitaba el testamento frente a las narices del notario—. ¿El piso para el yerno? ¿La casa de campo para el yerno? ¡Hasta el coche para el yerno! ¿Y a mí, su hijo de sangre, qué me toca? ¡Sólo un garaje y herramientas de jardín!
—Iván Vladímirovich, cálmese, por favor —la notaria se ajustó las gafas y le lanzó una mirada severa—. Su padre tenía pleno derecho a disponer de sus bienes como considerase oportuno.
—¡Pero esto no está bien! —La voz de Iván se quebró en un chillido—. ¡Adrián sólo lleva cinco años casado con mi hermana y se lleva más que yo, que soy su hijo! ¿Dónde está la justicia?
Adrián, sentado en una silla en el rincón, apretaba los puños. Tenía la cara pálida y los ojos enrojecidos por el cansancio. Callaba, pero su expresión delataba que la situación le dolía tanto como a Iván.
—Iván, deja de gritar —dijo Natalia, su hermana y esposa de Adrián, con firmeza—. Papá sabía lo que hacía.
—¡Y tú cállate también! —replicó su hermano—. Seguro que tu maridito te convenció para influir en papá mientras estaba enfermo.
Adrián se levantó de golpe.
—Repítelo —dijo con un tono que advertía peligro.
—¡Lo repito! —Iván se giró hacia él—. Te aprovechaste de un anciano enfermo, eso hiciste. Te hiciste el solícito mientras maquinabas para quedarte con todo.
—¡Iván! —Natalia se puso en pie—. ¿Cómo te atreves? Adrián cuidó de papá día y noche cuando estuvo en el hospital. ¿Dónde estabas tú, el hijo de sangre?
—¡Yo trabajaba! ¡Tengo familia, hijos! No puedo dejarlo todo para hacer de enfermero.
—¿Y Adrián sí pudo? —Natalia se acercó a su hermano—. ¿Acaso él no tiene familia? ¿No tiene trabajo? ¡Se tomó vacaciones, pidió bajas, pasó noches en vela!
La notaria suspiró, cansada, y golpeó su bolígrafo contra la mesa.
—Señores herederos, les ruego que resuelvan sus diferencias fuera de mi despacho. El testamento se redactó conforme a la ley y está debidamente firmado. Vladímir Petrovich estaba en pleno uso de sus facultades. Hay informes médicos que lo corroboran.
Iván cogió su copia del testamento y volvió a leerlo, tembloroso de rabia:
—Piso de tres habitaciones en la calle Goya: Adrián Alexándrovich López. Casa en la sierra de Madrid: Adrián Alexándrovich López. Coche Audi casi nuevo: Adrián Alexándrovich López. —Su voz se quebró—. ¡Y a Iván Vladímirovich Sokolov, un garaje y unas horquillas de jardín! ¡Por Dios!
—Y cincuenta mil euros —apuntó la notaria—. No lo olvide.
—¡Cincuenta mil! —Iván soltó una risa amarga—. ¡El piso vale casi un millón, la casa otro tanto, y el coche ni hablamos! ¿Y a mí qué? ¡Una limosna!
Adrián no pudo contenerse:
—Iván, yo nunca le pedí nada a Vladímir Petrovich. De hecho, cuando me dijo que quería cambiar el testamento, intenté disuadirlo. Le dije que todo debía ir a sus hijos.
—¡Sí, claro que intentaste disuadirlo! —bufó Iván—. ¡Como si me lo creyera!
—¿Y qué contestó papá? —preguntó Natalia a su marido.
Adrián respiró hondo.
—Dijo: «Adrián, tú no eres mi sangre, pero te has portado como un hijo. Iván sólo aparece cuando necesita dinero. Tú, en cambio, viniste sin pedir nada a cambio». Palabra por palabra.
Iván palideció.
—Eso no es cierto.
—Sí lo es —confirmó Natalia—. Yo lo oí. Papá se quejaba de que apenas lo visitabas.
—¡Tenía obligaciones! ¡Trabajo! ¡No todos podemos pasarnos el día mimando a un anciano!
—Nadie obligó a Adrián a hacerlo —Natalia se sentó de nuevo—. Lo hizo porque lo quería.
Un silencio incómodo llenó la habitación. La notaria recogió los papeles, ansiosa por terminar con aquel desagradable trámite.
—Voy a impugnar el testamento —anunció Iván—. Encontraré la manera de demostrar que papá no estaba en sus cabales.
—Como quieras —Adrián se encogió de hombros—. Es tu derecho.
—Iván, reflexiona —suplicó Natalia—. ¿Merece la pena destruir la familia por dinero? Papá ya no está, pero nosotros seguimos aquí.
—¡Fácil lo tienes tú! —estalló su hermano—. ¡Tu marido se queda con todo, y yo? ¡Toda mi vida conté con esa herencia! ¡Quería vender el piso para mudarme, pagar los estudios de mis hijos!
—¿Y nosotros no tenemos planes? —Adrián se acercó a la ventana—. ¿Crees que disfruto de esta situación? ¿Que me alegra que ahora haya este rencor entre nosotros?
—Pues renuncia a la herencia —desafió Iván—. Si tanto te remuerde.
—No lo haré —respondió Adrián con firmeza—. Porque fue la última voluntad de tu padre. Y la respeto.
Natalia tomó su mano.
—Adrián tiene razón. Papá era inteligente. Sabía lo que hacía.
—¡Claro que lo sabía! —Iván estalló de nuevo—. ¡Sabía que podía joder a su hijo, pero no al yerno! Sabía que yo lo aguantaría todo, ¡porque soy su sangre!
—Quizá sabía algo más —susurró Natalia.
—¿A qué te refieres?
Ella lo miró fijamente antes de contestar:
—¿Recordarías cuándo le pediste dinero prestado para comprarte un coche?
—¡Pues sí! ¿Y qué? ¿Un hijo no puede pedirle ayuda a su padre?
—Puede. Pero prometiste devolverlo en seis meses. Han pasado tres años.
Iván enrojeció.
—¡Iba a hacerlo! Es que las circunstancias…
—¿Y recuerdas cuando dijiste que le arreglarías el baño, cogiste el dinero para los materiales y desapareciste un mes?
—¡Al final lo hice!
—¡Sí, seis meses después! ¡Y sólo porque papá amenazó con denunciarte!
Adrián permaneció callado, incómodo ante la discusión.
—Natalia, basta —pidió—. No sirve de nada remover el pasado.
—¡Sí sirve! —Las lágrimas brillaban en sus ojos—. ¿Te acuerdas cuando papá te llamó antes de la operación y le dijiste que estabas ocupado, que luego le devolverías la llamada? ¡Y nunca lo hiciste!
—¡Se me olvidó! ¿Quién no comete errores?
—¿Y cuándo faltaste a su cumpleaños? ¿Y a su santo? ¿Cuándo fue la última vez que lo visitaste sin pedirle nada?
Iván abrió la boca, pero no dijo nada.
—Adrián iba cada semana —continuó Natalia—. Lo ayudaba en casa, le traía la compra, lo acompañaba al médico. ¡No por obligación, sino porque quería!
—¡Vale, vale! —Iván hizo un gesto de desprecio—. Yo soy el mal hijo, y él el yerno perfecto. ¡Entendido! Pero igual impugno el testamento.
Agarró sus documentos y salió dando un portazo.
—Iván, espera —lo llamó Natalia.
—¿Qué más quieres?
—Somos familiaAl final, Adrián y Natalia decidieron invitar a Iván a la casa de campo, no para discutir herencias, sino para recordar juntos al hombre que, a su manera, los había unido a todos.