La niebla se deslizaba suave sobre el río, como una fina gasa. Rosario Díaz, ahora octogenaria, estaba sentada en el porche de su casa de campo en el pueblo de Ledesma, en Extremadura. El sol matutino teñía de dorado las hierbas olorosas del jardín. Ver el amanecer desde esa terraza, con el aroma del café recién hecho y el crujir del fuego de las norias, siempre marcaba para ella el inicio del verano. Pero este era un verano diferente: el último.
—Abuela, ¿por qué no has dormido? — preguntó Maricarmen, la nietecita de catorce años, apoyando el codo en el marco de la puerta, aún medio dormida.
—Miraba el amanecer, preciosa. Ven, ven a sentarte.
—No sé, abuela, ya ni te puedo convencer…
—¿Convencerme de qué?
—De que no vendas la finca. Tú sabes que lleváis treinta años con ella. Despedirse de todo esto me duele demasiado.
—Mírame, niña. Ya no tengo fuerzas, ni el dinero suficiente para mantener este lugar. El techado se cae, el huerto se descuida… Tus padres están siempre en las fábricas, ni siquiera pueden ayudar.
—Pero recuerdo que el abuelo lo arregló todo con sus propias manos…
—Sí, sí recuerdo. Hasta que le hinchó la pierna y juró que ya nunca más tocaría un martillo. Y tus padres, ¿qué? Tu madre apenas tiene un par de días libres, y cuando vienen, solo duermen por prestado.
La niña apoyó la cabeza en el hombro de su abuela. El calor de su mano en la mejilla de la anciana era el único anclaje en un mundo que se desprendía poco a poco.
—Hoy llegan los vecinos de arriba del pueblo. Anda, entra y prepara la cafetera.
—¿Y si les digo que te vaya con ellos, que se lleven también la historia del abuelo?
—Calla. Ya está decidido. Este fin de semana será nuestro último asadito al aire libre, ¿de acuerdo?
A mediodía, el patio de la finca se llenó de vida. Antonio, el hermano de su difunto marido, llegó con Lucía, su femme, cargando cajas con tomates de variedades raras: tipo taco, tipo pera, tipo arbusto.
—¿Y ahora, ¿para qué quiere la abuela más plantones si vamos a dejarla? — gruñó Lucía, siempre práctica.
—Para los viernes de otoño, tonta. ¡Tendremos tiempo de sacar alguna receta nueva!
Mientras los adultos preparaban la comida, Maricarmen paseaba por el terreno, acariciando cada rama, cada piedra. Allí donde la higuera de dos patas, herida de guerra, extendía sus ramas, recordaba cómo el abuelo había intentado salvarla. Junto al seto de grosellas, donde los mayores les toleraban escalar a escondidas mientras comían frutos a piñonazos. Hasta la valla oxidada del cobertizo, prohibida pero siempre invadida por rabas de lagarto y secretos de primavera.
—¿Qué te pasa, zurcil? ¿Ya estás soñando con tus tonterías de Madrid? — la llamó Lucía, sentada junto a la pila de patatas.
—Voy, toca ayuda.
—Ya, ya. Y tira la remolacha, que luego te das cuenta de que es el último verano en esta tierra, ¿o no?
El almuerzo fue un espectáculo de recuerdos. Antonio contó el escándalo de su vecino de la finca contigua, que había contratado a una empresa de reformas sin contarles a sus hijos. Lucía, siempre pendiente de las dietas, aseguró que el pollo estofado estaba congelado. Y Rosario, con el cuchillo y el tenedor como si fueran papeles de prensa, narró la llegada de la finca: un terreno baldío, con un pozo seco y un olivo centenario.
—Tu abuelo quiso hacer aquí una terraza, con una de esas redes para tumbarse… Y allí, junto al manantial, insistió en plantar uvas. Pero el invierno se lo llevó todo.
—¿Y cómo fue la boda de papá? — preguntó Maricarmen.
—Tu papá era un revoltoso. Lo junto con la tía Manuela, que ahora se llama Manolita. Se conocieron aquí, en estas tierras. Se juraron amor eterno con una foto del olivo y un helado de castañuela.
El silencio cayó entre el rumor de las abejas y el débil tictac de los relojes vascos del pasillo. Rosario jugueteó con el anillo de pelo cano que ya le quedaba grande.
—¿Y quién es el comprador? — preguntó Antonia, la prima de Maricarmen, picando del pollo.
—Un matrimonio joven de Ávila. El marido trabaja en la universidad, le gusta la finca porque permite llevar la movida sin internet. El bebé también.
—Entonces, ¿es definitivo? — preguntó la niña, con voz temblorosa.
—Sí. Están muy emocionados. Han presentado el proyecto de reforma. Ya tienen hasta un nombre para la escuela rural que quieren emprender con la vivienda.
—Pues… ¿y si mandamos un correo a ese matrimonio y le quitamos la idea?
Rosario le acarició la mejilla.
—El mundo no se para por lo que a nosotros nos rompe el corazón, cielo. Esta tierra tiene que seguir siendo un hogar, aunque no sea el nuestro. A veces, dar es el único modo de que algo viva.
Cuando ya caía el crepúsculo, se reunieron alrededor del asador. Antonio había cogido el carbón de madera olorosa, y Lucía, con la espátula en mano, se hacía la interesante. El marido de Maricarmen, que también hacía de padrino, se puso a tocar un acordeón de cuerdas, mientras el niño correteaba entre las patatas. Rosario, con el gazpacho en la mano, sintió que todo el aire del verano se concentraba en ese instante.
—Por esta tierra, por la memoria de quienes la amaron, por todos los que aún no han llegado… — brindó Lucía.
—¡Por la abuela! — exclamó Maricarmen, levantando su zumo.
Las conversaciones fluían con el ritmo del verano: secretos del vecino del molino, planes para Semana Santa, anécdotas del corte de hierbas del verano anterior. Hasta que Rosario, con una mirada al horizonte, recordó una historia olvidada.
—Antes de que el abuelo comprara la finca, allí vivía una pareja con tres hijos. El hombre partió hacia Marruecos con los filos de Franco y no regresó.
—¿Y cómo sabes eso? — preguntó Antonio.
—Había tanta clave en este terreno. Claves de amor, de olvido, de esperanza. Siempre supe que ya había vivido mucho antes de nosotros. Pero hoy… ya no tengo miedo de decirlo.
Al anochecer, mientras contemplaban el cielo estrellado, Maricarmen metió la mano en el bolsillo de su abuela y sentió un tejido de algodón.
—Hemos encontrado algo — dijo, con voz suave.
—¿Qué es?
—Es una mochila de lona, atada con cinta amarilla. Murciélagos, dibujos de caminos…
—Es del abuelo. La olvidamos hace años. Tal vez sea el momento de usarla como corral para las cabras o para enrollar la paja.
Mientras desempaquetaban recuerdos, encontraron entre los trapos una caja de caudales oxidada. Dentro, cartas amarillentas y una fotografía de un joven con boina, mirando hacia el horizonte.
—¿Y ese es el hombre del que me hablaste? — preguntó Maricarmen.
—Sí. Es el dueño de las tierras que esta finca ocultó. El loco de Lopera.
Al día siguiente, cuando los compradores llegaron, Renata y Pablo (el matrimonio de Ávila) se sorprendieron al recibir la caja con una nota:
*“Para quienes aceptan la herencia de esta tierra: la historia no se acaba, solo se transforma. Servidla con reverencia.”*
Rosario miró una última vez el molinillo del jardín, donde el abuelo solía limpiar las lentejas. Luego, con una sonrisa que Maricarmen no entendió del todo, subió a la furgoneta en dirección a Madrid.
—Tengo que encargar el tren — dijo.
—¿Adónde vas?
—A Lagunas de Villafáfila. Tengo un billete para ver la última niebla de estas tierras, antes de la primavera. Y tú vendrás conmigo.
—¿Yo?
—Sí, cariño. El verano no se acaba con un palmo de tierra. Se transforma, como todo.
—Pero…
—¿O prefieres seguir buscando respuestas en una finca que no será tuya?
La lluvia de otoño cayó sobre Ledesma mientras la camioneta se alejaba. Rosario Díaz, con el abrigo rojo del abuelo envolviéndola, sintió que el río de los recuerdos fluía ahora hacia un mar nuevo.







