El refugio final: La historia de un banco y una vida rota

El último refugio. Historia de un banco y una vida rota

El sol del mediodía se inclina lentamente hacia el horizonte, bañando de luz y calor las polvorientas calles del parque. Al borde de un patio bien cuidado, cercado por una alta verja metálica, bajo la frondosa copa de un castaño, descansa don Pedro López. Adora este banco—el primero desde el edificio, con una vista perfecta de todo el perímetro. Desde aquí, está al tanto de cada susurro, de cada coche nuevo, de cada llegada—como un cronista de almas abandonadas.

Se reclina en el respaldo del banco y estira las piernas. Una suave brisa juega con sus canas, como un niño travieso. Tiene los ojos cerrados, pero su oído está alerta. Y de inmediato capta el suave chirrido de un coche frenando tras la reja.

Entreabre los ojos y mira hacia la calle. Tras los cristales tintados de un lujoso vehículo, no distingue nada. Unos segundos después, la puerta trasera se abre y aparece un hombre robusto y reluciente, vestido con una chaqueta de cuero. Se acerca al maletero y saca dos bolsas.

—Vamos, mamá, salgamos… Mira qué bonito es aquí—dice con un entusiasmo forzado, asomándose al interior del coche.

Tras él, arrastrando los pies y apoyándose en un bastón, sale una anciana. Pequeña, encorvada, con el rostro tenso. Su madre.

—Hijo, coge las bolsas y vamos a recepción… Tengo que irme enseguida—añade él, sin siquiera mirarla.

—Mamá, no te entretengas, no tengo tiempo—gruñe el hombre con irritación mientras cierra el maletero.

Don Pedro esboza una sonrisa amarga. “Otro más… otra alma arrojada, desechada como algo inservible…” Su corazón da un vuelco, y mete la mano en el bolsillo en busca de su pastilla.

Minutos después, la puerta de recepción se cierra de golpe. El hombre sale corriendo, se mete en el coche y se marcha sin volver la mirada. El vehículo desaparece tras la curva.

Don Pedro cierra los ojos. Le asalta el recuerdo de Ana, su Ana, viva todavía, susurrándole palabras dulces por la mañana. Siempre juntos, compartiéndolo todo. Hasta soñaron con morir el mismo día, sin separarse nunca.

Pero una mañana, al despertar, encontró sus ojos abiertos—y fríos.

Su mundo se derrumbó. No comió, no encendió la estufa. Solo se quedó tumbado en el frío y el silencio, hasta que la vecina llamó por telegrama a su hijo.

El hijo llegó al día siguiente.

—Papá, no lleves tanto, ya te compraremos lo que necesites. Ven a mi casa, te quedas en la habitación de invitados—le convencía, metiendo las cosas de su padre en una maleta.

—Ayúdame a bajar el marco de Ana—fue lo único que pidió don Pedro.

—¿Para qué lo quieres?—suspiró el hijo, pero al ver la mirada de su padre, asintió sin protestar.

La nuera lo recibió con los labios apretados y una mirada fría.

—Álvaro, por favor… ¡No podía dejar a mi padre ahí!—susurraba el hijo en la cocina.

—¿Y qué, mis invitados van a dormir debajo de la cama?—replicaba ella con sorna—. ¿No se te ocurrió una residencia? ¿Quién va a cuidarlo? ¿Yo? Ni un solo día, ¿entendido?

Don Pedro lo escuchó todo. Salió al pasillo, apoyándose en el marco de la puerta:

—Hijo, tiene razón. Prepara los papeles. Firmaré lo que haga falta para vender la casa. Solo no peleen, por favor.

—¡Ves!—exclamó la nuera, radiante—. Un hombre razonable. Y tú, terco como tu abuelo. Pase, don Pedro, hablaremos de todo.

Sacude la cabeza, como si quisiera alejar el pasado. Se seca el rostro con un pañuelo y se levanta con dificultad del banco. Le duele la pierna, pero se dirige al edificio—a ver dónde han dejado a la recién llegada.

La mujer está sentada en una silla junto a la última puerta. Pequeña, pulcra, con un pañuelo que aprieta entre los dedos y luego alisa con cuidado. Intenta mantenerse firme, pero sus labios tiemblan.

—Bienvenida…—dice don Pedro, incómodo—. Me llamo Pedro. ¿Y usted?

—María… Martínez—murmura ella.

—¿De su propia voluntad o…?—pregunta él en voz baja, pero sus ojos dicen: «Lo entiendo todo».

—Sí, sí… por mi propia voluntad. Mi hijo es un hombre importante, mi nieto estudia para juez. Tenemos de todo, todo está bien—responde, como si se defendiera del mundo.

«Claro»—piensa don Pedro—. «La trajeron, la dejaron como un bulto. Y ella insiste en que “todo está bien”. Solo el corazón de una madre miente así, para proteger a los suyos.»

—No estaré aquí mucho tiempo… Solo unos días y me vendrán a buscar. No estoy acostumbrada a estar sin hacer nada. No puedo estar lejos de ellos, no puedo…

Las lágrimas asoman, pero ella las traga con fuerza. Don Pedro se levanta:

—Todo saldrá bien. Aguanta un poco más. Voy a dar un paseo antes de dormir…

No se voltea. No puede.

A la mañana siguiente, el pasillo está revuelto. Su compañero de habitación comenta sin preocuparse:

—Se llevaron a la nueva. No aguantó. Dicen que fue el corazón.

Don Pedro se sienta en la cama, vuelve la cara hacia la pared. En silencio.

—Descansa en paz, pobre alma… Buena mujer eras—susurra, santiguándose y apretando los párpados.

Y fuera, empieza un nuevo día. El sol acaricia tímidamente los alféizares, como disculpándose por alumbrar un mundo donde hay una alma abandonada más.

Rate article
MagistrUm
El refugio final: La historia de un banco y una vida rota