**El Padre Despreciable**
Desde que tengo memoria, mamá y yo vivíamos en un círculo vicioso. Temprano despertaba para ir a trabajar—barrer las calles de nuestro barrio en Bilbao. Al mediodía, volvía con una botella de plástico llena de vino barato. Cada tarde, para las ocho, ya estaba dormida—borracha, agotada, roncando tras la puerta cerrada de su cuarto.
Al menos teníamos habitaciones separadas. Así podía hacer mis tareas en silencio.
Algunos días, mamá no bebía. Entonces limpiábamos juntas, hacíamos tortillas de patata, nos reíamos. Vivía por esos momentos. Creía que si me esforzaba, si era buena, quizá ella querría más días así. Pero llegaba la mañana y todo se repetía—el vino, el silencio, sus ojos vacíos.
Cuando tenía tres años, todo era distinto. Mamá trabajaba en una frutería, papá era conductor de autobús. Recuerdo el verano: los tres paseando por el parque, el asfalto ardiendo. Papá nos compró helados. La bola del suyo se cayó—y un perro enorme, peludo, se la comió de un lametón. Reímos hasta llorar. Mamá le dio de su cucurucho.
Luego, todo se acabó. Un desconocido llamó a la puerta con la noticia: papá había muerto en un accidente. Los frenos del autobús fallaron. Él, para salvar a los pasajeros, lo desvió hacia la cuneta. Se sacrificó.
Mamá se desplomó. Empezó a beber. Perdió el trabajo. Terminó de barrendera. La vida se convirtió en supervivencia.
A los catorce, apareció él—el tío Jesús. Guapo, sobrio. No entendía qué veía en mamá—aunque aún conservaba su belleza, delgada, el rostro no del todo marcado. Luego supe la verdad: no tenía dónde vivir.
Pero su presencia obró magia en ella—casi dejó la bebida, cocinaba, sonreía. No era cariñoso, pero al menos no bebía ni nos pegaba. Con eso bastaba.
Después de seis meses, mamá me dijo que estaba embarazada. Y, por alguna razón, me dejó a mí la decisión. Yo me alegré. Soñaba que el bebé la salvaría. Imaginaba empujando el carrito, una hermanita. Sabía que sería niña.
Mamá me escuchaba con los ojos brillantes. Y el tío Jesús pareció alegrarse. Dijo que «siempre quiso un hijo».
Pero semanas después, cambió. Se volvió frío, oscuro. Dejaba menos dinero, llegaba tarde. Mamá flotaba en las nubes y no lo veía. Yo sí. Y tenía miedo.
Llegó la noche en que la llevaron al hospital. Dos horas después, el tío Jesús llamó.
—¿Qué? ¿Ya parió Martínez? ¿Niño? Bien. ¿Cómo? —Su voz se cortó, el rostro se transformó. Colgó. Se sentó en silencio.
—¿Qué pasa? —Le agarré del brazo—. ¡Dime!
Me miró con frialdad y espetó:
—Tu madre parió un monstruo. Un niño deforme. Yo no quiero eso. Ya me he quedado demasiado. Tengo otra mujer—no una borracha sin dinero, sino una decente, con piso, con vida. Sin bebés defectuosos. Dile a tu madre que no cuente conmigo.
Se levantó y comenzó a empacar, tranquilo. Yo lo miraba, viendo nuestra vida desmoronarse.
—Eres… ¡un basura! —grité—. ¡Es tu hijo! ¿Qué vamos a hacer? ¡No puedes dejarnos así!
Sonrió. Me miró con asco:
—Eres guapa cuando te enfadas. Pero aún eres una niña…
Retrocedí, temblando, y cerré mi puerta. Una hora después, se fue.
Fue la noche más negra. Lloré, imaginando a mamá al enterarse. Me culpé—fui yo quien la convenció de tenerlo.
Pasaron nueve años. Crecí, me casé. Mi hija Ana jugaba en el salón. Y Marina—mi hermanita—se había convertido en una niña brillante. Vivíamos con amor.
Ese domingo, llamaron a la puerta. Ana y Marina corrieron a abrir. Quise gritarles que preguntaran quién era—pero no dio tiempo.
Allí estaba, un hombre ajado, mal afeitado, con chaqueta raída.
—¿Está Raquel? —graznó.
Lo miré. Era él—el tío Jesús. Pero ahora, viejo, derrotado.
—Pensé… Es mi hijo. Debía volver. Soy su padre… ¿Dónde está Raquel? ¿Otra vez bebiendo?
Lo miré con calma glacial.
—Raquel no vive aquí. No tienes ningún hijo. En el hospital confundieron los nombres—Martínez era otra. Mamá tuvo una niña. Sana. Hermosa. Esta es Marina —le señalé—. Dime, Mari, ¿quieres un «padre» así?
Marina se encogió de hombros, como si tuviera frío.
—Ya tengo papá. Papá Jorge. Es el mejor.
Tomó de la mano a Ana y se fue.
—¿Lo oyes? —dije—. Creíste que nos destruirías. Pero mamá no recayó. Cuidó a Marina, resurgió. Luego conoció a Jorge—un hombre bueno. Viven cerca. Y sí, él es nuestro padre.
—¿Quién era, cariño? —preguntó mi marido desde el baño.
—Nadie. Solo… nadie —respondí.
Y al cerrar la puerta, sentí algo liberarse. Durante nueve años, su sombra estuvo ahí. Ahora, por fin, la luz entraba sin obstáculos.







