**El Misterio de la Periferia**
Víctor celebraba su cumpleaños. Había decidido pasar el día con su familia en una pintoresca casa rural en las afueras de los Pirineos. Al llegar, se fue a pasear con los niños por los senderos que se perdían entre los abetos. Su mujer, Lucía, se quedó preparando la comida. Cortaba hábilmente las verduras para la ensalada cuando, de repente, el teléfono móvil de Víctor, olvidado en la mesa de roble, sonó con un timbre estridente. El ruido no cesaba, así que Lucía, suspirando, contestó.
—¿Dígame? —dijo en voz baja.
Al otro lado, solo hubo un silencio inquietante antes de que la llamada se cortara. Lucía se quedó paralizada, apretando el móvil con el corazón acelerado. En ese momento, Víctor y los niños regresaron, riendo, pero su expresión cambió al instante cuando vio el teléfono en su mano.
—¿Qué haces con mi móvil? —preguntó bruscamente, con una sombra en la mirada.
—Llamaron… pero no dijeron nada —murmuró Lucía, notando cómo le temblaba la voz.
Víctor le arrebató el teléfono, y en sus ojos relampagueó algo que le heló la sangre. Lo que pasó después le dejó el alma en un puño.
Lucía conoció a Víctor quince años atrás en un pequeño café del centro de Barcelona, donde ella trabajaba como camarera. Aquella noche estaba llena de risas y bulla cuando él y sus amigos entraron. Le pareció tranquilo, pero con una seguridad magnética que atraía las miradas.
Cerca de la medianoche, el grupo se marchó dejando una generosa propina. Víctor se demoró junto a Lucía y, casi en un susurro, le preguntó:
—¿Puedo acompañarte a casa? ¿A qué hora sales?
—Gracias, pero voy sola —respondió ella, sintiendo que se le encendían las mejillas.
Él sonrió, se despidió, pero cuando Lucía salió del local, lo encontró esperando en la puerta.
Ese encuentro casual fue el inicio de una historia ligera como la brisa de primavera, pero que se convirtió en un matrimonio fuerte. Víctor venía de una familia acomodada que la acogió como a una hija. La infancia de Lucía, sin embargo, había sido oscura: sus padres se separaron cuando tenía doce años. Su padre se fue, formó otra familia, y su madre, hundida en el rencor, la dejaba sola con frecuencia.
Tras terminar la ESO, Lucía estudió cocina en Barcelona y luego encontró trabajo en el café. La vida con Víctor fue un mundo nuevo. A sus veintisiete, él ya ocupaba un puesto alto en una exitosa empresa de tecnología. Pagó cursos de programación para ella y la ayudó a entrar en su compañía.
—¡Víctor, me encanta trabajar aquí! —comentaba Lucía, feliz, al subir al coche después del trabajo—. ¡Todos son tan simpáticos, nada que ver con el café!
Él le acarició el hombro con ternura.
—Sabía que te gustaría. ¿Vamos al supermercado? Prometiste queso de los Pirineos con hierbas para cenar.
—¡Ya estoy deseando cocinarlo! —rió Lucía.
Su conexión era casi mágica, como si se conocieran de toda la vida. Lo único que empañaba su felicidad era no tener hijos. Los médicos se encogían de hombros: “Es cuestión de suerte”. Pero ellos no se rindieron. Tras años de tratamientos, nació su hijo Javier, y dos años después, su hija Sofía.
Víctor fue un padre y marido ejemplar, cubriendo todos los gastos. Lucía se dedicó a la familia tras el nacimiento de los niños, dejando su trabajo. Pero una noche, cuando los pequeños ya iban a la guardería, comentó:
—Víctor, ¿y si vuelvo a trabajar? Los niños están en el cole, y yo en casa todo el día…
Él la miró sorprendido.
—¿En serio, Lucía? ¿Quieres agobiarte entre el trabajo, los niños, las clases extraescolares? Eres la mejor madre y esposa, ¿no es suficiente?
La abrazó con dulzura, y ella, sonriendo, asintió:
—Supongo que tienes razón.
Pasaron seis años. Javier y Sofía empezaron el colegio, y Lucía mantenía el hogar en orden. No se aburría: hacía cuatro años que tenía carné, y Víctor le había regalado un coche. Sus días iban de colegio en colegio, de actividad en actividad. Pero cuando su prima Marta llamó para quedar, Lucía se ilusionó. Era la única familiar con la que mantenía una relación cercana.
—¡Marta, cuánto te he echado de menos! —exclamó, abrazándola en la estación.
Marta la miró de arriba abajo.
—Lucía, ¡cómo has cambiado! Un poco más redondita —bromeó.
Ella se ruborizó.
—Dos hijos, ya sabes, no ayudan a mantener la línea. Pero Víctor dice que así le gusto más.
—Bueno, si Víctor lo dice, ¿quién soy yo para discutir? —guiñó Marta—. ¡Llévame a casa, que necesito café y una ducha caliente!
En casa, Marta confesó que su marido la había dejado por una mujer más joven.
—¿Te imaginas? ¡Encima es un tacaño! —contó entre lágrimas—. Me echó a la calle con mis cosas. Tengo algunos ahorros, pero ¿y ahora qué?
Lucía la abrazó.
—¿Quieres que hable con Víctor? En su empresa pagan bien.
Marta asintió entusiasmada. Esa misma noche, Lucía le contó a su marido los problemas de su prima.
—No hay problema —dijo él—. Si tiene formación, la colocamos. Mañana hablaré con RRHH.
—Gracias, cariño —susurró Lucía, mirándole con cariño—. Sabía que lo solucionarías.
Pasaron seis meses. Marta trabajaba en la empresa de Víctor y, aunque tenía piso, a menudo se quedaba con ellos. Una noche, tomando té en la cocina, se quejó:
—¡No entiendo a los hombres de hoy! ¡Soy lista, atractiva, y no encuentro a nadie decente!
Lucía se rió.
—Marta, ¡si acabas de divorciarte! ¿Ya piensas en otra boda?
—¡Claro! —exclamó ella—. Nací para el amor, no para estar sola. Tú puedes hablar, con Víctor a tu lado. Si yo tuviera un hombre así, estaría en las nubes.
Lucía asintió, pero algo en su interior se inquietó.
Últimamente, Víctor se quedaba hasta tarde en la oficina, incluso los fines de semana. La empresa llevaba un proyecto importante, y él estaba a cargo. Lucía intentaba ser comprensiva —al fin y al cabo, los mantenía—, pero la soledad le pesaba.
—Víctor casi no está en casa —confesó a Marta—. Sé que lo hace por nosotros, pero lo echo de menos.
Marta se encogió de hombros.
—No quiero meterme, pero tu marido actúa raro. Siempre habla en voz baja por teléfono y a veces desaparece del trabajo horas enteras.
Lucía se tensó.
—Es por el proyecto. Quiere que todo salga perfecto.
—Tú sabrás —suspiró Marta, pero sus palabras dejaron un regusto amargo.
Para el cumpleaños de Víctor, alquilaron una casa rural en los Pirineos. Lucía esperaba que esos días revivieran su conexión. Mientras él paseaba con los niños, ella cocinaba. De pronto, el móvil de Víctor sonó insistentemente. Lucía, incapaz de aguantar el ruido, contestó.
—¿Dígame?
Silencio. La llamada se cortó.
Cuando Víctor regresó, su reacción fue como un rayo en cielo despejado.
—¿Cómo—¡Cómo te atreves a coger mi teléfono! —le gritó, arrebatándoselo de las manos antes de salir corriendo hacia el jardín, dejando a Lucía plantada con el corazón en un puño y la cena olvidada sobre la mesa.