**La casa donde quedó el amor**
Víctor se mudó a un pueblo cercano y decidió construir su hogar. La casita vieja que heredó de su tía abuela fue su refugio temporal. Trabajó sin descanso: terminó la terraza, cambió el techo… Hasta que un día vio a una mujer esbelta caminando por el polvoriento camino desde la parada del autobús, con una bolsa en la mano. Era Elena. Tan urbana, pulcra, con una postura impecable.
*”Me encantaría tenerla como esposa”*, pensó él.
Unos días después, la encontró cerca del ultramarinos. Simplemente se acercó y dijo:
—Soy Víctor. Sé que eres Elena. ¿Quieres que nos conozcamos mejor?
Elena se ruborizó. Un hombre así, joven, fuerte, mostrando interés en ella, una mujer que ya había vivido de todo. Pero Víctor era persistente y amable. Y así comenzaron a verse. Un año después, ocurrió lo que Elena nunca esperó: él le pidió matrimonio. Le regaló un anillo. De verdad, de oro, con una piedrita.
No podía creer su suerte. A sus cincuenta y ocho años, y Víctor tres menos. Vivían solos, su hijo se había ido a otra región —estudiaba, se casó y se quedó allí—. La nieta tenía cinco años, visitaban poco, pero Elena esperaba cada llamada, cada foto.
Esa tarde, sentada junto a la ventana, el cocido se enfriaba y en su pecho crecía la inquietud. Víctor había salido al campo desde temprano —era tiempo de siembra—. Dijo que terminarían hoy. Pero aún no volvía.
Recordó su infancia. La mayor de seis hermanos, en una casa pequeña con su padre, madre y una abuela anciana. Todo el peso sobre ella, apenas unos pocos duros. Ni juguetes ni árbol de Navidad —la primera vez que lo vio fue en la escuela—. Allí también sintió alegría por primera vez: bolas brillantes, villancicos, risas infantiles…
Después, como un rayo: su padre murió. Dos meses más tarde, su abuela. Su madre quedó sola con seis hijos. Elena cursaba tercero. Su infancia terminó. Tomó el lugar de la abuela: cocinaba, limpiaba, cuidaba a los más pequeños. Su mano quedó dañada tras una caída del granero —los dedos nunca volvieron a ser lo mismo—, pero no se rindió.
Tras terminar la secundaria, entró a una escuela de costura. Allí, por primera vez, fue feliz: amigas, elogios de los profesores, aprendiendo. Se convirtió en una gran modista, trabajando casi con una sola mano. Hasta viajó al extranjero —uno de los diez mejores alumnos—.
Pero su madre no apoyó su sueño de casarse con Paco, un chico bueno de la escuela. Le dijo: *”¿Para qué? La soledad es tu destino”*. Y tal vez esas palabras rompieron algo en ella…
Tras el cierre de la fábrica, volvió al pueblo. Y allí conoció a Víctor.
Ahora llevaban años juntos. Construyeron una casa. Criaron a su hijo. Y ahora… solo esperaba que se abriera la verja.
Y lo vio llegar. Víctor, cansado pero sonriendo:
—Cariño, ¡terminamos! La siembra está lista. Mañana descansaremos por fin…
En sus palabras había tanto cariño que todos los viejos dolores, traiciones y pérdidas se desvanecían. Sabía que, al fin, su vida era suya. Y en ella, había amor.







