El exsuegro inesperado…

Margarita contemplaba con fascinación el precioso ramo de flores que el mensajero le había entregado media hora antes. No había error posible: aquellas rosas eran para ella. La nota lo confirmaba con solo dos palabras: “A la encantadora Margarita”.

Desde su divorcio, la joven tenía un misterioso admirador. Había sido difícil superar la separación de Adrián, no por amor, sino por la toxicidad de su suegra, Carmen, y porque su exmarido siempre la respaldaba.

Todo ocurrió de manera extraña. La misma tarde en que Margarita llegó a casa con el certificado de divorcio, sonó el timbre. Al ver las hermosas rosas, pensó que era una burla de Adrián. Pero aquellas flores eran caras, demasiado lujosas para ser una broma. Adrián solo había sido generoso una vez, y hacía mucho tiempo.

A partir de entonces, los ramos llegaban dos o tres veces por semana, siempre con notas breves. Margarita se devanaba los sesos intentando descubrir quién las enviaba.

Mientras examinaba las flores, recordó la única vez que Adrián le había regalado un ramo. Fue tras una discusión terrible. Carmen, su suegra, había hecho todo lo posible por enemistarlos.

—¡Derrochas el dinero! —había gritado Adrián al enterarse de que Margarita se había hecho las uñas en un salón caro.
—No es tanto —respondió ella—. Trabajo y tengo derecho a gastar en mí misma.
—Acordamos discutir gastos grandes —replicó él—. ¡Eso cuesta un dineral! ¡Mi madre me dijo lo que pagaste!

Margarita sonrió con ironía. Por supuesto, Carmen siempre estaba detrás de todo. La odiaba desde el primer día y nunca dejaba de criticarla.

Adrián jamás la defendía. Siempre estaba del lado de su madre, que le llenaba la cabeza de mentiras. Cuando visitaba a la joven pareja, exageraba sobre la suciedad de las ventanas o el vestido de Margarita.

—¿Viste lo corto que lleva ese vestido? —decía Carmen—. Con un jefe hombre, seguro que le hace ojitos para ascender.

En lugar de callarla, Adrián asentía y luego le hacía la vida imposible a Margarita.

La pelea por las uñas terminó en gritos e insultos. Adrián la llamó derrochona y mantenida.

—¿No te avergüenzas? ¡Gano más que tú! —contestó ella, indignada.

Era cierto. Margarita tenía un buen sueldo, mientras que Adrián saltaba de trabajo en trabajo, siempre insatisfecho.

Él nunca contribuía. Ni siquiera compraba comida. Solo pagaba el alquiler, y ni siquiera siempre. Ese día, usó eso contra ella.

—¡No podemos pagar la renta y tú malgastas en uñas! —gritó.
—Si quieres pagarla, busca un trabajo decente —replicó Margarita—. Yo pago la comida, el coche, los medicamentos. Hasta tu ropa.

—¡Vives en mi piso y encima me recriminas! —se quejó—. Mi madre tiene razón: las mujeres se creen dueñas de todo.

Carmen le había convencido de que él era el sostén de la familia. El piso era suyo, así que Margarita solo vivía allí por caridad.

—No como carne desde hace tres días —añadió él, dramático—, y tú gastas en tonterías.
—Ayer hubo pollo, anteayer pescado —contestó ella—. Si quieres más, trabaja.

Adrián, furioso, la llamó parásita y le dijo que si quería gastar en estupideces, se fuera de su casa.

Carmen le había asegurado que Margarita nunca se iría, que él era un buen partido y ella una cualquiera. Pero esa noche, Margarita empacó y se marchó a su pequeño apartamento, heredado de su abuela.

Adrián corrió llorando a su madre.

—La eché, ¡y se fue! —dijo.
—¡Descarada! —gritó Carmen—. Una buena esposa no abandona a su marido.

—¿Por qué dice que robó? —intervino por primera vez su suegro, Javier.

Él nunca discutía con Carmen, pero esta vez no pudo callar.

—¡Claro que robó! —exclamó ella—. El dinero es de los dos, y si lo gastó en sí misma, es un robo.

Javier no respondió, solo negó con la cabeza.

Adrián confesó que no quería el divorcio.

—No te preocupes, volverá —aseguró Carmen—. Los hombres siempre se recuperan, las mujeres no.

Javier, en privado, le dijo a su hijo:

—Margarita es única. No la pierdas.

Siguiendo su consejo, Adrián le compró flores caras y la convenció de volver. Pero no duró. Carmen siguió envenenándolo, y pronto volvió a insultarla, esta vez por su peso.

—¡Estás gorda! —le espetó.

Margarita, que no lo estaba, se cansó. Presentó el divorcio definitivo.

El día que recibió los papeles, llegó el primer ramo del misterioso admirador.

***

Carmen descubrió los recibos de flores en el bolsillo de Javier y le armó un escándalo.

—¡Me engañas! —gritó.

Él admitió que amaba a otra mujer desde hace años.

—¿Adónde irás? —preguntó ella, preocupada por su economía, no por él.

—A la casa de campo —respondió Javier, dejándole el piso.

***

Margarita se enteró del divorcio por Verónica, una prima lejana de Adrián.

—¡Encontró recibos de flores! —contó—. Dijo que ama a otra, pero vive solo.

Margarita enrojeció. Recordó que Javier nunca la había insultado. Incluso la defendió un par de veces.

Esa noche, llamó al hombre.

—¿Fue usted? —preguntó.

—Sí —confesó él—. Te amo desde el día que llegaste.

Ella se sorprendió.

—¿Por qué nunca dijiste nada?
—Estabas casada con mi hijo —respondió—. Y yo con Carmen, aunque hace años que no la quiero.

Margarita le dijo que no lo amaba, pero él solo quería ser su amigo.

Poco después, una tubería se rompió en su apartamento. Javier acudió a ayudarla, y desde entonces se hicieron inseparables. Con el tiempo, nació el amor.

La familia lo criticó. Adrián los insultó. Carmen difundió rumores. Hasta los padres de Margarita lo desaprobaron.

—¡Es un viejo! —decía su madre.
—No lo es —replicó ella—. Y me hace feliz.

Javier la defendió de todos. Se casaron, compraron un piso y vivieron en paz, rodeados solo de quienes los apoyaban.

Margarita comprendió que el amor verdadero no duele, sino que da fuerza. Y que nunca es tarde para ser feliz.

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MagistrUm
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