El exsuegro.

**Mi querido diario,**

Hoy recibí un ramo precioso que el mensajero trajo hace media hora. No había duda de quién era el destinatario: yo. La tarjeta que lo acompañaba solo decía: «A la encantadora Margarita».

Desde que me divorcié de Andrés, un misterioso admirador empezó a enviarme flores. La ruptura fue dolorosa, no por amor, sino por toda la toxicidad que vertió mi suegra, Carmen, sobre mí. Y Andrés, mi ahora exmarido, siempre la apoyó.

Qué irónico. Esa misma noche en que volví a casa con el divorcio firmado, sonó el timbre. Al ver aquellas rosas magníficas, pensé que Andrés se burlaba de mí. Aunque esas flores costaban dinero, y él nunca fue generoso. Solo una vez, hace mucho tiempo, me regaló flores.

Desde entonces, las recibía dos o tres veces por semana, cada vez con una nota breve. Me rompía la cabeza preguntándome quién sería.

Mientras contemplaba las rosas, recordé aquel único ramo que me dio Andrés. Fue después de una discusión horrible. Carmen, su madre, siempre buscaba peleas entre nosotros.

—¡Malgastas el dinero! —gritó él cuando supo que me había hecho las uñas en un salón caro.
—No es tanto —respondí—, yo también trabajo y tengo derecho a gastar en mí.
—Habíamos acordado que hablaríamos de los gastos grandes —replicó.

Me reí amargamente. Claro, todo por culpa de mi suegra. Carmen me odió desde el primer día. Nunca me defendió, siempre se puso de su parte.

Una vez, al verme volver del trabajo, comentó:

—¿Viste ese escote? ¡Seguro que coquetea con su jefe para que la asciendan!

En lugar de callarla, Andrés asentía. Cada comentario suyo acababa en pelea.

El día que discutimos por mis uñas, todo estalló. Me llamó derrochadora, interesada… hasta que, en un arranque, me echó de casa. No pensó que me iría de verdad.

Fue a llorarle a su madre, pero su padre, Juan Carlos, lo llamó aparte:

—Margarita vale mucho. No la pierdas.

Andrés, desesperado, me llevó rosas carísimas y me rogó volver. Prometió cambiar, y yo, ilusa, creí.

Pero no duró ni un mes. Carmen seguía envenenándolo. La gota que colmó el vaso fue cuando se burló de mi peso.

—¡Estás gorda! —dijo él, repitiendo las palabras de su madre.

Ya no lo soporté. Me fui para siempre.

El alivio al tener el divorcio fue inmenso. Y, como señal de un nuevo comienzo, llegaron las flores del misterioso admirador.

**Semanas después…**

Carmen descubrió los recibos de flores en el bolsillo de Juan Carlos.

—¡Me engañas! —gritó.

Él, sereno, admitió que la amaba a otra. Se mudó a su casa en la sierra.

Poco después, Verónica, una prima de Andrés, me contó el divorcio.

—Tu exsuegro sigue enviando flores a alguien en secreto —dijo.

El corazón me latió fuerte. Recordé que Juan Carlos nunca me insultó, incluso a veces me defendió.

Esa noche no dormí. Al día siguiente, cuando llegó otro ramo, lo llamé.

—¿Fuiste tú? —pregunté.

Hubo silencio.

—Sí, Margarita —confesó al fin.

Me quedé sin palabras.

—Te amo desde que llegaste a nuestra casa —dijo—. Pero eras la esposa de mi hijo.

No supe qué responder. Nos hicimos amigos. Poco después, una tubería reventó en mi piso. Lo llamé, y vino a ayudarme.

Así empezó todo. Nos acercamos. Él me apoyaba, me hacía feliz. Con él descubrí que el amor podía ser tranquilo, sin peleas.

Claro, nadie lo aprobó. Andrés nos insultó. Mi madre gritó:

—¡Te juntas con un viejo!

Pero Juan Carlos me defendió. Incluso amenazó a Carmen con quitarle el piso si seguía difamándonos.

Al final, nos casamos. Solo importaban quienes nos apoyaban. Compramos un piso con el dinero de la venta de su casa en la sierra.

Y así, felices, seguimos adelante. A veces el amor llega cuando menos lo esperas.

**Fin.**

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El exsuegro.