El destino solo entrega lo necesario

Hace muchos años, en un pequeño pueblo de Castilla, mientras regresaba de un viaje de trabajo, Javier Medina conducía por la carretera bajo un cielo gris que comenzaba a soltar finas gotas de lluvia. El parabrisas se empañó rápidamente, y los coches que pasaban en dirección contraria parecían fantasmas en la neblina.

Javier, alguacil judicial en un pueblo cercano, había ido a resolver unos asuntos legales. Planeaba quedarse tres días, pero todo se resolvió antes, y decidió volver a casa esa misma noche. Era el cumpleaños de su esposa, Laura, y llevaba consigo algunos regalos: ropa nueva y un poco de cosmética que, la verdad, había comprado siguiendo el consejo de la dependienta, pues él no entendía mucho de esas cosas.

El cansancio lo embargaba después de conducir toda la noche, y la lluvia no ayudaba.

—Voy a acortar el camino —pensó—. Si tomo el desvío por el pueblo vecino, llegaré antes. La carretera está sin asfaltar, pero ya amanece, no importa.

Así lo hizo. Con Laura llevaban diez años casados, y su hijo, Diego, cumplía esa misma edad. La mujer había quedado embarazada enseguida, aunque el niño nació antes de tiempo. Pero no hubo problema: Diego era un chico listo, lleno de vida.

A pesar del agotamiento, solo le quedaban unos quince kilómetros. La lluvia arreció justo cuando algo golpeó el capó con un ruido sordo. Javier frenó de golpe.

—Menos mal que no iba rápido —pensó, alarmado—. ¿Habré atropellado a alguien?

Al bajar, encontró a una mujer tendida en el camino, con un paraguas a un lado. El corazón le dio un vuelco. La levantó con cuidado y la llevó al coche, acomodándola en el asiento trasero.

—Está viva, gracias a Dios —murmuró—. ¿Cómo se encuentra? La llevaré al centro de salud, está cerca.

La mujer se sujetó la pierna.

—No hace falta, solo es un golpe. Me duele un poco, pero no es nada grave.

—¿Quién es usted? —preguntó ella, alzando la vista.

Cuando sus miradas se encontraron, ambos se quedaron paralizados.

—¿Lucía? —exclamó él.

—¿Javier? —respondió ella, igual de sorprendida.

—Vaya reencuentro —dijo él, riendo—. Llevo años sin saber de ti, y aquí estás, a tan solo unos kilómetros.

—No me lo puedo creer —respondió ella, olvidando por un momento el dolor.

El centro de salud estaba cerca. El médico de cabecera, don Marcos, le examinó la pierna.

—Es solo un hematoma, doña Lucía —dijo—. Puedo darle un justificante para faltar al trabajo.

—No hace falta, tengo clases en el colegio —respondió ella, mirando a Javier—. Él me llevará, ¿verdad?

Lucía era profesora de lengua y literatura en el pueblo. Vivía allí desde hacía años, alejada de su pasado.

Al salir, aún cojeaba levemente.

—Necesito cambiarme antes de ir al colegio —dijo—. Llévame a casa, por favor.

Su vivienda estaba cerca. Cuando volvió, ya vestida con un abrigo claro, la lluvia seguía cayendo.

—Lucía, ¿podemos vernos esta tarde? —preguntó él.

—¿Para qué? Tienes mujer…

—Hace diez años que no nos vemos. Solo quiero hablar, si te parece bien.

Ella dudó.

—Estás igual —dijo él—, solo que más hermosa, más segura.

—¿Y tu esposa te permite halagar a otras mujeres? —preguntó ella, mirando su anillo de casado.

—Venga, Lucita, es la verdad —respondió él, sonriendo—. Sigues siendo tan rebelde como siempre.

—Bueno —aceptó ella—. Hay una glorieta a la entrada del pueblo. Nos vemos allí.

Ambos rieron, como si aquel viejo rencor, la razón de su separación, se hubiera disuelto en el aire.

Diez años atrás, ambos terminaban sus estudios: ella, magisterio; él, derecho. Su amor era intenso, pero no pudieron ponerse de acuerdo sobre dónde vivir después.

—Me han ofrecido un puesto en mi pueblo —había dicho él con firmeza—. Si vas a ser mi esposa, debes venir conmigo.

Pero Lucía quería quedarse en la ciudad.

—No pienso irme a un pueblo —replicó, dolida—. Siempre aferrado a tus raíces.

Discutieron, se hirieron, y el orgullo los separó para siempre. O eso creyeron.

Cuando Javier llegó a casa esa mañana, un olor a comida lo recibió, pero también un desorden inusual. Al entrar en el dormitorio, se llevó el mayor shock de su vida: su esposa yacía en la cama con Samuel, un vecino que conocían de toda la vida.

—¿Qué haces aquí tan pronto? —balbuceó Laura, cubriéndose—. Puedo explicarlo…

Samuel, sin embargo, se quedó tendido, burlón.

—¿Me vas a pegar, alguacil?

Javier contuvo su ira. No valía la pena ensuciarse las manos. Sabía que su matrimonio había terminado. Se marchó a casa de su madre, donde Diego estaba.

—¿Hace cuánto que esto ocurre? —pensó, amargado—. Samuel nos ayudó a arreglar el tejado hace años…

Diego lo recibió con alegría.

—¡Papá! ¿Ya has vuelto?

—Sí, hijo. ¿Qué tal?

Su madre, con esa intuición de siempre, supo al instante lo que ocurría.

—Hijo, come algo —le dijo, secándose una lágrima furtiva.

Pero él solo quería descansar.

Por la tarde, fue a ver a Lucía. La encontró en la glorieta, como habían acordado.

—Vamos a mi casa —propuso ella—. Tomaremos algo y hablamos con calma.

—¿Y tu marido?

—No tengo marido.

En su casa, mientras charlaban, un niño de unos diez años irrumpió con una sonrisa.

—¡Hola! ¿Ese coche es tuyo? —preguntó—. Yo me llamo Javi, como tú.

Javier lo miró fijamente. Aquel niño era su vivo retrato.

—¿Es…? —preguntó, aturdido.

—Sí —confirmó Lucía, seria—. Es tuyo.

Cuando el pequeño salió, él no podía creerlo.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—No lo supe hasta después de graduarme —explicó ella—. No quise buscarte. Me fui lejos, a este pueblo, donde me ofrecieron trabajo.

Javier sintió que el mundo se le venía encima. Al marcharse, Lucía pensó:

—Si vuelve, no lo dejaré ir. Le contaré la verdad. El destino no nos regala segundas oportunidades.

Regresó a casa de su madre con el alma en vilo. Sabía que volvería a Lucía, aunque ella lo rechazara.

Al día siguiente, fue a recoger sus cosas. Diego insistió en acompañarlo. En el patio, Samuel, ya borracho, discutía con Laura.

—Escucha, Javier —dijo Samuel, burlón—. Diego es mi hijo, no el tuyo. Laura y yo ya estábamos juntos antes de que llegaras.

Javier lo soltó, sintiendo una mano pequeña tomar la suya.

—Papá, me voy contigo —dijo Diego, abrazándolo.

Así comenzó su nueva vida. Se divorció, y en el juicio, Diego no dudó:

—Quiero vivir con mi padre.

Javier visitaba a Lucía y a Javi cada día. Con el tiempo, los hermanos se conocieron. El destino, al fin, puso todo en su lugar.

Javier y Lucía se casaron, felices,

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El destino solo entrega lo necesario