El derecho a forjar tu propio camino

Un rayo de sol deslumbrante se coló entre las cortinas, iluminando los rostros tensos alrededor de la mesa del comedor, pero ni siquiera su calor logró derretir el frío que pesaba en el amplio salón.

—Lorena y yo queremos quedarnos aquí un par de años —dijo Javier con firmeza, ahogando el temblor en su voz—. Nos ayudará a ahorrar para nuestro piso.

Al lado, Lorena jugueteaba nerviosa con el borde del mantel. Frente a ellos, Isabel, la madre de Javier, había quedado inmóvil con el cuchillo en la mano, como si no fuera a cortar pan, sino la idea misma de su presencia. Víctor, el padre, sorbió su té en silencio, evitando las miradas.

—¿Quedarse aquí? —Isabel bajó lentamente el cuchillo—. ¿Con… esa mujer tuya?

—Sí, madre, con mi mujer —enfatizó Javier—. Estamos cansados de alquilar. Será temporal, hasta que reunamos para la hipoteca.

—Hay espacio —intervino Víctor, apartando la taza—. Dos habitaciones están vacías. ¿Por qué no ayudar a los chicos?

Isabel lanzó a su marido una mirada cargada de reproche:
—¿Y a mí me ha preguntado alguien? ¿Tengo que aguantar a una extraña en mi casa?

—Lorena no es una extraña —la ira comenzó a hervir dentro de Javier—. Es mi familia.

—¡Familia! —resopló la madre—. Un capricho, Javier. La veo como es. ¿Crees que te quiere? Le interesa el piso, tus ahorros, tu parte de la herencia.

Javier apretó los puños. Era la misma discusión de siempre. Desde el día que conoció a Lorena, su madre la había rechazado sin motivo, como si su simple existencia rompiera el orden donde él seguía bajo su control.

—Madre —intentó calmarse—, un tercio de esta casa es mío, por el testamento de la abuela. Tengo derecho a vivir aquí.

Isabel palideció:
—¿Me amenazas? ¿A tu propia madre? Ella te ha manipulado, ¿verdad? ¡Te ha enseñado a chantajear!

—Basta, Isabel —alzó la voz Víctor—. Javier tiene razón. Esta casa también es suya.

—¡Pues que viva en su tercio entonces! —Isabel se levantó de un salto—. ¡En el trastero o en el balcón!

Javier se alzó con lentitud, su paciencia agotada:
—Bien. Si no quieres hacerlo fácil, venderé mi parte. Y te aseguro que encontraré vecinos que te hagan arrepentirte. ¿Te imaginas compartiendo pared con aficionados al flamenco a las tres de la mañana?

—No te atreverás —susurró Isabel entre dientes.

—Tienes una semana para decidir —Javier se dirigió a la puerta—. Luego llamo al agente inmobiliario.

En el recibidor, se detuvo, conteniendo el temblor de sus manos. Nunca antes había desafiado así a su madre. Pero por Lorena, por su futuro, estaba dispuesto a todo.

De vuelta en el piso de alquiler, encontró la mirada inquieta de Lorena.
—¿Cómo ha ido? —preguntó ella, aunque ya lo adivinaba por su expresión.

—Como siempre —suspiró, hundiéndose en el sofá—. Tu padre nos apoya, tu madre no. Pero le he dejado claro: o vivimos allí, o vendo mi parte.

Lorena frunció el ceño:
—Javier, quizá no deberíamos… Nos las arreglaremos.

—No —cortó él—. No cederé. Tiene que aceptarte.

Pasó la semana sin respuesta. Al octavo día, Javier llamó al agente:
—Quiero vender mi tercio del piso. Rápido y barato.

Tres días después, los primeros «compradores» llegaron: dos hombres con tatuajes y aliento a alcohol. Víctor los recibió con una sonrisa:
—¡Pasen, vean! Una participación en un buen piso, ¡en pleno centro!

—¿Y dónde estaría nuestro tercio? —gruñó uno, mirando alrededor—. ¿En el baño?

—Eso es cosa de papeles —guiñó Víctor—. Legalmente, la propiedad es compartida.

Isabel, alarmada por el ruido, salió de su habitación:
—¿Quiénes son estos? —tembló de indignación.

—Interesados en la parte de Javier —respondió Víctor con calma.

—¡Fuera! —gritó ella—. ¡Nadie vivirá en mi casa!

Al día siguiente llegó otra pareja, excéntrica, hablando de su colección de escarabajos tropicales. Isabel se puso blanca al oír «arañas inofensivas del tamaño de una mano». La tercera visita fue peor: un hombre que mencionó sus meditaciones nocturnas con tambores.

Al cuarto día, Isabel no aguantó más y llamó a Javier:
—¿En serio quieres vender a locos?

—Te lo advertí —respondió él frío—. Tuviste tu oportunidad.

—Está bien —cedió ella—. Que venga tu Lorena. ¡Pero habrá reglas!

Esa noche, Javier fue solo a discutir las condiciones.

—Di tus reglas —exigió, mirándola a los ojos.

—Nada de sus cosas en el salón o la cocina —empezó Isabel—. Si cocina, que limpie. ¡Y nada de visitas!

—Ahora mis condiciones —cruzó los brazos—. Usaremos el dormitorio y el estudio como nuestros. Acceso a toda la casa en igualdad. Y lo más importante: dejas de insultarla. Un solo comentario, y vendo. Sin aviso.

Isabel apretó los dientes, pero asintió:
—Bien. Pero será temporal.

La mudanza fue una semana después. Lorena y Javier llevaron solo lo esencial. Víctor ayudó con las cajas:
—Aquí está vuestra habitación.

—Gracias, padre —Javier lo abrazó.

Isabel se quedó aparte, los brazos cruzados. Lorena intentó acercarse:
—Buenas tardes, Isabel. Gracias por recibirnos.

—No hay de qué —la cortó ella, yéndose a la cocina.

Comenzó una guerra silenciosa. Isabel evitaba hablar con Lorena, dejando notas o quejándose a través de Víctor. Escondía los cubiertos, pasaba la aspiradora al amanecer y revisaba obsesivamente cada rincón después de que Lorena cocinara.

Lorena no respondía. Limpiaba, cocinaba, lavaba, esperando ganar aunque fuera un poco de respeto. Pero un día encontró su cuaderno de notas roto en la basura. Otra vez, su crema facial estaba esparcida en el lavabo.

—Me odia —confesó Lorena a Javier tras dos meses—. Tal vez deberíamos irnos.

—No —respondió él—. No nos rendiremos. Hablaré con ella.

La conversación fue dura. Javier recordó a su madre la amenaza de vender. Isabel estalló:
—¡Te has vuelto un extraño! ¡Chantajeas por esa chica!

—No es chantaje —dijo firme—. Son límites. Deja de atormentarla, o cumpliré mi palabra.

Tras eso, Isabel fue más cauta, pero no se rindió. Empezó a murmurar entre los vecinos, acusando a Lorena de aprovecharse. Los rumores llegaban a Lorena, y cada vez le dolía más.

Inesperadamente, Víctor le tendió la mano. Charlaban de viajes, de películas viejas, y él incluso compartió historias de su juventud.

—No lo lleves al corazón —le dijo una vez—. Isabel teme que le quites a su hijo.

—No quiero quitárselo —susurró Lorena—. Solo quiero estar con él.

—Lo entenderá —sonrió él—. Dale tiempo.

Pero el tiempo no ayudó. Isabel seguía con sus pequeñas crueldades:Con el tiempo, cuando las flores del balcón comenzaron a brotar y las risas de Javier y Lorena resonaron en su nuevo hogar, Isabel comprendió, demasiado tarde, que el amor de su hijo no se ganaba con control, sino con aceptación, y que algunas heridas sólo el tiempo y el silencio podían cerrar.

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