El derecho a equivocarse.

**Diario de Lucía García**

Aquel día descubrí lo del amante de papá por casualidad. Había faltado al instituto para acompañar a mi amiga Sara al tatuador. Como ir al centro comercial con el uniforme era un disparate, pasé por casa a cambiarme. Mientras me subía los vaqueros, giró la llave en la puerta. Me quedó petrificada, balanceándome sobre un pie con la otra pierna atascada. Pensé en ladrones, hasta que oí su voz grabando un mensaje:

—Cogeré la ropa y salgo al momento. No puedo decir que vine del entrenamiento si mis chándales están bajo la cama.

Me equivoqué: no hablaba por teléfono. Minutos después, una voz femenina sonó en su móvil:

—Cariño, ¡cuánto te echo de menos! Date prisa, que he hecho esas empanadillas que te chiflan. ¡Besos!

Reconocí el tono: era tía Carmen, colega de papá y hermana de la mejor amiga de mamá. Siempre me cayó bien; no era como otros adultos. Escuchaba música actual, no esas coplas tristes que ponían mis padres. Solo al preguntarme *por qué* le enviaba audios a papá, entendí la verdad.

Cuando la puerta se cerró, me dejé caer en la cama. ¿Su amante? ¿Decírselo a mamá? ¿Cómo mirarles a la cara?

Sin resolver nada, salí pitando. Sara ya me bombardeaba al móvil. Llevábamos un mes planeando nuestro tatuaje, y ella falsificaba firmas mejor que nadie. Pero yo ya no tenía ilusión.

—¿Qué te pasa, Luci? —insistió Sara—. ¿También quieres tatuarte? ¡Pide permiso!

Moría por contárselo, pero ni a ella podía hacerlo. Fingí que era el tatuaje.

Dos semanas después, seguía ausente en clase, evadía a mamá y desafiaba a papá. Casi lo confieso una tarde, pero mamá me regañó por un suspenso en Química y terminamos gritándonos. Esa noche entró con un éclair de chocolate —mi debilidad— y murmuró:

—Perdona, gatita. Sé que gritar no educa… Es que me agobio con tus exámenes. Solo quiero lo mejor para ti.

—¡Mamá, aprobaré! ¿Eso es para mí?

—Claro. ¿Hacemos las paces? Odio estar enfadadas.

Le di un beso en la mejilla y juré no hacerle daño jamás. Si así sufría por una tontería, ¿qué sería al saber lo de papá? Debía evitárselo a toda costa.

Me convertí en cómplice involuntaria de papá: le cubría en sus “horas extra”, le recordaba cumpleaños familiares o distraía a mamá si le llamaban. Pero yo le ignoraba y contestaba con malas caras.

Luego, todo mejoró. Papá volvió a llegar temprano, yo aprobé y pasé a primero de bachillerato. Además, conocí a Diego: dos años mayor, estudiaba Derecho y tocaba la guitarra. Cada noche paseábamos solos junto a la fuente. Una tarde perdimos la noción del tiempo. Al colarme en casa, creí haber tenido suerte…

—¿Lucía?

Mamá asomó a mi habitación.

—Llegas tarde.

Esperé el sermón, pero su tono era ausente.

—Perdón, me entretuve con las amigas. ¿Estás bien?

Bajo la lámpara, vi sus ojos rojos.

—Normal. Oye, ¿habéis comprado algo en joyería tú y tu padre? Por si acaso…

Un instinto me frenó.

—¿En joyería?

—Vi un recibo de unos pendientes y pensé…

—¡Ah! Se me olvidó decirte que pedí dinero a papá para el regalo de Carla. Cumple y como se perforó las orejas… ¿Fue un derroche? Lo siento.

Su rostro se iluminó.

—¡No, ni hablar! Eres un cielo pendiente de fechas, igual que tu padre.

Mentirle me dejó un regusto amargo. Al día siguiente, juré acabar con todo. Podría hablar con papá, pero el qué decir me aterraba. O con tía Carmen… Eso podía hacerlo.

Ambos trabajaban en la redacción: él redactaba, ella era editora jefa. Cuando era pequeña, papá me llevaba allí. Solo debía ir cuando él no estuviera.

A los dos días, él comentó en el desayuno una entrevista en una fábrica. No dudé: falté a clase, mi amiga Carla me cubrió. El autobús me dejó en media hora.

La recepción me dejó pasar. Subí al segundo piso y llamé a la puerta de “Editora Jefa”.

—Adelante.

—¿Lucía? —tía Carmen alzó la vista—. ¿Buscas a tu padre? Salió…

Avancé con las rodillas temblando. En el trayecto creí que sería fácil soltarle una arenga, pero me encogí:

—¿Esos pendientes te los compró él?

Sus pendientes eran discretos aros con destellos.

—¿Cómo?

Sin aquel oído casual, me habría creído su cara de extrañeza.

—Lo sé todo. Mamá encontró el recibo. ¿No te da vergüenza?

Algo indescifrable cruzó su rostro. Quizá ira.

—¿Quieres decir que tu padre compró joyas?

—Pendientes. Y tú finjiste ignorancia.

Calló un largo minuto.

—Vete a casa, cariño. Esto no te incumbe.

Su tono me alertó, pero entorné la puerta. En el autobús, imaginé a tía Carmen contándoselo a papá… Y cómo ocultar eso de mamá.

Esa noche fingí migraña. Papá llegó tarde —”explicándose” con tía Carmen, supuse—. A la mañana, actuó como si nada, aunque hosco y ausente.

Una semana después, hizo la maleta y se mudó con Lidia, la becaria. Las joyas eran para ella, y tía Carmen la había despedido. Lo supe escuchando a mamá con su amiga:

—Carmen no tuvo culpa —decía la amiga—. Cuando supo los líos de tu marido, despidió a esa aprendiz. ¿Quién iba a imaginar que él se iría con ella? ¡Remordimientos de conciencia! Ya verás cómo se arrepiente.

—No, *yo* tuve la culpa —solloz
Esaqueó el teléfono para borrar también el número de su madre mientras la tinta aún ardía en su piel, un recordatorio permanente de que confiar era un error que no volvería a cometer.

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