La luz del atardecer se filtraba suavemente a través de las cortinas. Marta dejó dos platos con la cena sobre la mesa y miró el reloj. Las ocho. Javier había prometido llegar a las siete, pero sus promesas ya no valían nada. Marta llamó a su marido: «El número no está disponible». Suspiró y guardó uno de los platos en la nevera. Otra noche cenando sola.
Desde fuera, su familia parecía perfecta. Más de diez años juntos, una casa bonita, ingresos estables. Sus amigos los veían como la pareja ideal, en contraste con sus propios problemas. Lo más raro era que Marta también lo había creído. Hasta hacía poco.
Todo empezó como una tontería. En febrero, Javier olvidó por primera vez en diez años su aniversario. Esa noche, Marta le preguntó directamente:
—¿Sabes qué día es hoy?
—Miércoles —respondió él, sin levantar la vista del móvil.
Marta no dijo nada más, se marchó intentando calmar la inquietud.
Luego notó que Javier llegaba más tarde. A sus preguntas, respondía con evasivas: «Demasiado trabajo». Ella quería entender, creía en su cansancio y cedía. Poco a poco, las cenas en solitario y el plato esperando en la nevera se convirtieron en rutina.
A mediados de marzo, Marta notó cambios en él: corte de pelo nuevo, camisas caras, una colonia distinta.
—¿Cambio de imagen? —preguntó.
—Política de la empresa, estilo formal —mintió Javier, pero en sus ojos Marta vio el miedo de un niño pillado en mentira.
Luego llegó aquella noche. El móvil de Javier pitó mientras se duchaba. Marta pasó por ahí, pero el nombre del remitente saltó a la vista:
«V».
Y el mensaje: «¿Hoy como siempre?».
No leyó más. Su intuición no la engañaba. Esa noche llamó a su amiga Lucía, quien le aconsejó: «O le preguntas de frente, o decides qué harás si te engaña».
Abril trajo claridad. Javier se volvió distante, educado, un extraño en casa. Aquel miércoles, Marta llegó antes del trabajo. Javier entró sobre las siete y, al verla, se quedó paralizado.
—Tenemos que hablar —dijo en serio.
Marta asintió.
—Me voy —fue directo—. Hay otra mujer. Te lo juro, la quiero.
Así de simple. Tres frases cortas.
—¿Se llama Verónica? —preguntó Marta.
Javier se sobresaltó.
—¿Cuánto tiempo?
—Tres meses —evitó su mirada—. Es distinto.
—Vale —se levantó y cortó—. Pero que sepas que no habrá vuelta. Nunca. Esta noche te quedas aquí. Mañana, ni tu sombra.
Las lágrimas llegaron después, de madrugada. Por la mañana Javier se llevó sus cosas y dejó las llaves sobre la mesa. El piso parecía vacío, pero Marta sintió alivio. El aire estaba más limpio.
Pasaron dos semanas. Marta se refugió en el trabajo. Todo cambió cuando se cruzó con Daniel, un colega de Javier.
—Hola, Daniel. ¿Cómo está Javier?
—¿No lo sabes? Lo despidieron hace tres semanas. Hundió un proyecto.
—Qué raro —murmuró Marta.
—El amor lo distrajo. Verónica sabe cómo enredar —soltó Daniel, y se mordió la lengua al darse cuenta. Se despidió rápido.
La respuesta llegó dos días después, de la boca de Nuria, contable de la empresa.
—Fue un montaje, Marta. Daniel quería el puesto de Javier. Verónica es su vieja amiga. Lo envolvió para que fallara, luego filtró documentos a la competencia. Javier pagó el pato. Ahora Daniel es el jefe.
Esa misma noche, llamaron a la puerta. Era Javier, demacrado, pálido.
—Hola. ¿Puedo quedarme esta noche? No tengo dónde ir.
Marta lo dejó pasar en silencio.
—El sofá está libre.
A la mañana, Javier confesó: «Verónica me dejó en cuanto me despidieron. No tengo nada».
—Verónica y Daniel. ¿Se conocen de antes, no? —preguntó Marta.
La mirada de Javier se vació.
—Lo sabes. Me tendieron una trampa. Estoy solo. Lo arruiné todo.
—Puedes quedarte. En el sofá. Pero no esperes que lo olvide.
Así fue. Javier en el salón, Marta en el dormitorio. Él no se imponía, limpiaba, cocinaba, arreglaba cosas. Había cambiado.
Pasaron dos meses. Javier encontró un trabajo más modesto. Marta empezó un curso de fotografía. Una tarde, él llegó con una caja. Dentro, su pastel favorito.
—Gracias —dijo ella—. Pero esto no significa que volvamos atrás. Solo me apetecía.
—Lo sé —respondió él—. No espero nada.
Una semana después, Marta cocinó para los dos. Cenaron juntos por primera vez en mucho tiempo. El dolor ardiente se había apagado.
Un mes más tarde, Marta estaba en el balcón. Javier se acercó.
—Yo sigo pensando… ¿podré recuperar tu confianza?
Marta guardó silencio.
—No lo sé. La confianza es difícil. Quizá imposible. Pero ya no quiero vivir en el pasado.
—¿Entonces…?
—Significa que no prometo nada —lo interrumpió—. Quizá algún día perdone. O no. Pero ahora la decisión es solo mía.
De pronto, Marta entendió que, por primera vez en mucho tiempo, se sentía firme. Estaba sobre sus propios pies. Y esa sensación valía todo el dolor pasado. Fuera lo que fuese, ella seguiría siendo ella. Una nueva, nacida de la pérdida. Y eso era lo importante.