Tengo una conocida, Carmen, de 70 años. Hace poco sufrió un infarto cerebral y ahora está ingresada en un hospital de un barrio de Granada. No sé exactamente qué lo causó —quizás la edad, quizás su estilo de vida poco saludable: mala alimentación, pocos paseos al aire libre, o tal vez ambas cosas.
Su hijo, Javier, vive desde hace años en otra ciudad, en Barcelona, a más de ochocientos kilómetros de Granada. Tiene su propia familia —una esposa y dos hijos. Cuando Carmen ingresó en el hospital, fueron los vecinos quienes llamaron a la ambulancia. Familiares lejanos se enteraron y ahora la visitan, llevándole medicinas y palabras de aliento. Carmen mejora poco a poco, pero aún no puede levantarse de la cama.
Javier solo llamó una vez. Envió dinero para los medicamentos —y ahí terminó su participación. No vino, no preguntó cómo seguía su madre. Según él, tiene sus propios problemas que requieren atención inmediata. No le importa lo que le ocurra a su madre. «¿De qué sirve que vaya?», le dijo a un familiar. Para él, el dinero es todo lo que se le exige.
En cambio, esos familiares lejanos van al hospital cada día. Compran las medicinas necesarias, preguntan a Carmen cómo se siente y hablan con los médicos para conocer todos los detalles. Su cariño es lo único que sostiene a esta mujer en estos días difíciles.
Y entonces me pregunto: ¿qué hacemos mal las madres para que nuestros hijos nos traten así? Estoy segura de que el comportamiento de los hijos hacia sus padres refleja cómo los criamos. Nos observan, absorben nuestras palabras, actos y valores. Si fuimos frías o injustas, no hay que sorprenderse si recibimos indiferencia a cambio.
Estoy convencida: no hay hijos o nietos malos, solo padres que no supieron dar el ejemplo correcto. Si quieres ser un buen padre o madre, demuéstralo con tus acciones. Si un niño ve cómo su madre cuida a su propia madre, aprenderá esa lección. Pero con Carmen fue distinto. Javier no vio a su madre mantener el contacto con su abuela en sus últimos años. Carmen dio la espalda a su propia madre, y ahora su hijo repite ese mismo camino.
La vida es como un boomerang: todo lo que hacemos nos regresa. Y, por extraño que parezca, hay cierta justicia en ello. Carmen, postrada en esa cama de hospital, rodeada de extraños y no de su propio hijo, ahora recoge lo que sembró. Es amargo, pero quizá sea una oportunidad para reflexionar —para ella y para todos nosotros.







