**23 de octubre, 2023**
Hoy me llegó el amor de la manera más inesperada…
María había dejado su pueblo para estudiar en Madrid. Después de la escuela rural, la universidad le resultó difícil, pero pasaba días enteros entre libros para aprobar los exámenes y no perder la beca. Su madre solo podía ayudarla con comida de la huerta.
Cuando empezó a trabajar, devolvió el gesto, enviándole dinero cada mes. Todas sus vacaciones las pasaba en el pueblo. Del mar solo soñaba, pero decía que con el aire puro, el bosque y el río, no necesitaba ir al sur.
—Mari, ¿y cuándo te casarás? ¿Ninguno te gusta? No creo que llegue a conocer a mis nietos —suspiraba su madre.
—No te preocupes, mamá, me casaré —respondía María, aunque los comentarios sobre matrimonio la hastiaban. Todos en el pueblo empezaban preguntándole lo mismo.
Tuvo novios, incluso amores, pero ninguno la llevó al altar.
Trabajaba en la redacción de un periódico. Una tarde, al terminar su turno, un aguacero azotaba la ciudad. Cuando salió, la lluvia arreció. Se refugió bajo el alero del edificio, viendo cómo los coches salpicaban charcos al pasar.
Un todoterreno frenó junto a ella para no mojarla, luego se detuvo.
—¿Necesita que la lleve? Aunque pare la lluvia, las calles están inundadas —dijo un hombre desde la ventanilla.
María subió. Medio año después, ese hombre le pidió matrimonio. No era amor apasionado, pero con Javier se sentía segura. Se mudaron al piso de su madre en el centro.
Doña Carmen no la recibió bien.
—No piense que heredará este piso —le advirtió al inicio.
—No es decente pasearse en bata todo el día. Cámbiese —ordenaba la suegra.
María obedecía, aunque limpiar y cocinar de vestido era incómodo. Doña Carmen, en cambio, parecía siempre lista para una recepción.
La convivencia fue imposible. Un día, María oyó a su suegra insinuar el divorcio. Entre lágrimas, le dijo a Javier que tal vez tenían que separarse. Él no la dejó ir. Al día siguiente, alquilaron un piso y se mudaron.
La vida mejoró. Quizá doña Carmen seguía quejándose por teléfono, pero Javier no le contaba a María. Ahorraban para comprar su propio hogar.
Un domingo fueron de picnic al lago con amigos. Volvían de noche cuando el coche de adelante los dejó atrás. Javier aceleró.
De pronto, otro todoterreno cruzó la carretera. El conductor perdió el control. El impacto fue inevitable.
Javier murió al instante. María pasó cuatro meses en el hospital. Al salir, cojeando y débil, descubrió que otra familia vivía en su piso. Sus cosas estaban en una bolsa. Las de Javier, su suegra se las había llevado.
Fue a verla.
—Doña Carmen, ¿puedo quedarme unos días hasta alquilar algo?
—¡Por ti murió mi hijo! ¡Y ni siquiera fuiste al funeral! —La puerta se cerró.
—¡Estaba en el hospital! —gritó María, pero solo recibió amenazas de llamar a la policía.
No intentó reclamar el dinero ahorrado.
Sin amigos ni destino, volvió al pueblo. Allí, otra tragedia: su madre había muerto mientras ella estaba hospitalizada.
La casa seguía igual, como si su madre volviera en cualquier momento. Abrazó su rebeca, oliendo aún a ella, y lloró hasta dormirse.
Un golpe en la puerta la despertó. Soñó que era Javier, ensangrentado. Gritó.
—¿Está bien? —preguntó una voz desconocida.
Era un hombre alto, con barba.
—Soy Román. Vigilo el pueblo. Viví aquí con la madre de un compañero del ejército… Él me salvó la vida.
María se sinceró. Él le contó su historia: un divorcio, empezar de cero. Le ayudó cuando la tendera del pueblo le negó el pan.
—Voy a volver a Madrid —dijo ella una semana después.
—¿Regresará? —preguntó él, con esperanza.
—En otoño, a por la cosecha.
—¿Quiere ayuda?
Asintió. Le dejó su número.
Román no llamó. Cuatro meses después, apareció en su trabajo, sin barba, elegante.
—¿No me reconoce? —sonrió.
—¡Román! ¿Dónde está tu barba? —rió, sorprendida.
Le explicó que había regularizado su vida: divorcio, piso propio, trabajo como jefe de seguridad.
—Vine por usted.
Un mes después, se mudó con él. Por primera vez, sintió un amor verdadero.
—Gracias a tu suegra —le dijo una mañana—. Sin ella, no te habría conocido.
Román había vendido parte de la cosecha y ahorrado para una casa más grande.
—Vendamos el piso —propuso ella.
—No. El pueblo es perfecto para los niños.
—¿Tendremos hijos?
—Claro.
Visitaron el pueblo en febrero, antes del barro primaveral. Fueron al cementerio.
—Pondremos una cruz —dijo ella.
De vuelta, la noche cerrada, María miró a Román al volante. Recordó el accidente, el sueño… Pero ahora sentía paz.
*Nunca fue Javier quien llamó a mi puerta aquella noche… Era el amor.*